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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (14 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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Pero eso podía cambiar. ¿Por qué tenía que aguantar el amargo carácter de Hera, sus reproches, su falta de visión, su aburrida cháchara? Él era Zeus, hacedor de leyes y señor de la justicia, y podía inventar nuevas normas.

Alguien llamó a la puerta. Zeus levantó una mano. La puerta se abrió por sí sola y la bella Tetis entró al aposento, tan delicada como si se deslizara sobre agua. Llevaba la misma túnica de algas que se había puesto para la asamblea. Según caminaba, la luz que entraba por el balcón insinuaba transparencias juguetonas entre sus muslos y bajo sus brazos.

—No sabía si te decidirías a venir.

—¿Cómo no iba a hacerlo, mi señor?

Tetis se acercó más. Olía a perfume marino, y sus ojos rasgados, casi felinos, le miraron con deseo. Zeus tiró de ella y la sentó sobre él. Cuando la bella nereida se quiso dar cuenta, ya tenía dentro al rey de los dioses. Tetis gimió.

—¿Te duele?

—Un poco, mi señor. No me esperaba encontrarte tan... pertrechado.

Zeus soltó una carcajada, halagado, y soltó los broches del vestido de Tetis. La túnica resbaló sobre sus hombros, se enganchó un instante en sus pezones erguidos y luego se deslizó hasta la cintura. Al ver los pechos desnudos de la diosa, Zeus se sorprendió. Dos bandas, una dorada y otra plateada, se cruzaban rodeándolos.

—El ceñidor de Afrodita... —dijo, recorriéndolo con los dedos. Las bandas eran metálicas, pero a la vez resultaban elásticas. Aunque ya las había visto en el cuerpo de Hera, en aquella ocasión no se le había ocurrido tocarlas—. ¿Por qué te lo has puesto? No lo necesitas para inflamar mi deseo.

—Quería sentirlo sobre mi cuerpo, y Afrodita es buena amiga mía —respondió la nereida—. ¿Sabes que estas cintas son muy curiosas? Se adaptan a quien se las pone. Porque yo no tengo las medidas de Afrodita. No te molestará que sea menos voluptuosa... —añadió en tono mimoso.

—Sólo me molestan de ti tus ausencias.

—¡Eres un embaucador!

Tetis subió los brazos y Zeus le quitó las cintas.

—¡Fuera! —dijo Zeus, arrojando las bandas de metal a un lado—. Lo que me pone caliente son tus pechos y tus muslos, y no ese artilugio.

—Afrodita lo considera su mayor don, porque asegura que lo heredó de su padre —dijo Tetis—. Pero yo creo que no necesita más atributos que su propio cuerpo para despertar el deseo.

—Tú despiertas mi deseo mucho más que Afrodita...

Hicieron el amor durante horas, hasta que empezó a caer el sol. Terminaron sobre una gruesa piel de oso blanco que Apolo le había regalado a su padre. Entre carcajadas, Tetis separó las piernas, con los muslos irritados de soportar el roce incansable de las caderas de Zeus.

—¡Piedad, rey de los dioses! —imploró, juntando las manos.

Zeus se levantó, sirvió vino enfriado con nieve de las cumbres inferiores del Olimpo y le pasó la copa a Tetis. Ella se sentó sobre la piel de oso y dio un buen trago.

—Cualquiera diría que tenías algo que demostrar, mi señor.

—¿Demostrar? —Zeus se enrolló el himatión en la cintura y se sentó frente a la diosa. No le gustaba estar desnudo después de fornicar.

—Me has hecho el amor como un poseso.

—Tal vez porque hace dos años que no lo hago con Hera —dijo él, bebiendo de donde Tetis había posado los labios.

Tetis enarcó una ceja. Al parecer, no creía que Zeus se hubiera mantenido célibe desde entonces; pero le siguió la corriente.

—Lo siento por ella, que se lo ha perdido. Si yo fuera tu esposa, lloraría amargamente cada noche que pasaras alejado de mi lecho.

