Señores del Olimpo (23 page)

Read Señores del Olimpo Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
11.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cómo puedes ser tan mezquina? —preguntó Hefesto.

—Sé generoso tú, que ya eres lo bastante feo y no puedes empeorar.

—Calma —dijo Apolo—. Por más que os duela oírlo, debemos racionar la ambrosía.

—¡Sobre mi cadáver! —exclamó Afrodita.

—Sobre tu cadáver podría ser, si por obra de Tique los gigantes llegan hasta el Olimpo y tenemos que combatir contra ellos. Es preferible guardar la ambrosía por si cualquiera de nosotros sufre heridas graves.

Ares empezó a gritar, ofendido de que su hermanastro pusiera en duda su victoria. En segundos se levantó un guirigay de bravatas, voces destempladas y reproches de viejas ofensas. Atenea, aprovechando la confusión, tomó a Ártemis de la mano y la sacó del corro. Al amparo de una gruesa columna, le preguntó:

—Afrodita me contó que tú le habías pedido la red mágica que Hefesto tejió para atraparla. ¿Es verdad?

Ártemis se volvió a un lado, como si quisiera evitar no sólo la mirada de Atenea, sino también su cuerpo. Pero ella la agarró por el brazo y la obligó a volverse. Un destello de rabia brilló en los ojos de la diosa cazadora.

—No tengo por qué rendirte cuentas de nada de lo que hago —susurró.

—Si lo que haces tiene que ver con la traición que ha sufrido nuestro padre, sí. Además —añadió, señalando a Afrodita, que seguía en su diván, contemplando divertida cómo discutían los demás dioses—, ¿cuánto crees que tardará esa cabeza hueca en mencionarlo? Dime para qué la querías.

—Se... se la pedí a Afrodita para capturar a una cierva en Cerinia. Era la única forma de hacerlo sin causarle daño.

—¿Qué hay de peculiar en esa cierva?

—Es blanca y tiene los cuernos de oro. Quería ponerle mi marca para evitar que nadie tuviera la osadía de cazarla.

—Una historia muy poco convincente.

—¡No opines de lo que no sabes! ¡Tú sólo entiendes de alcobas, telares y recintos amurallados! ¿Cuándo fue la última vez que pisaste un bosque?

—Eres tú quien debe responder preguntas, Ártemis.

—No creerás de verdad que yo estoy involucrada en esto. ¡Zeus también era mi padre!

—¿Sí? ¿Qué tramabais entonces hace unos días cuando os sorprendí en el jardín y os quedasteis todas calladas?

—Estábamos criticando a Zeus, lo reconozco —dijo Ártemis—. Hera se sentía muy dolida con él. Decía que Zeus la humillaba negándose a admitirla de nuevo en su alcoba, y que todo el mundo lo sabía. Al parecer, estaba pensando en darle alguna lección. No sé si se refería a lo que ha sucedido...

—¿Una lección? ¿Llamas una lección a sacarle los ojos, cortarle la mano y dejar que sea devorado por un monstruo? ¿Qué sería para ti entonces una venganza?

—No sé. Yo no creo que Hera estuviera pensando en eso. Estaba muy dolida con Tetis porque era ella quien la había invitado a pasar una temporada en el Olimpo, y mira cómo la había pagado. Piénsalo: Tetis fue quien le entregó la hoz a Hermes...

—Ya. ¿Y qué hay de la red?

—¡Te juro que me la robaron de la alcoba! La tenía guardada en un arcón. Debió de ser Tetis...

Ya
, pensó Atenea. Tetis había regresado con su padre Nereo el mismo día en que Zeus partió para combatir a Tifón. Después de una visita que se había prolongado por dos años, era sospechosa tanta prisa por marcharse, pues no se había despedido de la mayoría de las divinidades. Pero, por otra parte, qué oportuno resultaba culpar de todo a una diosa que ya no estaba en el Olimpo.

