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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (13 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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¿Y si es verdad? ¿Y si Licaón tenía razón y el tiempo de mi padre está llegando a su fin?

Zeus y Ares conversaron sobre detalles logísticos. El dios de la guerra aseguró que podía movilizar a cien mil tracios y empezar la campaña en cinco días.

—Pues ponte en marcha. Baja ahora mismo a la fragua de Hefesto y encárgale picas del mejor acero, largas y pesadas, para penetrar la piel rocosa de los gigantes. Y también catapultas. ¡Luchar contra los gigantes es como derribar una muralla construida por los cíclopes!

Sin esperar más instrucciones, Ares se golpeó la coraza en un gesto marcial y salió de allí. Durante unos minutos, reinó un espeso silencio entre los demás dioses. Los ojos de Atenea se encontraron con los de Apolo. Era evidente que él tampoco aprobaba que aquella responsabilidad recayera en alguien de tan escasa inteligencia. Pero ninguno de los dos dijo nada.

—¿Qué hay de Zagreo? ¿Aún puedes resucitarlo? —preguntó Zeus.

—He dejado su corazón en manos de mi hijo Asclepio —respondió Apolo.

—¿Podrá regenerarse? —insistió Zeus.

—Es pronto para decirlo. Al menos, aún late. Lo hemos sumergido en un baño de ambrosía, pero ignoro si en él quedará suficiente esencia de Zagreo como para resucitarlo. Y si se regenera, tal vez no recuerde nada.

Regenerado y sin recuerdos
, pensó Atenea.
Ése no seria el auténtico Zagreo
.

—¿Ha dicho algo más el mortal? —preguntó Zeus.

—Sí, padre —dijo Apolo—. Pero los detalles del relato son muy desagradables.

—¡Cuéntamelos!

Apolo le explicó que el monstruo llamado Tifón había abrasado a Zagreo. Zeus puso gesto preocupado al escucharlo. La carne de los dioses era prácticamente inmune al fuego. Para quemar a un inmortal haría falta tanto calor como para licuar un bloque de metal.

—Precisamente, esa criatura vomitaba hierro fundido —dijo Apolo.

—Hierro fundido... —repitió Zeus, con gesto preocupado.

Ante la mirada de horror de Glauco, a quien le ordenó que se quedara quieto y lo presenciara todo, Tifón había arrancado de cuajo los brazos y las piernas de Zagreo y los había devorado. Después, mientras el dios seguía chillando, le había abierto la caja torácica, se había comido las vísceras y le había arrojado a Glauco el corazón. La cabeza la había dejado para el final. Una vez terminado su salvaje festín, había puesto a Glauco en el carro de Zagreo y había ordenado a los hipogrifos que volaran de regreso al Olimpo.

—Pero antes le grabó un mensaje en la espalda con las garras —concluyó Apolo.

—¿Qué mensaje?

—No sé leer esa escritura —reconoció el dios.

—Yo sí —dijo Hermes—. El monstruo utilizó los signos sagrados de los egipcios.

—¿Y a qué esperas entonces? ¿Qué decía ese mensaje?

Hermes carraspeó.

—Te advierto que no te va a gustar.

—¡Habla de una vez!

—Pues dice: —Hermes engoló la voz y declamó—: «¡Oh, Zeus! Te ordeno lo siguiente, usurpador: entrega el cetro celeste, abre las puertas del Tártaro y enciérrate en aquel vasto infierno por ti mismo. En caso contrario yo, Tifón, hijo legítimo y heredero de Cronos, te arrancaré el cetro de las manos y te torturaré por el resto de la eternidad.»

Mientras Hermes recitaba el mensaje, Zeus empezó a enrojecer. Atenea temió que se tratara de un ataque de ira, pero para su sorpresa, al final estalló en carcajadas.