Zeus se levantó y recogió del suelo la cinta dorada. Observó que tenía grabada una cruz gamada, tal vez un signo solar. Al deslizar por ella los dedos semimetálicos de su mano derecha, saltó una chispa, y la banda se puso rígida formando una circunferencia perfecta.

Se preguntó si aquel ceñidor poseía de verdad poderes amorosos. Porque se le acababa de ocurrir una insensatez.

—Tetis, ¿y si me casara contigo?

Ella abrió unos ojos como platos.

—¿Casarte conmigo? Yo... Mi señor, no me esperaba esto...

Zeus volvió a sentarse en el macizo sitial. Tetis se envolvió con una de las patas del oso blanco y se dedicó a acariciarse el rostro con su suave pelaje. A Zeus se le antojó un gesto adorable.

—¿Qué me contestas?

—Estás casado, mi señor. He venido al Olimpo invitada por tu esposa, y siento un gran respeto por ella.

—Todos los que están en el Olimpo son mis invitados, no los de ella. Olvídate de esa bruja. ¿Te gustaría ser la reina de los dioses?

Tetis miró a Zeus con timidez, sin subir la barbilla.

—Mi señor, ¿no hay una norma por la que el señor de los cielos debe desposarse con su propia hermana?

—No existe tal norma —respondió él, algo irritado—. Simplemente ha sido una costumbre hasta ahora. Pero las costumbres se pueden cambiar. Y en cuanto a las normas, es el soberano del Olimpo quien las dicta.

Zeus recogió el vestido de Tetis y se lo ofreció. Si seguía viéndola desnuda, se abalanzaría sobre ella, y no quería parecer demasiado ansioso. Eso le daría a la nereida poder sobre él, y no estaba dispuesto a que ocurriera algo así. Ya había sufrido demasiados chantajes por culpa de diosas y mujeres.

—Mañana partiré, y probablemente estaré fuera unos días. Puedes pensártelo mientras tanto, pero cuando vuelva quiero una respuesta. Si me dices que sí, repudiaré a Hera y la enviaré a vivir a su amada Argos, o al palacio de nuestro hermano Poseidón.

Ella se cruzó el ceñidor de Afrodita sobre los pechos, y después se puso la túnica.

—¿Aceptarás un no por respuesta?

—Mientras estoy fuera, pregunta si alguna vez lo he hecho —dijo.

Antes de irse, Tetis se dio la vuelta y apoyó las manos en los hombros de Zeus, con gesto preocupado.

—Cuando venía hacia aquí me crucé con tu hija Atenea. Noté algo raro en ella.

—¿Raro? Puede ser. No estaba muy conforme con mis últimas decisiones.

—Hmm. No es ésa la impresión que he tenido yo. Diría que es algo distinto, pero supongo que estoy equivocada.

—¿A qué te refieres? No hables en enigmas.

—Pregúntale a Afrodita, que es la experta en estas cuestiones. Tal vez ella sepa algo más. Pero yo sospecho que tu hija, la doncella guerrera... ha dejado de ser doncella.

—¿Cómo lo sabes? —gruñó Zeus, y sin querer apretó el hombro de Tetis con la mano del rayo. Ella puso un gesto de dolor y le agarró la muñeca.

—Una diosa siempre sabe esas cosas...

La fragua de Hefesto

Cuando Zeus disolvió la agitada asamblea de los dioses, Hefesto se apresuró a bajar a su fragua. En el mismo centro del Olimpo se abría un pozo inmenso que descendía por el corazón de Pirgos hasta hundirse en las entrañas de la tierra, por debajo del nivel de la llanura que rodeaba la montaña. En ese pozo el dios había construido una plataforma de metal que bajaba a una velocidad vertiginosa por un ingenioso sistema de contrapesos y cadenas.

