Señores del Olimpo (15 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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—No es para menos —dijo Hefesto—. Parece que todas las criaturas de la tierra están descontentas con Zeus.

—Tú pasaste mucho tiempo en Lemnos. ¿Te incluyes entre las criaturas de la tierra? —preguntó burlón Cerauno.

—No seas insolente —respondió Hefesto—. Me temo que van a tener problemas con los gigantes.

Brontes, sin levantar la mirada del yunque, soltó un bufido.

—¡Gigantes! —gruñó—. Criaturas salvajes y despreciables. Solo saben usar las manos para sacarse pedruscos de las orejas.

Siguieron trabajando durante horas, deteniéndose de vez cuando tan sólo para beber agua fresca y unas gotas de vino y para comer carne asada y pan; pues los cíclopes herreros, al contrario que sus parientes pastores de las islas, son criaturas civilizadas que conocen el pan y el vino.

Hefesto estaba ayudando a Cerauno con el último temple de la espada cuando, para su disgusto, apareció Ares. Lo escoltaban Fobos y Deimos, los perros de la guerra, que siempre lo acompañaban salvo cuando era recibido en las salas del Olimpo, pues Zeus no permitía la entrada en su palacio a criaturas tan desagradables. Fobos era casi tan alto como Ares, aunque más estrecho de cuerpo. Si es que tenía cuerpo, pues iba cubierto de placas de metal de la cabeza a los pies, y por las rendijas de su yelmo no se veía más que una sombra. Cuando caminaba por la tierra, las flores se marchitaban a su paso, los animales huían y la leche de las madres se cortaba en el pecho. Siempre le acompañaba un extraño olor que no era olor, una fetidez indescriptible que bajaba de la nariz al pecho y cortaba la respiración, como si un puño de acero apretara los pulmones por dentro. En cuanto a Deimos, era más bajo y caminaba encorvado como los simios de las tierras al sur de Libia. Su rostro estaba surcado de cicatrices que nunca dejaban de supurar. Bajo su capa asomaba una larga cola plagada de púas que usaba como arma, y tenía además un enorme mangual cuyos pinchos siempre estaban manchados de sangre.

—¡Eh, pandilla de tuertos, arrodillaos! —gritó Deimos mientras los tres pasaban entre los cíclopes—. ¡Ha venido mi señor, el dios de la guerra!

Casi todos ellos eran más altos que Ares, y aunque no estuvieran armados ni fueran tan fuertes y sanguinarios como el trío, de arrojarse sobre ellos con sus martillos y sus tenazas los podrían haber hecho trizas. Pero Hefesto había comprobado a lo largo del tiempo que los personajes tan violentos y crueles como Ares creaban a su alrededor un aura de temor que paralizaba a casi todas las criaturas.

Así pues, los cíclopes saludaron a Ares clavando una rodilla en el suelo, salvo los tres Primeros Nacidos, que se limitaron a inclinar la cabeza. Ares se acercó a Hefesto y Cerauno.

—¿Qué es eso que tienes ahí? —le preguntó al joven cíclope.

—Una espada.

—Ya me había dado cuenta de que era una espada. Trae, déjame verla.

El cíclope se la tendió. Ares la cogió por la espiga que luego habría de encajar en el arriaz, la sopesó y se la acercó a la cara para examinar el filo. Hefesto sabía que las curvas del templado eran perfectas, pero el dios de la guerra arrugó la nariz como si estuviera oliendo excrementos de cabra.

—Así que dices que esto es una espada... Yo diría más bien que es un machete de matarife.

Cerauno carraspeó, pero su padre le dio un codazo en las costillas para que se callara. Ares levantó la hoja en alto y la estrelló de plano contra el yunque. La espada se quebró en dos pedazos.

—¡Esa espada era para nuestro padre! —protestó Hefesto.

—¿De veras? Pues fórjale otra mejor, que no se rompa.

—Le has dado un cintarazo contra el yunque. ¿Cómo no iba a romperse?

—Bah, bah. Eso son tecnicismos. A ver, hermano, acércate un momento, que quiero hablar contigo.

