Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (12 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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—Nada, pues has adivinado mi respuesta. No pretendo conocer los motivos de la señora Smith, y en cuanto a maleficios de piratas, mi educación y mis conocimientos me hacen recelar de esas supersticiones, como confiaba en que tú recelarías también.

—¡Ay, Elinor, no comprendo tu forma de pensar! Prefieres creer en lo malo que en lo bueno. Prefieres pensar que el pobre Willoughby es culpable de haber causado un profundo dolor a Marianne que en la existencia de un motivo que le disculpe. Estás decidida a pensar que es culpable por haberse despedido de nosotras con menos afecto del que suele mostrar. Te niegas a imaginar que está obligado a comportarse así debido a los celos de una parienta, o a una maldición como la de Sísifo que le ha arrojado el fantasma de un pirata. ¿No crees que puede tratarse de un descuido por su parte, o que está deprimido por haberse llevado hace poco un disgusto? ¿No le debemos nada al hombre al que todas tenemos fundados motivos para apreciar, y ningún motivo para pensar mal de él? Vamos a ver, ¿de qué sospechas que es culpable?

—Ni yo misma lo sé. Pero la sospecha de algo desagradable es la consecuencia inevitable del brusco cambio que hemos advertido en él. No obstante, tus argumentos en favor de Willoughby contienen una gran verdad, y deseo ser ecuánime en mi juicio sobre todo el mundo. Es posible que nuestro joven amigo tenga razones suficientes que expliquen su conducta, o quizás exista el fantasma de un pirata, y espero que así sea. Pero habría sido más lógico que nos hubiera confesado esos motivos sin reparos. Por más que el secretismo pueda ser aconsejable, no me imagino a Willoughby practicándolo.

—Ah —respondió la señora Dashwood pasando a Elinor una lima para que eliminara los restos de camarones adheridos debajo de sus uñas—. Me alegro de que le hayas disculpado.

—No del todo. Quizás él y Marianne hagan bien en ocultar su compromiso (suponiendo que estén comprometidos) a la señora Smith; en cuyo caso, comprendo que en estos momentos a Willoughby no le convenga permanecer largo tiempo con nosotras en estas islas. Pero eso no justifica el que nos lo hayan ocultado.

—¡Ocultárnoslo! Querida hija, ¿estás acusando a Willoughby y a Marianne de engañarnos? No deja de ser chocante cuando tú has sido la primera en censurarlos cada día por su imprudencia.

—No dudo de sus sentimientos —contestó Elinor—, sino de que estén comprometidos.

—Yo estoy convencida de ambas cosas.

—Sin embargo, ninguno de los dos te ha dicho una sílaba al respecto.

—No necesito que unas sílabas me confirmen lo que sus actos demuestran con toda claridad. ¿Acaso la conducta de Willoughby hacia Marianne y todas nosotras, al menos durante los quince últimos días, no declara su amor por ella y su deseo de convertirla en su esposa? ¿No nos comprendíamos él y yo perfectamente? ¿No me solicitaba Willoughby todos los días con su mirada, sus gestos, sus atenciones y su afectuoso respeto mi consentimiento a esa unión? ¿Cómo puedes dudar de que están comprometidos, Elinor?

—Confieso —respondió ésta— que todas las circunstancias, excepto una están a favor de su compromiso; pero esa excepción es el silencio absoluto de ambos sobre el tema, y, por lo que a mí respecta, pesa más que el resto.

—¡Me choca que digas eso! ¡Debes de tener una pésima opinión de Willoughby! ¿Crees que el afecto que ha demostrado hacia tu hermana durante este tiempo ha sido fingido? ¿Qué significa esa forma de cinco puntas que dibujas con las tripas de los camarones sobre el mantel?

—¡Ah, es una... una forma que... se me ocurre de vez en cuando!

—Qué raro. Bien, ¿supones realmente que Willoughby siente indiferencia hacia Marianne?

—Recuerda, querida madre, que nunca he tenido ninguna certeza al respecto. Confieso que he tenido mis dudas, pero son más débiles que antes, y es posible que dentro de poco se desvanezcan por completo. Si averiguamos que ambos se escriben, todos mis temores desaparecerán.

—¡Muy generoso por tu parte! Pero ¿y si una diabólica morsa clava sus colmillos en los costados de hierro del barco correo y lo hunde, cosa que ocurre con alarmante frecuencia? Yo no necesito esa prueba. En mi opinión, no ha ocurrido nada que justifique esa duda. Ninguno de los dos ha tratado de engañarnos. Se han comportado en todo momento de forma abierta y sin tapujos. No puedes dudar de los deseos de tu hermana, por lo que deduzco que de quien sospechas es de Willoughby. Pero ¿por qué? ¿No le consideras un hombre de honor y sentimientos? ¿Ha incurrido en alguna contradicción que te haya creado inquietud? ¿Crees que es un embustero?

