Señores del Olimpo (27 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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Atenea apartó de nuevo la copa que le tendía la criada muda e hizo un gesto a su hermana para que continuara.

—En realidad, el impulso inicial partió de la propia Hera. Llevaba mucho tiempo indignada por las infidelidades de su marido. Para colmo, Zeus se permitió el lujo de desterrar a Ares por un solo adulterio, ¡él, que había cometido cien!

No fue por el adulterio, sino por romper el juramento de Estigia
, pensó Atenea, pero prefirió no interrumpir la momentánea locuacidad de su hermanastra.

—Así que Hera —prosiguió Perséfone— consultó con Gea. Ella le explicó cómo podía no sólo humillar a Zeus, sino incluso derrocarlo.

Perséfone hizo una pausa, que Caligenia aprovechó para plantar ante la nariz de Atenea una bandeja con dulces de pasas y miel. Ella la apartó de un manotazo y dirigió a la criada una mirada de advertencia. Pero los ojos de Caligenia permanecieron tan opacos e insensibles como cerrada la ranura que tenía por boca.

—Puedo entender que Hera quisiera vengarse de Zeus —dijo Atenea—. Pero derrocarlo, ¿para qué? Hera es la soberana del Olimpo gracias a que está casada con nuestro padre.

—Tú lo has dicho bien.
Precisamente
por estar casada con él. Hasta ahora, las diosas siempre hemos estado relegadas tras los dioses varones. Y eso, aunque Gea es la divinidad más antigua y poderosa que existe. ¿Te das cuenta de todas las humillaciones que han tenido que soportar las esposas de los señores del Olimpo? Gea fue violada por Urano. Cronos se dedicó a engendrar hijos alegremente con Rea, y luego, tras dejar que ella sufriera las molestias del embarazo y los dolores del parto, los fue devorando. Y Zeus nunca ha cesado de infligir humillaciones a su esposa, acostándose con toda diosa o mortal que se le ponía por delante, e incluso con un efebo!

La alusión a Ganímedes hizo que Atenea enrojeciera y agachara la mirada, pero no dijo nada.

—Esta vez no volverá a reinar ningún soberano varón en los cielos —aseguró Perséfone.

—¿Y Tifón qué es?

—Tifón no es más que una herramienta, el arma utilizada por las diosas para derribar a Zeus. Cuando llegue el momento, Gea lo apartará de en medio.

Si es que ese monstruo se deja
, pensó Atenea.

—¿De dónde ha salido Tifón? ¿Es cierto lo que afirma, que es hijo de Cronos?

—En cierto modo, sí. Cuando nació Zeus, Cronos decidió que no tendría más hijos. Desde entonces derramaba su semilla sobre el vientre de su esposa Rea. ¡Una acción repugnante! Una vez que estaba demasiado borracho para darse cuenta, Rea se las arregló para recoger parte del semen y esconderlo en el país de los gigantes, donde lo conservó en hielo. Ignoro qué pretendía con ello, pero una generación divina después le fue muy útil a Hera. Aprovechando una ausencia de su marido, viajó a las tierras del norte y consiguió que Alcioneo, el caudillo de los gigantes, le entregara el esperma congelado de Cronos.

—¿A cambio de qué?

—Dicen que se acostó con él, pero no acabo de creérmelo. Lo veo un acto... desproporcionado —respondió Persefone con una agria sonrisa—. No sé exactamente qué pactó con los gigantes, pero le dieron lo que pedía. Una vez conseguida la semilla de Cronos, ella misma debía realizar el conjuro. Acudió a la cueva del monte Ida, el mismo lugar donde Rea alumbró a Zeus, pues lo que ella pretendía era engendrar a un anti-Zeus que lo aniquilara. Allí llevó un huevo de dragón puesto por la dragona Delfine, la última de su especie. Hera tuvo que untar el huevo con el semen de Cronos, ponérselo entre los muslos y tumbarse a incubarlo en el suelo de la cueva durante dos noches y un día.