Los demás dioses seguían discutiendo. La amenaza de los gigantes y, sobre todo, la posibilidad de quedarse sin ambrosía parecían preocuparles mucho más que la caída de Zeus. Alguien había abierto el cofre y lo había dejado sobre una mesita. Desde su interior, los ojos del dios del rayo miraban a Atenea.

Te aborrezco.
Ya no eres mi hija
, parecían decirle.

Pero tú sí eres mi padre
, pensó Atenea, y cerró la cajita y tiró del brazo de Apolo.

—¿Puedes regenerarlo?

—No lo sé. Debería hablarlo con Asclepio.

—¿Y a qué estamos esperando? Deja que éstos se sigan desgañitando aquí y vamos a hacer algo útil.

 

El sanatorio del Olimpo, que habitualmente estaba vacío, tenía ahora más inquilinos que nunca. Sumergido en su urna de cristal, el corazón de Zagreo seguía palpitando. Atenea observó que le habían brotado algunas ramificaciones con cierto aspecto de válvulas, venas y arterias. En un lecho algo apartado, un mortal que debía ser Catreo dormía cubierto por una gruesa frazada. Y ahora, además, los ojos de Zeus los observaban desde su propia cárcel de vidrio.

—Tifón me lo pone cada vez más difícil —dijo Asclepio—. Primero un corazón, ahora unos ojos... ¿Qué será lo siguiente, un par de uñas?

—No seas irreverente —le advirtió Apolo—. ¿Puedes hacerlo o no?

—Diría que es imposible, pero aún así lo intentaré.

—Zagreo se está regenerando... —aventuró Atenea.

—Perdóname, diosa, pero lo único que podemos decir es que ese corazón está creciendo. Aún no sabemos si lo que salga de él se parecerá al dios que conocíamos como Zagreo o será un informe amasijo de carne.

Con frialdad, el médico introdujo los dedos en la ambrosía y clavó en cada uno de los ojos un fino tubo dorado, como había hecho con el corazón de Zagreo.

—Cuando salgamos de aquí, te dejaré encerrado —dijo Apolo—. Nadie más que Atenea o yo podrá entrar.

—¿A qué se debe esa precaución, padre? —preguntó Asclepio, mientras se secaba las manos.

—Tienes aquí una cantidad de ambrosía que equivale al menos a un barril. Prefiero que ningún dios se acerque por la enfermería.

—Y, sobre todo, ninguna diosa —añadió Atenea.

—¿Qué pasa aquí? —musitó Asclepio.

Ante su mirada impotente, los ojos se estaban deshaciendo, y en segundos quedaron reducidos a unas repugnantes hilachas blancas y negras flotando en la ambrosía.

—¿Qué significa esto? —preguntó Atenea, alarmada.

—Sólo puede ser una cosa —respondió Asclepio—. Los ojos de Zeus se han descompuesto porque si se regeneraran, duplicarían a su dueño, y eso es imposible. No pueden existir dos dioses iguales a la vez.

—Explícate.

—Muy sencillo, Atenea. Tifón no ha aniquilado a Zeus. Tu padre sigue vivo.

El regalo de Perseo

En la parte norte de la Argólide, a las afueras de Micenas, el joven Alcides contemplaba las estrellas tumbado sobre una gran piedra y revolviendo un tallo seco entre los dientes. La noche era tranquila, las vacas que cuidaba estaban recogidas en la majada y los perros dormitaban.

Alcides no había sido siempre pastor. Su historia era un tanto complicada. Hasta hacía un mes había vivido en Tebas, a cuatro días de marcha de Micenas. En realidad, la ciudad natal de su padre era Tirinto, en la Argólide, pero lo desterraron y no tuvo más remedio que huir al norte. Cuando llegaron a Tebas, el rey Creonte los acogió. Fue allí, pues, en la capital de Beocia, donde nacieron Alcides y su hermano mellizo, el enclenque Ificles. Su madre solía decir que Alcides había absorbido toda la sustancia de Ificles mientras ambos estaban en la matriz, y que si el embarazo, que duró un mes más de la cuenta, se hubiera prolongado, Ificles habría nacido seco y arrugado como una pasa.