—¡Suerte que la espalda de ese mortal era pequeña! —dijo cuando dejó de reírse—. ¡Si no, aún habríamos tenido que escuchar más fanfarronadas! ¡Hijo de Cronos, nada menos! Como si mi padre estuviera en condiciones de engendrar a nadie... En fin, ya le arreglaremos las cuentas a ese Tifón. Ahora, lo importante es ayudar a Zagreo. No podemos permitir que un dios muera. ¿Qué será de nuestra reputación si se enteran los mortales? Pero antes de que te vayas quiero algo más de ti, Apolo.

—Lo que tú ordenes, padre.

—La expedición sagrada. —Zeus señaló una línea azul que bajaba desde el norte hasta el Olimpo y que cruzaba el Istro en el lugar donde Ares debía emboscar a los gigantes—. Ya debería haber llegado a Macedonia. Me temo que el mal tiempo la haya retrasado.

—Esa caravana está bien custodiada —dijo Apolo—. Aparte de trescientos soldados tesalios, van con ella mis hijos Doro y Polipetes.

—Aun así, me quedaré más tranquilo si el gran Apolo la escolta hasta el Olimpo.

Zeus apretó el hombro de su hijo, un gesto de cariño que a Atenea no le resultó demasiado convincente. Zeus siempre había sentido cierta desconfianza por Apolo, que era el más apuesto de los dioses y poseía una elegancia natural a cuyo lado él a veces parecía tosco. Era fuerte, rápido e inteligente, nunca perdía la compostura, su arco resultaba infalible a menos de cinco estadios y, para colmo, podía volar por sí solo siempre que brillara el sol. Tal vez Zeus temía que algún día le disputara el poder; y si no lo temía, Hera no dejaba de repetírselo. Pero Apolo siempre le había sido fiel y cumplía sin rechistar las misiones que su padre le encomendaba, por serviles que fueran. En opinión de Atenea, Zeus cometía un error no mostrando algo más de respeto y cariño por su hijo.

—Mañana partiré cuando se levante el sol —dijo Apolo.

—Bien. —Zeus se frotó las manos—. Yo también saldré de viaje mañana. Tengo un monstruo al que aniquilar. Y tú me acompañarás, Hermes.

Atenea carraspeó.

—Padre. Has enviado a Ares a luchar contra los gigantes y quieres que Apolo proteja la expedición de Hiperbórea. ¿Por qué no me envías a mí a aniquilar a ese Tifón?

Hermes asintió con la barbilla. Al parecer, la idea de conocer al monstruo que había devorado a Zagreo no le ilusionaba demasiado.

—Eso lo haré yo mismo —respondió Zeus.

—Eres demasiado importante para tomar tu rayo cada vez que un monstruo desafía a los dioses, padre. Mándame a mí.

—Ella tiene razón —dijo Apolo—. Encárgaselo a Atenea y no te manches tú las manos. Eso te otorgará aún más gloria. En cambio, si viajas a Creta tú mismo, parecerá que admites que Tifón es un rival digno de ti y darás pábulo a su versión de que es hijo legítimo de Cronos.

Atenea miró a Apolo e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Pero Zeus no era fácil de convencer.

—Esa criatura casi ha aniquilado a un dios. No lo olvidéis.

—No me malinterpretes, padre —dijo Apolo—. No voy a criticar que concedieras un asiento a Zagreo entre los grandes. Pero su poder era muy inferior al mío, o al de Atenea. Aunque él haya caído, ningún engendro de dragón nos cogerá desprevenidos a ella ni a mí, ni siquiera a mi hermana Ártemis.

—Gracias por mencionarme a mí —dijo Hermes, picado.

—Sabes que te aprecio, hermanito —repuso Apolo, revolviendo los rizos de Hermes—. Pero no es en la guerra donde destacas.

—Ni falta que me hace.

—Manda a Atenea, padre —insistió Apolo—. O a mí mismo, y que sea ella quien proteja la caravana sagrada.

—¡No! Esa criatura me ha desafiado delante de todos los dioses. ¡Enviarme en una caja el corazón de mi propio... sobrino! Esa humillación sólo quedará reparada cuando le corte la cabeza a ese monstruo y la cuelgue de mi carro.

