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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (8 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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—¡Oh, el mar es tan aburrido! Por el momento, no me apetece volver a tener cola de pez —decía, y cruzaba los muslos acariciándose las rodillas de una forma tan encantadora que Zeus se la comía con los ojos.

Tal vez hubiera algo más que deseo en el interés de Zeus por Tetis. Uniéndose con ella podría engendrar hijos que, por derecho, pertenecerían al reino acuático, y que podría utilizar para inmiscuirse en los asuntos de su hermano Poseidón. Atenea conocía lo bastante a su padre para saber que ambicionaba un control absoluto sobre toda la realidad.

Porque, a la espera de Zeus, el más poderoso de los inmortales presentes era Poseidón. Se hallaba a la diestra de Hera, pero no se había sentado, sino que permanecía de pie y no hacía más que girarse para vigilar la escalera que bajaba desde el palacio del Cranón, impaciente porque llegara su hermano. Poseidón era más alto que Zeus, y aunque menos musculoso que él, su figura resultaba tal vez más regia. Vestía tan sólo un manto azul, que dejaba al descubierto su hombro derecho y su poderoso pectoral, y su larga barba negra estaba trenzada con conchas marinas. Como los demás grandes, tenía el privilegio de acudir armado a la asamblea. Las tres púas de su gran tridente apuntaban hacia el cielo. Cuando las clavaba en el suelo, la tierra temblaba en varios estadios a la redonda. Lo había hecho en una ocasión durante un banquete en el que bebió más de la cuenta, y aunque los cimientos del palacio habían resistido, todos los cristales y las ánforas del Cranón se habían roto. Zeus se enfadó tanto que amenazó con fulminarlo si se repetía aquello.

Atenea no se llevaba bien con Poseidón. Hacía ya un tiempo habían estado a punto de llegar a las manos por el patronazgo de una ciudad. Zeus prohibió que tío y sobrina dieran un ejemplo tan lamentable y les obligó a dirimir su litigio por otros métodos. Como don para los habitantes de la ciudad, que entonces se llamaba Acte, Atenea plantó un olivo en su acrópolis. Poseidón, decidido a superarla con un regalo inapreciable, clavó su tridente en lo alto de aquella afloración de basalto, y surgió un manantial; pues aquella tierra era fértil, pero seca, y una fuente en el centro de la ciudad sería muy valiosa. Para desgracia de Poseidón, las aguas del manantial no tardaron en fluir saladas. Los habitantes de la ciudad, encabezados por su rey Erecteo, votaron por Atenea como patrona y la ciudad no se llamó Potidea como habría querido él, sino Atenas. Poseidón aún no se lo había perdonado, convencido de que ella había salado el agua con algún sortilegio.

Ahora, el rey del mar se volvió hacia la diosa que estaba a su derecha y se quejó:

—Siempre haciéndose el importante. Creerá que yo no tengo asuntos importantes que atender.

La diosa a la que se había dirigido era Ártemis, hija de Zeus y Leto y hermana melliza de Apolo. Alta y esbelta, vestía un peplo verde que dejaba sus rodillas al aire. Sus pantorrillas eran casi masculinas y su pelo corto como el de un muchacho. Llevaba una aljaba de cuero y marfil al hombro y se apoyaba en su arco plateado. Ahora escuchó las palabras de su tío Poseidón con una leve sonrisa en los labios. Un gesto habitual en ella, con un matiz de desdeñosa superioridad que Atenea detestaba. Las dos hermanastras no se llevaban bien. Como guerreras que eran ambas, tendían a actuar más bien que a hablar, pero Ártemis albergaba en su alma un fondo de crueldad que Atenea no lograba entender. Las dos eran diosas vírgenes, como su tía Hestia, que nunca salía al aire libre, pues tenía que conservar el fuego sagrado en el interior del Olimpo; pero en el caso de Atenea y Hestia se debía a sendos votos, mientras que Ártemis era doncella por libre elección.

Más allá, se veía un asiento vacío: el de Hermes, que solía acompañar a su padre. Por fin, en el extremo, se sentaba el gran Apolo, con el codo apoyado en la rodilla y la barbilla sobre la mano. También había traído su arco, y vestía una túnica de color azafrán abrochada sobre el hombro derecho. Medía cuatro codos, como Zeus, pero sus formas eran mucho más esbeltas, un modelo de perfección que a Atenea, sin embargo, no le resultaba atractivo. Con todo, lo respetaba por su inteligencia y su honradez. Muchos veían a Apolo como el sucesor natural de Zeus. Había dos inconvenientes para ello: el primero era el propio carácter del dios, más propenso a la melancolía que a la acción.

El segundo era que Zeus no tenía la mínima intención de renunciar al poder. Quien se lo quisiera arrebatar, tendría que aniquilarlo.

A la izquierda del trono central se sentaba otra de las hijas de Cronos, Deméter. Aunque bella, como todas las divinidades, ella misma se complacía en cultivar cierto aire de matrona. Sus carnes eran más abundantes que las de su hermana Hera y sendos mechones blancos le caían sobre las sienes. Según su propia explicación, aquellas canas se debían al disgusto que había sufrido cuando su hija Core fue raptada y no supo qué había sido de ella durante casi un año.