Era el propio Creonte, protector de su padre, quien se había empeñado en despachar a Alcides lejos de Tebas y de vuelta a la Argólide. El problema del muchacho era su desmesurada fuerza física. Ya de pequeño, nadie quería jugar con él, pues cuando practicaba la lucha con los demás niños les rompía los brazos y las piernas; y cuando los hermanos mayores de los heridos venían a zurrarle, también les quebraba los huesos a ellos y, aunque le sacaran tres cabezas, les saltaba los dientes. Un día se le fue la mano y dejó a uno con el cuello vuelto del revés. Aquella vez no lo desterraron porque el muerto era el hijo de un simple campesino que trabajaba las tierras de un amigo de su padre, pero le prohibieron que volviera a pelear con nadie.

Durante un tiempo, los destrozos ocasionados por su fuerza se habían limitado a muebles rotos, ánforas hechas añicos, tres puertas desvencijadas de sus goznes y una pared de encofrado demolida de un cabezazo. Pero lo más grave ocurrió cuando cumplió diecisiete años y empezó a tomar lecciones de música y poesía con su hermano Ificles. Ambos tenían como maestro al célebre citaredo Lino, que cobraba una pequeña fortuna por sus servicios. Alcides no entendía por qué debía aprender a tocar la lira en vez de dedicarse a disparar el arco, la única disciplina guerrera que, al no requerir contacto físico con nadie, se le permitía practicar. La música le desesperaba. No tenía buen oído, pero el mayor problema eran sus dedos, tan grandes que no le cabían entre las cuerdas. Por mucho cuidado que pusiera, siempre pulsaba dos o tres notas a la vez, lo que provocaba unas disonancias que ponían de punta los escasos cabellos de Lino.

—¡Burro, más que burro! —le insultaba el citaredo—. ¡Deberías aprender de tu hermano! ¡Parece mentira que seas hijo de un caballero tan distinguido como tu padre!

Un día en que ya había roto tres cuerdas, la frustración lo llevó a tirar la lira. Por desgracia, lo hizo con tanta violencia y tan mal tino que el instrumento se estrelló contra la sien de Lino, le aplastó los sesos y lo mató en el acto. Al menos, eso alegó él, pues su hermano Ificles juró que Alcides había apuntado a propósito contra la cabeza del maestro. Los tebanos se indignaron tanto que el rey Creonte, aunque estaba unido a su padre por vínculos de hospitalidad, no tuvo más remedio que desterrar a Alcides. Lo enviaron, pues, a la tierra de sus antepasados. Allí, a las afueras de la dorada Micenas, el joven apacentaba los rebaños de bueyes que la familia aún conservaba gracias a la mediación de un primo. Pero su padre le advirtió:

—No se te ocurra entrar en la ciudad.

Al parecer, el hombre temía que ni las célebres murallas ciclópeas de Micenas pudieran contener el vigor de su hijo. En realidad, sospechaba que Alcides, con su testarudez habitual, desobedecería su orden y visitaría la ciudad, donde su tamaño y su fuerza no tardarían en despertar el recelo del rey Esténelo. Con un poco de suerte, Este se libraría del bruto de su hijo o, aún mejor, Este acabaría con el rey, culpable de su destierro.

Alcides llevaba ya un mes cuidando los rebaños en los pastos que se extendían al norte de la llanura de la Argólide. Su única compañía era Téutaro, un bárbaro escita que no conocía más de cien palabras en griego, pero que era capaz de acertarle a un gorrión con una flecha en pleno vuelo. Alcides, aburrido ya de ver hierbajos, pedruscos, cuernos de vaca y las barbas de Téutaro, estaba sopesando si hacer una visita a Micenas, cuyas antorchas brillaban en la distancia recortándose contra la mole pétrea del monte. Eso sí, pensaba él, haría la visita de incógnito. Como si un mocetón que a los diecisiete años ya medía casi cuatro codos de pies a cabeza y otros dos de hombro a hombro pudiera pasar desapercibido en algún sitio.