Hefesto dio un par de pasos dubitativos. Ares se inclinó sobre él, le metió las manos bajo las axilas para levantarlo en vilo y lo puso de pie sobre un yunque. El dios herrero enrojeció al oír entre los cíclopes carcajadas sofocadas. Sin duda, su postura era ridícula.

—Ahora estamos a la misma altura. Me duelen los riñones cuando hablo contigo —dijo Ares—. ¡Ja, que gracioso! Cuando hablo con tu esposa también me duelen los riñones, aunque por otro motivo.

—¿A qué has venido? —preguntó Hefesto, rechinando los dientes.

—Me ha enviado mi padre. El viejo quiere que forjes armas.

—Eso es lo que estoy haciendo ahora.

—No, no. Hablamos de muchas armas. Miles de armas, para un gran ejército.

Interesado a su pesar, Hefesto asintió mientras Ares le explicaba lo que necesitarían. Grandes picas, arcos, puntas de flechas. Y también balistas, onagros, catapultas y hasta arietes, pues sus enemigos, los gigantes, era auténticas murallas móviles.

—En un mes lo tendremos todo —calculó Hefesto.

—¿En un mes? —preguntó Ares, incrédulo—. Le he dicho a nuestro padre que la campaña empezará en cinco días.

—¿Cinco días? ¡Eso es imposible!

—¿Imposible para Hefesto, el herrero mágico?

—¡Necesitaría ser el dios del tiempo para convertir cada hora en diez!

Ares le miró entrecerrando los ojos y apretando los dientes, y Hefesto se encogió, temiendo que fuera a golpearlo. Pero aquel gesto de estreñimiento significaba que el dios de la guerra estaba pensando.

—Entonces, tendrás que venir conmigo —decidió—. Harás lo que puedas en esos cinco días, y el resto lo fabricarás sobre la marcha.

—¿Sobre la marcha? No sé de qué me hablas.

—¡Brrrr! ¡Tu esposa a veces asegura que eres inteligente! Lo que digo es que te lleves tus yunques, tus fuelles y toda esa porquería, y que traigas a tus cíclopes contigo. Me acompañarás en la campaña contra los gigantes y forjarás armas mientras avanzamos hacia el Istro. ¡Ah! Además quiero que me fabriques una armadura nueva. De hierro. Y ésa no se la encargues a tus cíclopes: quiero que la hagas tú mismo.

¿Yo mismo?,
pensó Hefesto.
¿Y quién me impedirá poner un encantamiento en ella para que empiece a encoger en mitad de la batalla y te aplaste tus divinas pelotas?
Pero sabía que no se atrevería a hacerlo.

Al pie de una gruesa estalagmita yacía una gran roca negra con el corazón de hierro, que había caído del cielo en Anatolia y que el rey de Hatti había reservado como presente para Zeus. Ares se acercó y, aunque la piedra pesaba como cinco vacas, la hizo rodar por el suelo para examinar sus brillantes aristas.

—Me gusta. Sacarás mis armas de este pedrusco.

—Ese hierro estaba reservado para otra cosa —intervino el joven Cerauno, acercándose.

Ares se volvió hacia él, se estiró para agarrarle de la barba y le obligó a ponerse de rodillas. Después desenvainó su espada y se dispuso a cortarle el cuello.

—¡Alto, Ares! —intervino Brontes, dando un paso adelante con un enorme macho en las manos—. ¡Es mi hijo!

Ares le miró con odio, pero Brontes no dejaba de ser un Primer Nacido, y además amigo de Zeus. Así que se conformó con derribar de un empellón a Cerauno y darle una patada en el pecho.

—No vuelvas a dirigirte a mí si yo no te pregunto, cachorro de cíclope. O ni siquiera tu padre te salvará de la ira del dios de la guerra.

Ares se volvió hacia su hermano, le palmeó los hombros y le pellizcó las mejillas.

—Fabrícame unas buenas armas, hermanito.

—Descuida —dijo Hefesto, bajando la mirada.

—Ya sé que tienes lo mejor para mí —dijo Ares, con una última bofetada que pretendía ser cariñosa—. ¡Siempre tienes lo mejor para mí!