—Espero que no, creo que no —respondió Elinor trazando con el dedo, obsesivamente y de forma involuntaria, la estrella de cinco puntas—. Siento un sincero afecto por Willoughby, y la sospecha sobre su integridad me duele más que a ti. Confieso que su conducta esta mañana me sorprendió. No se expresó como suele hacerlo, y no agradeció tu amabilidad con cordialidad. Pero es posible que el motivo sea que se halla en una situación apurada, tal como supones: o ha sido el enojo de la señora Smith, o la vengativa encarnación de un capitán pirata, lo que le ha obligado a partir.

—Te has expresado acertadamente. Willoughby no merece que sospechemos de él. ¡Salvó a Marianne del pulpo gigante, y a Margaret de unas anjovas de afilados dientes! Aunque hace poco que lo conocemos, no es un extraño en estas islas, ¿y cuándo hemos oído algún comentario negativo sobre él?

No vieron a Marianne hasta la hora de cenar, cuando la joven entró en la estancia y ocupó su lugar a la mesa sin decir palabra. Los cuencos de mantequilla fueron calentados, los camarones servidos en sus barquitas, pero la conversación fue tensa. Margaret estaba absorta en sus reflexiones; Marianne tenía los ojos enrojecidos e hinchados, y todo indicaba que le costaba un gran esfuerzo reprimir las lágrimas. Evitaba mirar a su madre y hermanas, no podía comer ni hablar, y al cabo de un rato, cuando su madre le apretó la mano en silencio y con tierna compasión, la joven prorrumpió en lágrimas, se quitó el babero que usaban para no mancharse de mantequilla, y salió corriendo de la habitación.

16

Marianne habría considerado imperdonable por su parte haber sido capaz de dormir la primera noche después de la partida de Willoughby para la Estación Submarina Beta. Le habría dado vergüenza mirar a su familia a la cara a la mañana siguiente de no haberse levantado de la cama más cansada que cuando se había acostado. No pegó ojo en toda la noche, y lloró durante buena parte de ella. Se despertó con jaqueca, incapaz de hablar y sin ganas de probar ni tan sólo una cucharada de la sopa fría de tripas de róbalo que la señora Dashwood había preparado para desayunar. ¡Era una joven tan sensible!

Después del desayuno, Marianne fue a dar un paseo sola, calzada con unas katiuskas que le llegaban hasta los muslos, por la zona baja y pantanosa situada al sureste de la casita, partiendo distraídamente con su machete los frondosos juncos, recreándose con el recuerdo de pasadas alegrías y llorando por el duro revés que acababa de sufrir.

La tarde transcurrió sin que Marianne abandonara ese estado de ánimo. Interpretó cada una de las canciones marineras que solía tocar para Willoughby, cada aire que cantaban juntos, sentada ante el pianoforte, contemplando cada estrofa de música que Willoughby había compuesto para ella. Pasaba horas sentada ante dicho instrumento, ora cantando, ora llorando desconsoladamente; en ocasiones su voz se quebraba ahogada por las lágrimas. Leía sólo lo que ambos solían leer juntos, repasando durante horas los manoseados tomos de relatos sobre islas desiertas, feroces ataques de lobos y canibalismo con que se solían distraer durante los ratos que pasaban juntos.

Era imposible soportar eternamente un sufrimiento tan violento; al igual que la marea pierde fuerza con la luna menguante, al cabo de unos días la congoja de Marianne dio paso a una melancolía más sosegada, aunque sus paseos solitarios y sus silenciosas meditaciones seguían provocándole de vez en cuando unas efusiones de dolor tan intensas como antes.

No llegaba carta de Willoughby; y Marianne no parecía esperarla. Su madre estaba sorprendida, y Elinor volvió a sentirse profundamente preocupada. Pero la señora Dashwood era muy capaz de hallar una explicación a todo.

—Recuerda, querida —dijo—, que sir John a menudo se acerca al barco correo en un bote para recoger las cartas que transporta. Coincido contigo en que quizá sea necesario que ambos guarden su compromiso en secreto, y es preciso reconocer que no podrían hacerlo si sus cartas cayeran en manos de sir John.

Elinor no podía negar la verdad de ese argumento, y trató de hallar en él un motivo suficiente para el silencio de ambos jóvenes. Pero existía un método tan directo, tan sencillo, y a su entender tan eficaz para averiguar la verdad de la situación, eliminando al instante todo misterio, que no pudo por menos de proponérselo a su madre.

—¿Por qué no le preguntas a Marianne —sugirió Elinor— si está comprometida con Willoughby? Viniendo de ti, su bondosa y complaciente madre, la pregunta no puede ofenderla.

—No se me ocurriría preguntarle eso bajo ninguna circunstancia. Supongamos que no estén comprometidos, imagina el disgusto que esa pregunta le causaría. Sería muy cruel. No quiero obligar a nadie a confiarme un secreto, y menos a una hija mía.

A Elinor esa generosidad se le antojó un tanto exagerada, habida cuenta la juventud de su hermana, y siguió insistiendo, pero fue en vano; el sentido común, la cautela y la prudencia se hundieron como fragatas que naufragaran en el océano de la romántica delicadeza de la señora Dashwood.