Hefesto trabajaba todos los días. El esfuerzo físico le hacía sentirse bien. Andar le resultaba fastidioso, por culpa de la cojera que tantas burlas le acarreaba entre los demás dioses, pero le encantaba trabajar con las manos. Sus brazos eran muy fuertes, y eso le hacía concebir la esperanza de ser en realidad hijo de Zeus, pese a que el gran dios lo negaba; pues todos los hijos de Zeus habían heredado al menos parte de su extraordinaria fuerza física.

Sus brazos, sus manos, su ingenio: ahí terminaban sus virtudes. Hermes, aunque era poco más joven que él, solía burlarse de Hefesto llamándole «Segundo Nacido», pues entre los Terceros parecía el más viejo por su barba. Incapaz de controlar su crecimiento como hacían otros dioses, había renunciado a afeitársela. Además, le ayudaba a disimular la mandíbula inferior, que sobresalía de su rostro como una cornisa. Y qué más daba tener pelo en la cara, cuando aún era más enojoso el vello que cubría su pecho, sus brazos y, lo peor de todo, su espalda. Por no hablar del sudor. La primera noche que se acostó con Afrodita, ella sufrió un ataque de risa al verlo desnudo, y luego no dejó de arrugar la nariz y preguntar: ¿Quién se ha dejado aquí un queso de cabra? Entre unas cosas y otras, Hefesto apenas había sido capaz de cumplir el débito conyugal una docena de veces, aunque de sobra sabía que no era impotente. Llevaba años y años rogándole a su padre que le permitiera repudiar a Afrodita y casarse con otra diosa, aunque fuera con una humilde ninfa hamadríade, pero Zeus se negaba.

—Eres el hijo de Hera, protectora del matrimonio. Debes dar ejemplo.

Para colmo, Ares, el dios que más le había humillado, estaba de vuelta en el Olimpo. Sabiendo que Zeus no le haría caso, Hefesto había recurrido a su madre para que, al menos, disculpara su asistencia a la asamblea donde Ares sería recibido casi como un héroe.

—Es una asamblea formal —contestó Hera con aire distraído mientras inspeccionaba los bordados del manto que se iba a poner para la ocasión.

—¡Todos me estarán mirando y se reirán de mí!

—Eso es lo que tú piensas. Pero los demás dioses tienen cosas más importantes en qué distraerse que tus aburridas desavenencias matrimoniales.

Su madre nunca le había tratado tan mal como Zeus, pero cuando tenía que elegir entre Ares y él, la disyuntiva estaba clara. El pobre herrero cojo siempre perdía.

Hefesto sacudió la cabeza para ahuyentar pensamientos tan lóbregos. Ya había llegado al final del pozo. Bajó de la plataforma, recorrió un largo túnel y entró en su fragua. ¡Ah, aquél sí era su hogar!

En los cimientos del Olimpo se abría una caverna tan grande que podría haber contenido entero el palacio del Cranón. Aquel vasto espacio estaba dividido en numerosas salas abovedadas, separadas unas de otras por altísimas columnas que los propios cíclopes habían tallado en la roca viva. En realidad, la fragua de Hefesto era a la vez mina, fundición y forja. Los cíclopes, incansables, no cesaban de abrir galerías para extraer nuevos minerales; algo de lo que Gea se quejaba continuamente a Zeus, que procuraba despacharla con excusas. El suelo de la caverna estaba surcado de zanjas por las que fluían torrentes de lava y de metales fundidos. Reinaba un calor asfixiante, olía a azufre y escoria y el estrépito de los martillos sobre los yunques era ensordecedor. Pero allí, entre fuelles, hornos y crisoles, alumbrado por el resplandor de los metales al rojo vivo, Hefesto se sentía a sus anchas.