—Si ésa es tu voluntad... —se resignó Atenea.

—Lo es. Vosotros dos —añadió, dirigiéndose a Hermes y Apolo—, ayudad a Asclepio y durante esta noche no perdáis de vista a Zagreo. Pese a lo que digas, Apolo, ese joven tiene futuro.

Apolo enarcó una ceja y abrió la boca. Probablemente iba a soltar un comentario irónico sobre el futuro que podía esperarle a una víscera palpitante, pero se lo pensó mejor y se marchó, seguido por Hermes.

—¿Y bien? ¿Qué más tienes que objetar? —le dijo Zeus a Atenea cuando se quedaron solos.

—No soy quién para estar en desacuerdo con tus designios, padre.

—Leo el reproche en tus ojos. ¡Habla!

—Creo que hoy ha sido un día muy ajetreado. Tal vez si duermes, mañana veas las cosas de otra manera.

—¿De qué otra manera podría verlas?

—Has enviado a Ares a luchar contra los gigantes. Es un gran honor... para alguien que cometió adulterio con la esposa de su propio hermano.

—Ha recibido su castigo por eso.

—Dos años menos de lo que tú mismo habías estipulado, padre.

—¡Oh, vamos! ¿No te parece que ocho años alejado de los demás dioses y sin probar la ambrosía son más que suficientes? Todo por ponerle los cuernos a un pobre cojo incapaz de satisfacer en la cama a su esposa.

A Atenea la indignó la injusticia de aquellas palabras.

—Ese pobre cojo cumple sus juramentos, no como Ares. ¡Y has de saber que yo podría haber mandado esa expedición, padre!

Zeus suspiró. El estallido de Atenea pareció calmarle un poco.

—Sé que podrías haberlo hecho, hija mía. Pero los tracios de Ares están más cerca del río Istro. Y sospecho que va a ser una campaña brutal. Muy del gusto de tu hermanastro. A ti te reservo para otra misión más importante.

—¿Qué misión, padre?

—Ya te la contaré, hija. Confía en mí. Y ahora, márchate. El rey de los dioses está cansado y necesita reposar.

 

 

Zeus se quedó solo, tan pensativo como antes. Comprendía la irritación de Atenea, su hija predilecta. Pero no podía explicarle que al enviar a Ares contra los gigantes no había tenido intención de recompensarle. En un duelo individual, el dios de la guerra tal vez podría derrotar a cualquier gigante, pero si lo que Zeus sospechaba era cierto, habría cientos de ellos, tal vez más de mil. Los tracios, esa patulea de bárbaros borrachos, causarían algunas bajas entre los gigantes. Pero a cambio, conducidos por un general tan temerario, lo más probable era que resultaran aniquilados.

Zeus se frotó las manos. Desgastaría a los gigantes, y con un poco de suerte se libraría de Ares. Después, él mismo guiaría a los dioses a la batalla y exterminaría a los gigantes con sus rayos. Tal vez incluso alistaría un ejército de aqueos, la mejor infantería del mundo, y le daría su mando a Atenea, para que obtuviera gloria allí donde Ares había fracasado.

No, se corrigió. Ares aún no había fracasado. Incluso cabía la posibilidad de que se equivocara y, por una vez, hiciera las cosas bien. ¡En buena hora había engendrado a esa bestia pelirroja! Por su culpa, llevaba dos años sin dormir con su esposa. El primer año fue por decisión de Hera, tras una discusión en la que insistió en que ya era hora de que Zeus perdonara a su hijo. A él no le importó tanto que se negara a acostarse con él (al fin y al cabo, había diosas y mujeres de sobra) como que se atreviese a desafiarlo y que, para colmo, todos en el Olimpo lo supieran.

Después, cuando se cumplió un año, Hera se presentó en sus aposentos vestida con un manto verde. Cuando Zeus le abrió la puerta, la diosa lo dejó caer. Debajo sólo llevaba unos zapatos de plata y el célebre ceñidor de Afrodita.