«Cuando se cumplió la segunda noche, Hera enterró el huevo fecundado en la gruta y se marchó de allí. Pero desde ese momento, y mientras durara la gestación de Tifón, debía permanecer casta durante un año entero.

—Entiendo —dijo Atenea. Todos sabían que Hera y Zeus llevaban tiempo sin compartir alcoba.

—Encontrar motivos para no acostarse con Zeus, dadas sus constantes infidelidades, no era difícil, y además estaba el destierro de Ares. Caligenia, sírvele vino a nuestra huésped.

—Ya te he dicho que no tengo sed. Sigue.

—Aún así, Hera tenía miedo de que en un arrebato de lujuria Zeus echase abajo la puerta de su dormitorio y la forzase. Para evitar que el deseo de su marido se inflamara más de la cuenta, invitó a Tetis a visitar el Olimpo.

—¿Quieres decir que ella misma metió a Tetis en la cama de Zeus?

—Astuta, ¿no te parece? Así pasó un año y Tifón salió del huevo. Durante otro año estuvo creciendo en la cueva, alimentándose con carne humana que le ofrecía Delfine, y por fin, hace unos días, salió a la luz para desafiar a Zeus y someterlo a la humillación que se merecía.

—Pero no sin antes devorar a Zagreo, que era tu hijo.

—También era un dios varón —repuso Perséfone con desprecio—. Ya no podrá convertirse en nuestro soberano.

La reina del infierno se puso en pie y se acercó a Atenea, rozando con sus blancos dedos las nucas de las estatuas de piedra que habían asistido en silencio a la conversación. La diosa de la guerra percibió la amenaza y tensó los músculos.

—Supongo que me has contado todo esto para que participe de vuestros planes.

—¿Participar tú? Ya es demasiado tarde. La suerte está echada para el Olimpo. Pronto será un lugar de llama y ceniza.

—¿Quién más conoce la conjura?

—Hay muchas diosas, cada una en mayor o menor grado. Mi madre, por ejemplo, que es una sentimental, creyó que lo único que quería Hera era dar una lección a Zeus. Sé que cuando se enteró de la verdad lloró por él.

—¿Ártemis?

—Supongo. Nunca he hablado abiertamente con ella. Hebe, Hestia, Angelia...

—¿Angelia? ¿La hija de Hermes?

—Ella fue quien se encargó de llevar a la isla de Atlas la red de oro invisible y la hoz adamantina.

—¿Afrodita?

—No, ella no. Gea nunca se ha fiado de ella. Cuando llegue el momento, Afrodita será aniquilada, o tal vez arrojada al Tártaro con los demás varones. No lo sé y me es indiferente. —Perséfone ya estaba a dos pasos de Atenea—. Ahora, mi querida hermana, ¿quieres beber de una vez?

Caligenia agarró con una mano la barbilla de Atenea y con la otra intentó introducirle el borde de la copa en la boca. La diosa de la guerra se volvió hacia la silenciosa criada. La ranura se había convertido en una gran boca sin labios, cuajada de hilera tras hilera de agudos colmillos, y de la que brotaba una lengua verde y bífida. Atenea le dio un manotazo y arrojó lejos la copa. Después se levantó del asiento de piedra y aprovechó el impulso de su movimiento para agarrar a Caligenia por la cintura, levantarla sobre su cabeza y arrojarla lejos de sí. La sirvienta resbaló por la mesa de piedra, llevándose de camino la mitad de las bandejas, y se estrelló contra el sitial de granito de la cabecera.

Perséfone intentó apoderarse de la lanza de Atenea. No consiguió despegarla del suelo, pero el violento tirón que tuvo que dar la derribó de espaldas. Atenea se apresuró a recoger su lanza y apuntó con ella a Perséfone.

—Esto es un regalo de tu amada Gea —le dijo—. ¿Quieres probarlo?

