Por lo demás, Zeus se había afeitado la barba como un cretense. Al pronto pensó en impedir que le volviera a crecer recurriendo a su propia naturaleza, como hacían sus hijos Apolo o Hermes; pero luego, al reparar en que un hombre barbilampiño de su edad aparente llamaría demasiado la atención, permitió que le asomaran unos pelillos grises de cuando en cuando para afeitárselos delante de todos y complementar su disfraz. Encorvado para disimular su estatura, sucio, sin barba y con los ojos tapados por un vendaje, ni los propios olímpicos lo habrían reconocido.
Alcides colaboraba en las tareas de carga y estiba, y remaba cuando llegaba su turno, aunque el piloto tuvo que reconvenirle para que no lo hiciera con tanto entusiasmo, pues se adelantaba a los demás y les hacía perder el ritmo. El muchacho, que a duras penas conseguía acomodar sus enormes piernas en la bancada, estaba encantado con la travesía. Sólo había visto el mar de pasada, cuando cruzó el istmo de Corinto; pero ahora, tras vomitar un par de veces el primer día, no tardó en acostumbrarse a los cabeceos y bandazos y se pasaba el día contemplando fascinado la estela que dejaba la nave tras de sí. Harto de cuidar vacas, aquélla era una aventura inesperada que, literalmente, le había caído del cielo.
La mitad de los cuarenta marineros de la
Salaminia
eran atenienses como Cécrope, y la otra mitad procedían de la propia Argólida. Por la noche dormían al raso, en las playas en las que embarrancaban la nave, y algunos de ellos se acostaban sobre el propio puente. La única cabeza resguardada de la intemperie era la de Cécrope, que disponía de una pequeña toldilla a popa. Zeus procuraba sentarse cerca de la amura de proa para respirar el aire fresco antes de que Este atravesara la cubierta y se impregnara de los diversos olores de los marineros. Privado de la vista, su oído y su olfato se habían agudizado en tal medida que podía reconocer quién se acercaba por el sonido de sus pasos y por el olor de su sudor y de su ropa.
Apenas habían pasado cinco días desde que Tifón le vaciara los ojos con sus garras, y ya estaban empezando a regenerarse. Los notaba como cuentas de vidrio duras y frías que se abrían paso entre los huesos de las órbitas y le despertaban una molesta comezón. Para evitar la tentación de rascarse, y también las preguntas inoportunas de los humanos, se había cubierto los ojos con un paño.
En el Olimpo y bajo los cuidados de Asclepio sus ojos no habrían tardado más de dos días en regenerarse. Sin ambrosía, ignoraba cuánto tiempo necesitaría para recobrar la visión. ¿Veinte, treinta, cuarenta días? En cualquier caso, demasiado para sus planes, pues cuanto más tardara en regresar más se acostumbrarían dioses y mortales a obedecer a un nuevo señor. Pero, si la
Salaminia
seguía la ruta que él preveía, tal vez encontrara una forma de recuperar la visión.
El problema seguía siendo su brazo. La carne cortada por la segur que castró a Urano no volvería a regenerarse. E incluso en el caso de que la leyenda estuviera equivocada y el poder de la hoz adamantina no fuera tal, aunque el brazo le volviera a brotar, ya no sería el mismo que forjaron para él los Cíclopes trenzando cables de metal con sus músculos y tendones. Con él, Zeus había perdido el arma que lo hacía invencible. Sin el rayo, ¿cómo podría regresar al Olimpo, derrotar a la criatura Tifón y sobreponerse a las conjuras de quienes le habían traicionado dentro de su propia familia? Pues era evidente que existía una conspiración contra él.
¿Quiénes estaban involucrados? Habría apostado el otro brazo a que su esposa era la primera implicada. En cuanto a la red que había impedido a su hijo Hermes ayudarle, era obra de Hefesto. El dios herrero haría cualquier cosa que le ordenara su madre, aparte de que Zeus, tenía que reconocerlo, nunca le había dado demasiados motivos para apreciarlo. Incluso el propio Hermes podía haber fingido que caía en la trampa.