—Llevas un año sin venir por aquí —dijo Zeus.

—Y se me ha hecho eterno —respondió ella, poniéndose los brazos tras la nuca para mostrarle cómo el ceñidor rodeaba sus pechos.

—Pues se te va a hacer aún más eterno. Ahora me toca a mí. Vuelve dentro de un año.

Zeus le cerró la puerta en las narices, y Hera, muy digna, no volvió a llamar a su alcoba hasta que se cumplió otro año. Eso había sido dos noches antes. Para entonces, Zeus ya le había perdonado a Ares parte del destierro. Pero cuando Hera apareció con sus sirvientes, cargada de cofres y sacos, Zeus se dio cuenta de que no la había echado de menos.

—¿Ya ha pasado el segundo año? —preguntó con sorna.

—Sé que has llevado la cuenta de cada día —repuso ella, entrecerrando los ojos.

—Pues he debido equivocarme. Pensé que sólo habían transcurrido tres meses. ¡Se ve que el tiempo sin ti pasa volando!

Ella puso los brazos en jarras y dio una patadita en el suelo, como una niña caprichosa y contrariada.

—¿Te niegas a hacer el amor conmigo?

—No sólo eso, mi querida esposa. Me niego a que entres aquí.

—Estaba dispuesta a reconciliarme contigo, a pesar del sinnúmero de veces que me has engañado —susurró ella, destilando veneno por la mirada—. Te digo una cosa, poderoso-Zeus-que-acumulas-las nubes: nunca más volverás a poseer mi cuerpo. Y no te hagas ilusiones. ¡Tampoco volverás a poseer el de ninguna otra mujer!

Aquello había sucedido la noche antes de visitar Arcadia con Hermes. Tal vez había decidido bajar a la tierra y correr aquella aventura por no fulminar a su propia esposa, que se había marchado dando un portazo. Y tal vez, sólo tal vez, cuando le había pisado el pecho a Licaón se estaba imaginando que era a ella a quien le aplastaba las costillas.

Pero las amenazas de Hera no se iban a cumplir. Quizá no volvería a acostarse con ella, pero sí lo haría con todas las mujeres y diosas que se le antojaran. Seguía siendo Zeus, el señor del Olimpo.

Se sirvió otra copa de vino y se sentó en el trono. Mientras bebía y esperaba la próxima visita, pensó si no habría sido injusto con Atenea. De todos sus hijos, era en ella en quien más confiaba. Ares era una bestia sin cerebro a la que no se podía dar la espalda, pues carecía incluso de la elemental nobleza de los brutos. En cuanto a Apolo, tan serio y pomposo, que en el fondo se consideraba superior a Zeus, si tuviera que gobernar el cosmos pasaría eones sentado en el trono, con la barbilla en la mano y la mirada perdida, tratando de decidir qué era lo justo y qué lo injusto. Hermes era un buen muchacho, pero inconstante y trapacero, y pecaba por defecto donde Apolo lo hacía por exceso, pues jamás se detenía a reflexionar.

En cuanto a Zagreo... Era una desgracia lo que le había ocurrido. Zeus sabía que había sido un error darle asiento entre los grandes, y que sus insolencias y tarambanadas no hacían más que granjearle la enemistad de los demás dioses. Pero no había tenido más remedio. Si no lo hubiera hecho, Perséfone habría dicho la verdad: que Zagreo no era hijo del quejumbroso Hades, sino del propio Zeus, que tras desflorar a su propia hija había maquinado el rapto para encubrir ante Hera y Deméter el embarazo.

Entre los mortales se había extendido la costumbre de considerar aberrantes tales relaciones. Sus razones tenían, pues Zeus había observado que, al contrario de lo que ocurría con los dioses, el incesto entre humanos acababa provocando taras irremediables. En cambio, los inmortales consideraban casi obligatorio que el soberano del cielo se desposara con su propia hermana: Urano y Gea, Cronos y Rea, Zeus y Hera...

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