Ares se marchó entre carcajadas, seguido por Deimos, que agitaba su cola cuajada de pinchos entre ladridos, y Fobos, de cuyo yelmo vacío brotó un silbido pestilente que pretendía ser una carcajada. Hefesto bajó del yunque de un salto y se acercó a Cerauno para ayudarle a levantarse.

—No ha sido buena idea enfrentarte con Ares.

—Alguien debería pararle los pies —contestó el cíclope—. No tiene por qué tratarte así.

Hefesto miró a su alrededor. Los cíclopes le observaban con gesto de desaprobación.

—¿Qué miráis? ¡Ya lo habéis oído, tenemos trabajo! ¡Cada uno a su puesto!

No me extraña que me pierdan el respeto
, se dijo.
Yo mismo no me lo tengo
.

El espejo del tiempo

Las palabras de Tetis dejaron a Zeus preso de una profunda turbación, hasta el punto de olvidar la deliciosa experiencia carnal que acababa de disfrutar con ella. El rey de los dioses se preciaba de saber juzgar cuándo alguien le mentía, pero ahora estaba convencido de que Tetis era sincera.

Sincera tal vez, se dijo. Pero equivocada también.

Aunque trató de pensar en otra cosa, no podía espantar aquel pensamiento de su cabeza. Atenea había jurado consagrar su vida entera al servicio de su padre y no tener contacto sexual jamás con ningún varón. Ese juramento sólo se lo había exigido Zeus a ella. Si su otra hija virgen, Ártemis, no fornicaba, o al menos no lo hacía con hombres, era por propia voluntad. Zeus tenía sus buenas razones para preocuparse de la doncellez de Atenea. Las mismas por las que había eliminado a su madre Metis. La vieja profecía de Gea. Si Atenea concebía un hijo, nieto de Zeus y de Metis, podría ser el dios más poderoso que jamás hubiera existido. Y un dios así trataría de arrebatarle la soberanía. Pues Zeus sabía que tal es la naturaleza del poder: cuando se posee, inexorablemente se ejerce.

Trató de olvidarse de su hija, al menos por el momento. Al día siguiente había de partir hacia Creta para dar caza a la criatura infernal que se había atrevido a devorar a su hijo Zagreo. No debía pensar en otra cosa. Por lo que había contado el desdichado mortal, Tifón era una bestia peligrosa. Su aliento de fuego había abrasado la carne de un dios, algo que ni las llamas de una forja podían conseguir.

Movido por un impulso, Zeus apartó el lienzo que cubría el único espejo de aquella estancia. Aquel objeto era muy peculiar. Su superficie, en vez de reflejar el rostro de aquel que lo contemplaba, era una ventana que se asomaba a un lugar muy lejano. Aunque sobre el Olimpo ya caía la noche, al otro lado del espejo se veía un cielo azul y bajo Este las ramas de unos árboles frutales agitadas por una suave brisa.

El Elíseo. Aquél era el lugar donde estaba confinada la persona a la que deseaba consultar. Zeus deslizó la mano por la superficie del espejo y ésta se curvó durante un segundo como las aguas de un estanque tras arrojar una piedra.

A veces su interlocutor respondía al instante, a veces tardaba horas y a veces no llegaba a comparecer, pues el mundo-prisión del otro lado, aunque sin duda más pequeño que la vasta Tierra que alberga a mortales e inmortales, debía tener cierta extensión.

Pero en esta ocasión, el rostro familiar se asomó en seguida: la barba y el cabello muy blancos y recortados; las pequeñas arrugas en la frente y en la comisura de los párpados; la sonrisa irónica en los labios y, sobre todo, la chispa de humor en los ojos, que eran tan azules como los suyos.

—Hola, padre —dijo Zeus.

—Saludos, hijo —respondió el gran Cronos, hijo de Urano, segundo soberano celeste y el más poderoso de los Primeros Nacidos—. Hacía tiempo que no recurrías a mis consejos. ¿Qué tal van las cosas por el mundo exterior?