Entró primero en su taller privado, donde dejó el manto y la túnica y se vistió el mandil de cuero. Tenía allí varias mesas con cachivaches de todo tipo, y redomas y matraces que le servían para realizar experimentos de alquimia. Junto a las paredes aguardaban sentadas e inmóviles cuatro figuras doradas, su más ambiciosa invención: las mujeres autómatas. Las había fabricado con chapas de oro, y en su interior llevaban complejos mecanismos alimentados por carbón y vapor. Las tres primeras eran muy torpes, pero la última que había fabricado sabía moverse por toda la sala y obedecía órdenes sencillas. Hefesto la había vestido con un largo peplo, le había puesto una peluca negra y, cuando nadie le oía, la llamaba Atenea. Pues había forjado los rasgos de su rostro para que imitaran los de su hermanastra, a la que amaba en secreto, consciente de que nunca conseguiría sus favores. De haber sabido que la propia Atenea se había dado cuenta, con cierta lástima, de la atracción que despertaba en él, Hefesto se habría sentido morir de vergüenza.

Tras despedirse de la autómata, Hefesto salió del taller y cruzó la sala principal de la fragua. Había allí más de cien cíclopes. Cuando pasaba Hefesto, dejaban por un momento lo que estaban haciendo y le saludaban, pero en seguida reanudaban sus tareas, pues eran tan fanáticos del trabajo como él. Los cíclopes apreciaban al dios herrero, pero le trataban más con camaradería, e incluso con cierta divertida ironía, que con auténtica veneración.

Los cíclopes eran una raza muy antigua, más que los olímpicos y tanto como los titanes. Sus tres fundadores eran Brontes, Estérope y Arges, hijos de Urano y Gea. Sólo el primero había asistido a la asamblea de los dioses, pues sus hermanos llevaban ya tanto tiempo trabajando en las entrañas de la tierra que sus enormes ojos se habían adaptado a la oscuridad y apenas toleraban la luz del sol. Los humanos, en sus relatos, los equiparaban a veces con los gigantes, pero eran en realidad criaturas muy diferentes. Los cíclopes, aunque de gran estatura, raras veces sobrepasaban los seis codos de altura, y sus hombros no eran tan anchos. Sus miembros, además, eran de carne y hueso y no se convertían en piedra con el tiempo. Pese a su tamaño, poseían dedos finos y hábiles; y sin duda su rasgo más peculiar era el gran ojo en el centro de la frente.

Tras supervisar varios trabajos que le interesaban, Hefesto acudió a su propia fragua. A su lado trabajaban Brontes, el mayor de los cíclopes, y su hijo. Este era de los más altos entre su pueblo, pues medía seis codos y medio, aunque se le veía un tanto cargado de espaldas. Era joven para su raza (no tendría más de doscientos años), inquieto y amante de experimentar novedades. Ahora estaba forjando una espada para el propio Zeus. Aún le quedaba un templado final, y luego escribiría signos mágicos en ella con su propia sangre para hacerla inquebrantable.

A Hefesto no le convencía la forma de aquella arma, que era curvada y tenía un solo filo. Él había pensado en una hoja ancha, con dos filos, para que pudiera tajar en ambas direcciones. Pero Cerauno rodeó la espiga de la espada con un trapo, pues aún no tenía empuñadura, y la blandió en el aire para demostrarle que era práctica.

—Ten en cuenta —le explicó a Hefesto—que Zeus la va a blandir con la mano izquierda, mientras arroja sus rayos con la derecha. Con esta forma le resultará más cómoda de manejar.

—Bah, da igual. En cuanto se la entregue, soltará un bufido y la guardará en un arcón, como todo lo que le regalo.

—Al rey de los dioses siempre le ha gustado disimular el entusiasmo que siente por ti.

Hefesto no supo si molestarse por aquel comentario o agradecer su intención.

—¿Qué tal ha ido la asamblea? —preguntó Cerauno.

—¿No te ha contado nada tu padre? —dijo Hefesto, señalando a Brontes, que estaba repujando una carrillera para un yelmo—. Ya veo que se me ha adelantado.

—Demasiado tiempo en el exterior le molesta, ya sabes. Por la luz. Ignoro qué habrá pasado, pero no ha venido nada contento.

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