Core estaba sentada entre Deméter y Atenea. Aquel asiento no le correspondía, pero lo ocupaba como consorte de Hades. Pues era el soberano de los infiernos quien la había raptado y mantenido oculta bajo tierra durante tres estaciones. Su madre Deméter, al no conseguir que ningún dios ni mortal le diera noticia del paradero de su hija, lanzó una terrible maldición sobre todas las tierras, que durante ese tiempo no dieron ni un mísero grano de espelta. La hambruna mató a innumerables humanos, las vacas y las ovejas se pudrían en el campo con los vientres hinchados y los inmortales no recibían los sacrificios preceptivos. Zeus recurrió a terribles amenazas para convencer a su hermana de que levantara la maldición, pero ella se negó. Por fin, Zeus tuvo que confesar que él mismo había sido cómplice en el rapto de Core.

—Ninguna diosa quería casarse con nuestro hermano Hades —le explicó—, y ya está bastante amargado para que además lo condenemos a soltería perpetua.

—¿Y tuviste que elegir a mi hija, precisamente a mi hija? —le recriminó Deméter.

Tales fueron los reproches de la diosa, que al final Zeus consintió en deshacer ese matrimonio que él mismo había apañado de forma clandestina. Hermes acudió al infierno, esta vez no para guiar caravanas de almas privadas de sus cuerpos, sino como mensajero del rey de los dioses: Hades debía divorciarse de su joven esposa.

Pero resultó que Core, que durante días se encerró mohína en sus aposentos, sin querer ingerir comida ni bebida, cayó en la tentación de probar un grano de granada de los jardines subterráneos de Hades. Ascálafo, un sirviente del dios infernal, había corrido a delatarla a su amo.

—Al compartir mi comida has aceptado mi hospitalidad —declaró el sombrío Hades—. Ahora estás atada a este lugar.

Cuando Hermes trajo el recado de que Core debía ser liberada, era demasiado tarde. La muchacha no sólo se había resignado a su destino, sino que acababa de dar a luz a un bebé al que puso por nombre Zagreo.

Atenea sospechaba que no era una simple pepita de granada lo que había hecho cambiar de opinión a Core, sino más bien los goces del lecho, aunque fuera con un compañero tan cenizo como Hades. Pues la propia Core, con quien mantenía cierta amistad, se había compadecido a veces de ella por su voto de castidad.
¡No sabes lo que te pierdes!
, le decía.

Al pensar en ello, Atenea se sonrojó un poco y agachó la mirada, como si todo el mundo pudiera leer en su rostro que esa misma noche había perdido su sagrada virginidad. Pero lo cierto era que podía entender a Core.

Quien, por cierto, ahora se hacía llamar Perséfone. Un nombre mucho más sonoro y siniestro, sin duda. Estaba sentada con la espalda muy tiesa, el rostro pálido, los ojos exageradamente grandes y oscuros, los labios apretados en un gesto de irritación
. ¿Demasiado tiempo sin sexo?,
pensó Atenea, irónica. Perséfone repartía el tiempo entre el infierno y el Olimpo, y en teoría su temporada en el mundo exterior, que se correspondía con la primavera y el verano, era la más feliz para ella. Pero cuando llevaba un par de meses viviendo con su madre Deméter empezaban las broncas entre ambas, tan sonadas que a menudo Zeus tenía que poner paz.

A la izquierda de Atenea se sentaba Hefesto. No podía decirse que el dios de la fragua fuese el más agraciado de los inmortales. Era tan bajo para ser dios que la propia Atenea le sacaba un palmo, y para colmo tenía una pierna más corta que otra. Por alguna razón, ni la ambrosía ni su propia naturaleza podían modificar su apariencia; un estigma que le mortificaba profundamente. De hecho, era el único de entre los Terceros Nacidos que allí se sentaban que llevaba barba, una barba espesa y fosca que intentaba ocultar el prognatismo de su mandíbula. Tenía los dientes torcidos y los ojos estrechos, aunque lo compensaba en parte por el brillo vivaz de su mirada. También sudaba, algo inaudito en un dios, y su sudor olía, algo que su esposa Afrodita le recordaba en los momentos más embarazosos. Siempre se veían restos del hollín de la fragua entre sus uñas; y por si a alguien pudiera olvidársele que no sólo era herrero, sino también carpintero, fontanero y albañil del Olimpo, Hefesto siempre llevaba en su cinturón, incluso en las ocasiones más solemnes, el
poliergalión
, una extraña herramienta de la que a su conjuro brotaban todo tipo de brazos articulables, cuchillas y punzones.

Hera insistía en que su hijo Hefesto también lo era de Zeus, pero él se negaba a reconocerlo y le tenía prohibido que se dirigiera a él como padre. El pobre Hefesto se empeñaba en congraciarse con él, a pesar de que el rey de los dioses, en contra de su naturaleza, que solía ser noble y magnánima, lo sometía a continuas humillaciones. Durante un tiempo Hefesto había servido el vino en los banquetes, hasta que los demás dioses se quejaron, pues pasadas las primeras risas, la cojera y el olor del herrero los sacaban de quicio. También aceptó sin rechistar que Zeus, en una extraña broma, lo desposara con Afrodita, la más promiscua de las diosas.