Un agudo siseo la hizo desviar la atención a la derecha. Caligenia se había levantado y saltaba sobre ella desde la mesa. Su boca aún había crecido más y ahora no era una sola lengua, sino dos las que asomaban entre los innumerables colmillos. Atenea se giró y la punta de Némesis interceptó el vuelo de Caligenia, que se ensartó en ella por su propio impulso.

—¡
Apélaune
! —exclamó Atenea.

El metal líquido onduló como un reflejo en un estanque y la propia lanza repelió a Caligenia, que voló de nuevo, para estrellarse ahora contra la mesa. Aún así, se levantó y embistió otra vez. La boca no dejaba de crecerle y se había convertido en una monstruosa abertura que ya había devorado los rasgos de la cara. Atenea le clavó la lanza entre las hileras de dientes y removió la punta con saña hasta que sintió cómo las vértebras se astillaban bajo su punta. Después volvió a pronunciar la orden:
¡Apélaune!
El arma repelió de nuevo a la sirvienta, cuya cabeza chocó contra la pared con tal fuerza que los huesos occipitales se rompieron con un sonoro crujido.

Atenea, por fin, dirigió su atención a Perséfone. Su hermanastra ya se había puesto en pie y huía por una puerta que acababa de abrirse en la pared. Atenea corrió en su persecución, pero la losa de granito que se había desplazado para abrir paso a Perséfone cayó a plomo, y una vez cerrada desapareció cualquier ranura o mecanismo que diera señal incluso de su existencia.

—¡Por los perros de Hécate! —maldijo Atenea, pensando más bien en Perséfone que en la diosa que la había guiado hasta allí.

Rabiosa, descargó un lanzazo contra la pared, de la que saltaron chispas y gruesas lascas.

Ni siquiera un grueso bloque de granito era inmune al poder de su lanza de adamantio. Pero supo que, si quería abrirse paso a través de las paredes de la mansión de Hades, tendría que armarse de paciencia.

El ojo de las Grayas

En el puerto de Nauplia, Alcides y Zeus embarcaron en una nave llamada
Salaminia
. Era un barco ligero, de poco más de cuarenta codos de eslora. Lo impulsaba una vela cuadrada cuando los vientos eran favorables y, más a menudo, la fuerza de sus veintiséis remos. El capitán era un joven de espíritu aventurero llamado Cécrope, hijo del rey de Atenas. Al ser el menor de los hijos varones y no tener esperanzas de heredar una gran hacienda, se había hecho marinero y llevaba algún tiempo comerciando por todo el Egeo, el mar de Creta y el lejano Ponto. A su padre Erecteo, convencido de que los nobles debían dedicarse a cuidar sus tierras, cazar, lanzar la jabalina y criar caballos para uncirlos en sus carros de guerra, no le entusiasmaba la carrera de mercader de su hijo, y llevaba sin recibirlo en su palacio de la Acrópolis más de dos años.

Todo eso se lo explicó Cécrope a los dos pasajeros sin el menor reparo, pues era de natural expansivo. Por la voz, que era ronca y potente, Zeus sospechó que se trataba de un hombre alto (considerando que era humano) y corpulento, moreno y de cabello y barba tupidos. Pero la voz de Cécrope engañaba, pues aunque en verdad era alto, su complexión resultaba más bien flaca y desgarbada, y el pelo castaño ya le raleaba sobre la frente.

—No creo que os interese venir con nosotros —les advirtió cuando se dirigieron a él en el puerto—. Vamos a un lugar lejano.

—¿Cuan lejano? —preguntó Zeus.

—La Cólquide.

—¡La Cólquide! —repitió Alcides, pues le gustó la sonoridad del nombre—. ¿Y eso dónde cae?

—¿Sabes dónde da la vuelta el Céfiro, cuando se aburre de soplar hacia el este y se topa con la morada del Austro? Pues allí mismo, en los confines del mundo, está la Cólquide.