 

 

El Espejo del Tiempo. El artefacto en el que Cronos fue encerrado a sus cinco hijos conforme nacían, en un espacio fuera del espacio y un tiempo fuera del tiempo. El mejor ardid para evitar que ninguno de ellos pudiera atentar contra él como él había atentado contra Urano; pues era imposible escapar de la prisión del espejo si alguien no lo abría desde fuera.

Pero Rea, harta de sufrir en vano los dolores del embarazo y parto, decidió que no le entregaría más hijos a su marido, cuando Zeus nació, Rea embriagó a su marido con una mixtura de hidromiel y ambrosía, y después le entregó un falso bebé piedra esculpida que le había dado su madre Gea y que había envuelto en largos pañales. Cronos, que sabía bien cuánto pesaban sus hijos, no se extrañó al recibir en brazos a aquel niño de piedra y, borracho como estaba, lo encerró en el espejo con los demás mientras, su verdadero hijo era llevado a la cueva del monte Ida donde los Curetes lo custodiaron hasta su mayoría de edad.

Crecido y confiado en sus fuerzas, Zeus engañó a Cronos con la ayuda de Metis, futura madre de Atenea. Disfrazado de joven copero, vertió un potente emético en el hidromiel de su padre, estuvo un día y una noche enteros vomitando y pidiendo perdón a Rea por todos sus crímenes con el fácil arrepentimiento de los borrachos. Mientras, Zeus entró en sus aposentos y liberó a sus hermanos del Espejo del Tiempo. Así se inició la larga guerra entre los partidarios de Cronos, que eran la mayoría de los titanes, y los dioses que, hartos del gobierno de Cronos o deseosos de cambiar la situación, se alinearon en el bando de Zeus.

Una guerra en la que Zeus se vio en minoría. Durante diez años sus hermanos, él y sus escasos partidarios, entre los que se contaba algún titán como su primo Prometeo, tuvieron que refugiarse en cuevas, montañas y desiertos apartados, huyendo de la ira de Cronos y sus hermanos. Pero al final Gea, su abuela, que en sus entrañas poseía el don profético, le dio un consejo:
Sólo vencerás si liberas a los
prisioneros que mi hijo encerró en el Tártaro
. Y así Zeus descendió a las entrañas de la Tierra y atravesó las oscuras moradas de los muertos, que en aquel entonces no atendían a ningún señor. Merced a su fuerza descomunal, logró girar la gran rueda de hierro que cerraba el pozo del Tártaro. Al hacerlo, brotaron de su seno terribles llamaradas, vapores sulfurosos y atroces lamentos.

De allí liberó a seis de los Primeros Nacidos: los tres cíclopes y los tres hecatonquiros. A estos últimos, criaturas de aspecto espantoso cuya visión habría hecho enloquecer a los hombres, Zeus les pidió que se quedaran custodiando la entrada del Tártaro, pues tenía intención de volverlo a usar como mazmorra. A los hecatonquiros, que habían perdido la costumbre de ver la luz, les pareció un buen trato con tal de escapar del mefítico encierro del Tártaro. En cuanto a Brontes, Estéropes y Arges, los tres cíclopes, Zeus prometió guiarlos al mundo exterior si usaban los conocimientos mágicos que habían heredado de su padre, el grandioso Urano, para forjar armas con las que vencer en la larga Titanomaquia.

Y ellos las forjaron. Hades fue el primero en elegir, y como era el más medroso de los tres, escogió el yelmo que lo hacía indetectable: ni su sombra se veía, ni sus pasos se escuchaban, ni siquiera podía olerse su aliento. Poseidón, tan belicoso como el propio Zeus, se quedó con el tridente que provocaba terremotos. En cuanto a Zeus, que había aprendido a conocer a sus hermanos, fue el último en elegir. Lo que ellos no querían, él sabía que le daría el poder. Dejó que los cíclopes le amputaran la mano derecha, y que de esta mano le arrancaran las venas, los huesos y los tendones y los sustituyeran por alambres y cables trenzados con aleaciones cuya fórmula sólo ellos conocían. Después le volvieron a coser la mano, en una operación cuyos dolores aún recordaba Zeus.

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