Que era quien se sentaba al otro lado de Hefesto. Según aseguraban (ella antes que nadie) era la más antigua de todas las divinidades que allí se sentaban, pues había surgido del miembro mutilado de Urano. Por eso se consideraba una Primera Nacida, como los titanes, y presumía de ser más noble que los dioses que la rodeaban. Mientras que Ártemis le solía responder con su habitual zafiedad:

—¿Cómo vas a ser más noble, habiendo salido del pene de tu padre?

—De ahí habéis salido todas.

—Sí, pero sólo de la punta.

La belleza de Afrodita era llamativa, sin duda, pero a Atenea no le acababa de gustar. Para la asamblea, se había peinado la larga cabellera cobriza en trenzas muy finas y se había coronado con una guirnalda de rosas. Su boca era ancha y carnosa, sus ojos verdes y algo separados, y las aletas de su nariz solían vibrar como si venteara el perfume de su interlocutor. Se las arreglaba siempre para que se le transparentaran los pezones, como ocurría ahora con la túnica lavanda que había elegido para la ocasión. Y, ya fuera el perfume que utilizaba o su propio aroma natural, exudaba sexo. La propia Atenea trataba de mantenerse a distancia de ella, pues alrededor de Afrodita flotaba un aura que le erizaba la piel, derramaba una extraña calidez en su vientre y traía a su cabeza imágenes que quería conjurar.

Se dijo que ahora entendía mejor en qué consistían esas imágenes. Pero al momento espantó el recuerdo de aquella noche de delicias. Si seguía mirando al suelo con aquella sonrisilla boba, los demás no tardarían en sospechar que algo había cambiado en la naturaleza de la doncella guerrera.

—¿Te pasa algo, Atenea? —le preguntó Hefesto.

—No.

—Hoy estás guapa. Quiero decir, no es que otros días no lo estés, sino que...

—Gracias, Hefesto. Lo he entendido —respondió Atenea, rozándole el hombro, y notó que el cuerpo del dios se contraía.

Sí, el pobre Hefesto, engañado por su esposa, estaba enamorado sin remedio de ella, la diosa virgen. O, más bien, la diosa que debía seguir fingiendo ante los demás que era virgen.

Más allá de Afrodita quedaban dos sitios desocupados. El primero, de mármol y más ancho que los demás, estaba esperando a Ares, por cuyo regreso se había convocado la asamblea. El último, más pequeño, era de madera de fresno, con las patas talladas en forma de pezuñas de cabra.

—¿Dónde se habrá metido Zagreo? —preguntó Hefesto.

—No lo sé —respondió Atenea—. O aparece pronto o nuestro padre llegará antes que él. No creo que le haga mucha gracia ver su asiento vacío.

—Lo mejor que podíamos hacer era tirar su asiento a la piscina de las nereidas. Ese jovenzuelo insolente no pinta nada aquí.

No, pensó Atenea, en verdad que no. Zagreo, hijo de Perséfone, no había heredado gran cosa de su padre. Hades tenía la piel como la cera, los ojos negros y hundidos y el gesto agrio como si sufriera una perenne dispepsia; mientras que Zagreo era un joven de piel dorada, ojos grandes y azules y miembros delicados, que siempre andaba emborrachándose, gastando bromas a los demás dioses y bajando a la tierra a fornicar con todas las mortales que se le ponían por delante. Para Atenea era un misterio inescrutable por qué Zeus le había concedido un asiento a Zagreo entre los grandes, que ahora eran trece en vez de los doce que habían sido durante largo tiempo. Pero jamás se lo había preguntado, pues era evidente que el rey del Olimpo sentía un afecto especial por aquel sobrino descarriado, más amante del vino puro que de la ambrosía.

Un trueno resonó en la distancia. Iris, mensajera de Zeus y Hera, se apresuró a ocupar su puesto, se arregló los pliegues de la túnica e hizo sonar su trompeta. Los dioses que estaban sentados se pusieron en pie, y todos miraron hacia el sur, de donde provenía el trueno.

—Pero, ¿cómo? —protestó Poseidón—. ¿Ni siquiera estaba en el palacio? ¿Nos convoca a una asamblea el mismo día en que regresa de un viaje? ¡Si nos descuidamos se sacudirá el polvo del camino encima de nosotros!

—No seas tan gruñón, tío —le dijo Ártemis.

Por aquella dirección noto, el viento del sur, arrastraba a gran velocidad una enorme nube, cuya textura algodonosa y compacta era innatural a aquellas alturas más propias de deshilachados cirros. Delante de ella venía una sombra, pequeña y fugaz, que no tardó en sobrevolar las terrazas del Olimpo. Era Hermes, que precedía a su padre y señor. El dios mensajero se detuvo sobre las cabezas de los grandes, frenó el batir de las alas de sus pies y se dejó caer con elegancia en el centro del semicírculo que formaban los demás dioses.

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