Para Zeus no era el fin del mundo, pues sabía que más allá del Ponto y las montañas del Cáucaso se extendía el mar Hircanio, y pasado Este una región de vastas estepas y planicies inacabables. Pero se hallaba lo bastante lejos de Delfos, el auténtico centro del mundo, y lo que él quería era interponer todos los estadios posibles de mar y tierra entre su abuela y él. Pues su mente ya había empezado a maquinar planes.

No pensaba permitir que aquel usurpador que siseaba como una serpiente y se hacía llamar hijo de Cronos ocupara su trono del Olimpo. Sin duda, muchos poetas estarían ya retocando sus cantos para entonar loas al cuarto soberano celeste y celebrar el día en que Zeus, señor de la tormenta, había sido humillado, cegado y mutilado. Tal vez muchos de sus templos estarían siendo abandonados, demolidos o traspasados a otras divinidades, como había ocurrido con los santuarios de sus antecesores en la soberanía del mundo. Probablemente, hasta su esposa Hera estaría abriendo las sábanas para acoger en su lecho al nuevo señor, sin importarle que en vez de cabellos tuviera serpientes, que su miembro viril fuera retorcido y escamoso y que su aliento oliera a azufre.

Pero si alguien pensaba que el poema de Zeus había llegado a su verso final y que iba a resignarse al olvido como su padre y su abuelo, ese alguien estaba muy equivocado.

—La Cólquide es perfecta —dijo Zeus—. Tengo un gran interés en visitar a un allegado mío que mora cerca de aquellas tierras.

—¿Has estado allí? —preguntó Cécrope, y su tono denotaba incredulidad.

—En más de una ocasión.

—¿Conoces a su rey Perifetes?

—¡Ah, hijo de Erecteo, quieres burlarte de este pobre viejo! ¿O es que no confías en lo que te digo? En el trono de Fasis no reina ningún Perifetes, sino Eetes, hijo de Perseide y cuñado del gran Minos. ¿Es necesario que añada, para que creas en mi palabra, que en el roble más alto del bosque que crece a las afueras de Fasis está clavada la piel de oro de un carnero mágico?

—¡Basta, basta! Ya veo que conoces la Cólquide. Sabrás, por tanto, que la navegación hasta ese lugar está sembrada de peligros.

—Lo sé, pero eso no me disuadirá —dijo Zeus, y añadió, complacido en su propio papel—: Todos los humanos hemos de morir tarde o temprano.

—Zarparemos mañana al alba, pues se nos echa encima el invierno.

De hecho, les explicó Cécrope, con el tiempo que estaba haciendo y las alturas del año a las que se encontraban, la prudencia habría sugerido que se quedaran en Nauplia. Pero si pasaban el invierno sin comerciar, tal vez antes de la primavera se verían obligados a hervir las suelas de sus sandalias para tener algo que comer.

—Es preferible aventurarse en el reino de Poseidón. Nos ahogaremos por el camino o alcanzaremos la Cólquide. Y si llegamos, allí no moriremos de hambre.

Así pues, partieron al día siguiente. La
Salaminia
llevaba ánforas de vino y aceite, corazas de bronce fabricadas en Argos y valiosa orfebrería de Micenas. Una vez llegados a la Cólquide, las cambiarían por trigo y pescado en salazón: salmón, raya, esturión y rodaballo. E incluso oro de las montañas del Cáucaso, por el que podrían obtener una buena ganancia en tierras aqueas.

 

 

Todos los bienes que llevaba encima Zeus eran un grueso cíngulo, trenzado con miles de hilos de oro, y un anillo también de oro con un zafiro engastado. El anillo se lo dio a Cécrope para pagar el pasaje, reservando el cinturón para más adelante. Aquel objeto grueso y brillante provocó entre los marineros miradas de codicia, y también de curiosidad, pues era chocante ver un cíngulo tan valioso alrededor de una túnica raída y chamuscada como la que llevaba el viajero que se hacía llamar Próxeno.

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