¿Y la hoz, de dónde había salido? Se decía que aquella arma se había perdido en las profundidades del mar. El reino de Poseidón. Su hermano era de los dioses que más interés podría tener en derrocarlo. Nunca había aceptado de buen grado la primacía de Zeus. Sólo el rayo forjado por los cíclopes lo mantenía en su sitio.
El rayo, el rayo. Todo volvía al rayo. Necesitaba recobrar su arma, o conseguir otra que fuera al menos igual de poderosa. Desde el Espejo del Tiempo, Cronos le había vaticinado que sería vencido, humillado y mutilado. Hasta ahí, todo se había cumplido. También había asegurado que sufriría la más terrible de las pérdidas. ¿Se trataba de una redundancia que repetía lo anterior? No: Zeus se temía que cada una de las palabras de Cronos acarreaba su propio significado y que aquella pérdida aún le aguardaba en el futuro.
El futuro.
El secreto del futuro está enterrado en el pasado
, había dicho Cronos. Con esas palabras tenía que referirse a lo único que de verdad importaba en todo el cosmos: el poder. Así pues, era el secreto del poder lo que debía buscar en el pasado. Con él se aseguraría el futuro.
Acodado en la amura y aspirando el olor a sal, Zeus cavilaba sobre el poder absoluto. Él lo había ejercido merced al rayo. Cronos había sido su antecesor. Para mantenerse en el trono, su padre se había valido de su astucia y su falta de escrúpulos, y también del ascendiente que ejercía sobre sus hermanos los Titanes. ¿Y Urano, primer soberano del mundo? ¿Cómo lo había hecho él? ¿En qué había basado su poder para sojuzgar a la indomable Gea?
... Urano, que
había puesto todo su poder y su sabiduría en los cinco anillos que gobiernan el firmamento, amenazó con utilizarlos para lanzar sobre Gea el fuego celeste que sobrepasa en poder y destrucción a los demás fuegos de la tierra como la lava del volcán a la llama de una mecha...
Así lo había recitado Hermes en aquella posada de Arcadia. Los anillos de Urano. Para Zeus sólo habían sido una expresión, un oscuro juramento que él mismo utilizaba y cuyo verdadero sentido se le escapaba. En una ocasión, cuando era muy joven y aún no había emprendido el asalto del Olimpo, le preguntó a su abuela por ellos. Gea le dijo que tales anillos no existían, que sólo eran una leyenda: la única forma en que podía conquistar el poder era liberar a los prisioneros del Tártaro, los hecatonquiros y los cíclopes. Zeus había seguido su consejo y gracias a él había conseguido el rayo.
En cualquier caso, Gea era parte interesada, así que Zeus no podía fiarse de esa información. Si ese poder superaba en tanto al de Gea que Urano lo había utilizado para violarla, era lógico que ella quisiera ocultar hasta el conocimiento de su misma existencia.
¿A quién podía consultar Zeus? Se le había pasado por la cabeza la idea de visitar a su madre. Pero Rea había renunciado a la compañía de los otros dioses, se hacía llamar Cibeles y vivía en Frigia, rodeada de ménades y de sacerdotes que se castraban para consagrarse a ella. Además, Rea no tenía demasiada personalidad y siempre había sido una especie de prolongación de su propia madre Gea. Mejor no mostrarse ante ella.
Había una persona versada en el conocimiento del mundo antiguo y en la ciencia de los titanes, pues él mismo era hijo de Jápeto, uno de los más poderosos de su estirpe. Pero era dudoso que esa persona accediese de buen grado a compartir sus conocimientos con él. Mucho tiempo atrás, Zeus había ordenado a Hefesto y a dos divinidades llamadas Cratos y Bíos que lo colgaran de unas cadenas de hierro en el monte Estróbilo, el pico más alto del Cáucaso.