Una mañana, aproximadamente una semana después de que

Willoughby abandonara la comarca, sus hermanas convencieron a Marianne para que las acompañara a dar su paseo habitual, en lugar de hacerlo sola. Hasta entonces ella había rehuido toda compañía durante sus paseos. Cuando Elinor le proponía recorrer los cenagales, ella se encaminaba directamente hacia la playa; Margaret le rogaba a veces que la acompañara a explorar la zona sur de la isla, repleta de cuevas, para descubrir la verdad sobre las criaturas que la niña seguía jurando que habitaban en ellas, o subir de nuevo al Monte Margaret, pero Marianne había desterrado el recuerdo de la extraña columna de vapor de su mente, demasiado enfrascada en sus melancólicos pensamientos para compartir los crecientes temores de su hermana pequeña. Pero por fin, gracias a los esfuerzos de Elinor, que no veía con buenos ojos que permaneciera encerrada en su aislamiento, consiguieron que accediera a acompañarlas.

Echaron a andar por el sendero cubierto de zarzas que discurría junto al caudaloso arroyo, el mismo al que Marianne había caído en cierta ocasión, propiciando su primer encuentro con el añorado Willoughby. Emprendieron el paseo en silencio, pues Marianne no podía controlar su mente, y Elinor, satisfecha de haber ganado un tanto, no quería tentar su suerte. Ante ellas se extendía un largo tramo de carretera, y al alcanzar ese punto, se detuvieron para mirar a su alrededor.

Entre los objetos que poblaban la escena, no tardaron en descubrir uno animado; se trataba de un hombre que navegaba río arriba a lomos de una marsopa, un sistema de transporte muy raro fuera de los distritos cosmopolitas de la Estación Submarina Beta. El hecho de viajar sobre un animal marino domesticado indicaba que era un caballero, y al cabo de unos momentos Marianne exclamó extasiada:

—¡Es él! ¡Estoy segura! —Y apretó el paso para ir a su encuentro.

—¡Marianne, creo que te equivocas! —exclamó Elinor—. No se trata de Willoughby. Ese hombre es más bajo que él, y no tiene su aire. Además, parece como si estuviera a punto de caerse de la marsopa. Willoughby sin duda dominaría las riendas del pez.

—¡Lo es, lo es! —respondió Marianne—. Estoy convencida. Tiene su mismo aire, y su misma chaqueta, su cabalgadura, su sombrero de piel de nutria... Sabía que no tardaría en regresar.

La joven siguió avanzando con paso apresurado mientras Elinor trataba de alcanzarla. Al cabo de unos minutos se hallaban a unas treinta yardas del caballero. Tras observarlo con detención, a Marianne se le cayó el alma a los pies y, volviéndose bruscamente, empezó a alejarse rápidamente cuando una voz le gritó que se detuviera. Obedeció, sorprendida, y al volverse vio complacida que se trataba de Edward Ferrars.

Era el único hombre en el mundo al que en esos momentos Marianne podía perdonar por no ser Willoughby; el único capaz de arrancarle una sonrisa. Reprimió sus lágrimas para sonreírle, y la alegría que sintió por su hermana la hizo olvidarse durante unos momentos de su desengaño.

—¡So! —balbució Edward, tras lo cual desmontó con cuidado en la orilla y observó a la morsa regresar rápidamente a nado a la ensenada. Luego saludó a las jóvenes afectuosamente y se encaminaron juntos a la casita en Barton Cove.

Edward fue acogido por todas las Dashwood con gran cordialidad, pero especialmente por Marianne, que demostró más incluso que Elinor calor al saludarlo. Para Marianne, el encuentro entre Edward y su hermana no fue sino una continuación de la inexplicable frialdad que había observado con frecuencia en la conducta de ambos en Norland. En Edward advertía una ausencia de todo cuanto un enamorado debía demostrar por medio del gesto y la palabra en esas ocasiones. El joven se mostró confundido, apenas sensible al placer de volver a verlas; no parecía ni contento ni alegre, y sólo despegó los labios para responder a las preguntas que le hicieron: «¿Había sido atacado su barco por unos monstruos marinos cuando se dirigía hacia aquí?» «Sí.» «¿Había muerto alguno de los tripulantes?» «Alguno»; y no distinguió a Elinor con muéstra alguna de afecto. Marianne empezó a experimentar casi cierta antipatía hacia él, lo cual la llevó a pensar en Willoughby, cuyos modales contrastaban profundamente con los de Ferrars.

Tras un breve silencio, Marianne le preguntó sobre su antiguo hogar.

—¿Qué aspecto tiene nuestro queridísimo Norland?

—Nuestro queridísimo Norland —terció Elinor— probablemente tiene el aspecto que presenta siempre en esta época. El bosque sembrado de hojas muertas, las playas cubiertas de montones de algas secas.

—¡Ay —exclamó Marianne—, con qué gozo las veía acumularse en unos montones negruzcos en la playa! ¡Cómo me deleitaba, mientras caminaba, sentir que la marea hacía que se agitaran alrededor de mis pies! Ahora no hay nadie que las contemple. Las consideran un estorbo del que hay que deshacerse apresuradamente para que desaparezcan de la vista cuanto antes.

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