Aquella noche soplaba un viento frío que había despejado el cielo. Tan sólo algunas nubes oscuras desfilaban en las alturas, como lobos a la caza de ovejas celestes. La luna había salido hacía unas horas. Al verla redonda y blanca Alcides, que siempre tenía hambre, se acordó del queso de cabra que le quedaba en el zurrón.

Esa noche había divisado ya dos estrellas fugaces. De niño, su madre le contó que su bisabuelo Perseo, un gran héroe, moraba en los cielos junto a su amada Andrómeda. Tras escuchar esa historia, Alcides pensó que aquellas luces que se desplomaban del firmamento eran regalos que le enviaba su antepasado, y que sólo tenía que fijarse dónde caían para correr a recogerlos. Sabía que las armas más poderosas y mágicas del mundo se forjaban con el metal que llovía del cielo, y estaba dispuesto a conseguir un buen fragmentó para llevárselo al mejor herrero y encargarle un hacha y una espada. Pero las luces siempre se apagaban mucho antes de alcanzar el suelo y no podía seguir el final de su trayectoria.

Sin embargo, el tercer objeto celeste de aquella noche fue muy distinto. En vez de trazar un arco centelleante hacia el suelo, voló despacio y casi en horizontal sobre los montes al este de Micenas, con una luz más duradera e intensa. Al verlo, Alcides bajó de la piedra de un salto y despertó a Téutaro sacudiéndolo con lo que él consideraba delicadeza. El escita abrió los ojos, masculló una maldición en su idioma y luego le preguntó a Alcides qué pasaba.

—¡Allí! ¡En el cielo! ¡Mira antes de que se apague!

Pero la estrella fugaz, lejos de apagarse, llameaba cada vez con más brillo, y su trayectoria se volvía más errática. Pasó sobre sus cabezas, y en ese momento se oyó un espantoso bramido, como el rugido de un león amplificado por el eco de mil montañas, y luego un grito que parecía humano, y después las llamas se apagaron.

—¿Qué es eso? —se preguntó Téutaro.

Alcides no le contestó. Su aguda vista había distinguido que la estrella fugaz se dividía en dos sombras. Una, que aún brillaba tenue, como rescoldos de hoguera, siguió volando hacia el norte mientras que la otra, más pequeña y oscura, había caído sobre una loma cercana. ¡Allí estaba la roca del cielo, el regalo de Perseo! Sin perder más tiempo, Alcides recogió el zurrón y el arco y echó a correr.

—¡Encárgate de las vacas! —le dijo a Téutaro mientras se apresuraba hacia la colina, seguido por su perro Cólax.

Las piernas de Alcides eran tan fuertes y resistentes como el resto de su cuerpo. Aunque aquella loma se hallaba a unos diez estadios, no tardó en llegar a ella y subió la pendiente a la carrera.

Para su decepción, allí arriba no había ningún meteorito. Lo que encontró, en cambio, fue un cuerpo humano, tendido boca abajo y con las ropas aún humeantes. Alcides le dio la vuelta con el pie. El hombre era muy grande y pesaba tanto como una novilla de buen tamaño. Le faltaba medio antebrazo derecho y cuando Alcides se acuclilló a su lado comprobó que no tenía ojos.

El hombre le agarró de la túnica con la mano izquierda y se incorporó. Alcides le cogió por la muñeca para soltarse, pero jamás en su vida había sentido un apretón tan fuerte como el de aquellos dedos. A duras penas consiguió zafarse de él, y hacerlo le costó un buen manojo de pelos del pecho.

—Tranquilo —dijo Alcides—. No voy a hacerte daño.

—Esa voz... Es humana...

—Pues claro. Soy un hombre. ¿Qué querías que fuera?

—Sácame de aquí ahora. Esa criatura va a volver.

Other books

Touched by Lilly Wilde
Swimming to Tokyo by Brenda St John Brown
The Eye of the Beholder by Darcy, Elizabeth
Little Author in the Big Woods by Yona Zeldis McDonough
No Place for a Lady by Joan Smith
The Tower of Bashan by Joshua P. Simon
Be My Baby by Andrea Smith