No, no parecía probable que Prometeo quisiera colaborar con él. Prometeo, que se jactaba de haber creado a los hombres en su torno de alfarero cuando Zeus aún no se había convertido en soberano celeste, y también de haberles concedido el don de la palabra, e incluso de la arcana escritura. Prometeo, que se hacía llamar benefactor de la humanidad, que había enseñado a los mortales el dominio del fuego y la ceremonia del sacrificio. Prometeo, a quien Zeus había castigado porque le quería arrebatar el cariño y la adoración de los hombres.
Pero el caso es que, si quería averiguar el paradero de los anillos de Urano y conocer el poder que encerraban, no tenía nadie a quien recurrir salvo al curioso, metomentodo y sabio Prometeo.
Por suerte, la Cólquide yacía al pie de las montañas del Cáucaso, no muy lejos del Estróbilo.
Por las noches, Zeus se negaba a bajar a tierra y se tendía sobre la cubierta. No quería que ninguna parte de su cuerpo tocara el suelo, salvo los pies. Las botas, esperaba, evitarían que Gea pudiese averiguar su paradero; pues la ternera de cuya piel las habían confeccionado no había llegado a ver la luz ni posarse jamás sobre la tierra, y Gea no podía saber de su existencia.
La segunda noche pernoctaron en el Sunión, al sur del Ática. Allí, mientras los demás dormían, un marinero llamado Parrasio se acercó a Zeus. Este escuchó sus pasos y reconoció su olor. Parrasio se detuvo a su lado y se arrodilló sobre la tablazón. Sin duda venía buscando el cíngulo. Se iba a llevar una buena sorpresa cuando su presunta víctima le rompiera todos los huesos de la mano. Pero antes de que Zeus llegara a moverse, se oyó la voz de Cécrope.
—No se te ocurra tocar a mi huésped.
—¿Tú huésped? —protestó el marinero—. ¿Por la miseria que te ha pagado? Con ese cinturón tienes para pagar a toda la tripulación.
—¡Es mi huésped, te digo!
A la mañana siguiente, para satisfacción de Zeus, Cécrope dejó a Parrasio en tierra y reclutó a otro marinero en la aldea de Tórico. Ese mismo día, a media tarde, llegaron al extremo sur de la isla de Eubea. Zeus recordaba que allí, en un promontorio del cabo Cafareo, había un templo construido en su honor. Para su desaliento, cuando se acercaban a él le llegó el olor de un incendio.
—¿Qué pasa? ¿Qué se está quemando? —preguntó a Alcides.
—Un templo, en lo alto de un cantil. El fuego se ha extendido a unos arbolillos cercanos. Deben ser encinas... No, espera, creo que son acebuches.
—¡Me importa un comino qué árboles sean! ¿Alguien está apagando el incendio del templo?
—Más bien diría que lo están avivando. Hay unos jinetes alrededor... Espera, oigo gritos. ¡Los muy bastardos nos están tirando flechas incendiarias!
Al parecer, se hallaban demasiado lejos para que las saetas los alcanzaran; pero aún así Cécrope ordenó al timonel que virara a estribor y se alejara de la costa. Alcides pidió a un marinero que le prestara un arco, puso una flecha en él y disparó.
—¡Bravo, muchacho! —le felicitó Cécrope—. ¡Has acertado a más de un estadio!
—Ése no es un jinete —dijo Girtón, el segundo oficial del barco—. ¡Es un centauro!
Desde la distancia llegaron gritos de rabia y frustración. Zeus reconoció el peculiar ululato de los centauros, mezcla de alarido humano y relincho equino. Que los hombres-caballo se dedicasen a quemarle los templos significaba que las noticias sobre su derrota a manos de Tifón se estaban propagando a los cuatro vientos. Y que disparasen flechas contra un barco tripulado por humanos sin provocación previa significaba que la guerra contra los hombres de la que le había advertido el viejo Quirón había empezado ya.
Dos días después se encontraban en el centro de un triángulo dibujado por las islas de Esciros, Lemnos y Lesbos, una vasta zona de mar abierto que Cécrope quería dejar atrás cuanto antes. El cielo se había despejado un poco, pero soplaba un fuerte céfiro que, si bien no perjudicaba su avance, levantaba una marejada que hacía cabecear el barco con violencia. Al oír los chillidos de las gaviotas, Zeus supo que se acercaban a la isla que quería visitar. Desde el aire, según recordaba, tenía forma de triángulo, con los bordes recortados como un gran puñal de sílex.
—Quiero desembarcar en esa isla —le dijo a Cécrope.
—¿Ésa? Si ni siquiera tiene nombre. Allí no habita nadie desde hace mucho tiempo.
—Desde hace veinte años, para ser precisos.
—¿Lo ves? Mucho tiempo —replicó Cécrope.
Zeus soltó una carcajada seca. A los humanos, y más si eran jóvenes, unas cuantas décadas se les antojaban una eternidad. Pero él sabía que en aquella isla que Cécrope creía desierta moraban unas peligrosas criaturas a las que le interesaba sobremanera encontrar, sin que ellas, por su parte, averiguaran su presencia.
—Mi tío Alexias, el marino, me advirtió de que nunca se me ocurriera acercarme a esa isla —insistió Cécrope—. Según me dijo, está maldita.
Zeus oyó pasos y susurros a su alrededor. Los marineros, que, salvo los encargados de las velas y el timón, estaban ociosos, se habían congregado a su alrededor para escuchar la conversación, y algunos de ellos repetían en voz baja la palabra maldita.
—Algo de razón llevaba tu tío —reconoció Zeus—. Escucha, llévame a la toldilla.
Allí se sentaron los dos y compartieron un vino de Trecén. Acostumbrado a degustar en el Olimpo los mejores caldos del mundo, Zeus pensó que aquél sabía a vinagre, pero lo bebió sin torcer el gesto por respeto a su anfitrión.
—¿Por qué quieres desembarcar en ese lugar? —le preguntó Cécrope.
—Tengo mis propias razones.
—Si no eres más explícito, me resultará difícil convencer a los marineros de que atraquemos en un lugar inhóspito del que nada bueno se cuenta. Eso, por no hablar de convencerme a mí mismo.
Zeus se soltó el cíngulo de hilos de oro.
—Toma esto. ¿Cuánto calculas que pesa?
—Hmmm... —Cécrope tomó el cíngulo y lo sopesó—. Diez minas, tal vez doce.
—¿Y eso es mucho?
—¿Bromeas? ¿Doce minas de oro?
Zeus no supo qué contestar. Sospechaba que su cinturón debía ser muy valioso para los humanos. Él nunca había tenido que molestarse en calcular el valor de las cosas, pues desde que se convirtiera en soberano del mundo todo le había venido regalado. Para él, el oro no era más que un hermoso metal que no se corroía ni oxidaba.
—¿Si te lo doy, me desembarcarás en la isla?
—¿Bromeas? Por esto, sería capaz de cruzarte al otro lado del río Aqueronte.
—En ese caso, quédatelo. Es tuyo.
Cécrope se encogió de hombros. Ignoraba qué clase de loco era aquel pasajero que llevaba encima más de diez minas de oro y al mismo tiempo vestía una túnica chamuscada y unas botas malolientes. Pero, mientras le pagara bien, no le importaban demasiado sus motivos.
Lo cierto era que, por muy excéntrico que fuese, el tal Próxeno le resultaba simpático. Era todo un personaje. Aunque iba siempre encorvado y apoyado en un bastón, sobrepasaba en altura y anchura de hombros a todos los marineros de la Salaminia, salvo al mocetón que lo acompañaba. Además, irradiaba un aura de nobleza y autoridad inconfundible para alguien que, como Cécrope, conocía de cerca la aristocracia. De hecho, Próxeno, ciego y manco, con las ropas hechas jirones, parecía más rey que el propio Erecteo, su padre, vestido de gala y sentado en su trono.