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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (6 page)

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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La ventaja inmediata que ello le reportaba no era desdeñable, pues le procuraba una constante diversión e infinitas carcajadas, que profería con sus labios húmedos, a expensas de la futura pareja. En la isla Viento Contrario, se rió del coronel, y en Barton Cot-tage, de Marianne. Lo cierto es que su actitud disgustó a ambos. Y cuando la joven comprendió el objeto de las chanzas, no sabía si reírse de lo absurdo que resultaba o censurar la impertinencia de la dama. Le pareció una broma cruel, dada la avanzada edad y el grotesco aspecto del coronel, así como su triste circunstancia de viejo solterón.

No obstante, la señora Dashwood no consideraba a un hombre cinco años más joven que ella tan viejo como se le antojaba a la juvenil imaginación de su hija.

—Pero no puedes negar, mamá, lo absurdo de esta teoría, aunque no la consideres malintencionada. El coronel Brandon es lo bastante mayor para ser mi padre, y si alguna vez llegó a sentir el fuego del amor, sin duda ha dejado de experimentar ese tipo de sensaciones. Para colmo, tiene que sujetarse los tentáculos con unas pinzas en las orejas para poder comer; es decididamente nauseabundo. ¿Cuándo está un hombre a salvo de esas chanzas si su edad, su discapacidad y la posibilidad de que estrangule a una mujer como la señora Jennings con sus tentáculos faciales, rígidos debido a la furia que le invade, no le protegen?

—¡Su discapacidad! —exclamó Elinor—. ¿Consideras al coronel Brandon discapacitado? Puede que sea deforme, y es ciertamente repulsivo. Es innegable que posee un rostro más semejante al de un pez que al de un hombre. Pero ¿discapacitado? Comprendo que te parezca más viejo a ti que a nuestra madre, pero tú misma has comprobado que puede mover sus extremidades sin dificultad alguna. En cierto modo, posee más extremidades que todas nosotras juntas.

—Una observación muy acertada —dijo la señora Dashwood.

—¿No le oíste quejarse de la descomposición de sus tejidos cartilaginosos? —protestó Marianne—. ¿Y no es ése el síntoma más frecuente de la mermada salud de una persona que padece su dolencia?

—Querida hija —dijo su madre riendo—, a este paso vivirás en un permanente estado de terror ante mi inminente decadencia física. Debe de parecerte un milagro que haya logrado sobrevivir hasta la avanzada edad de cuarenta años.

—Eres injusta conmigo, mamá —replicó Marianne, que se negaba a abandonar el tema—. Sé muy bien que el coronel Brandon no es tan viejo como para que sus amigos teman perderlo debido a su edad. Es posible que viva otros veinte años, los suficientes para que esos carnosos maxilares se tornen flaccidos y de un color gris verdoso. Pero treinta y cinco años no es edad para el matrimonio.

—Puede que sea preferible que una persona de treinta y cinco años no se case con una de diecisiete —contestó Elinor—. Pero si se da la circunstancia de que una mujer está soltera a los veintisiete años y padece algún defecto, no creo que el hecho de que el coronel Brandon tenga treinta y cinco constituya un obstáculo para que se case con ella.

—Una mujer de veintisiete años —respondió Marianne— no puede pretender volver a inspirar amor. Si su casa no es confortable o su fortuna escasa, supongo que puede dedicarse a los oficios de enfermera o sirvienta en un barco. Por tanto, si el coronel Brandon se casara con tal mujer, no sería descabellado. Sería una unión de conveniencia, y todo el mundo se sentiría satisfecho. A mis ojos no sería un matrimonio, sino una transacción comercial, en la que cada una de las partes saldría ganando a expensas de la otra.

—Sé que es imposible convencerte —contestó Elinor— de que una mujer de veintisiete años pueda sentir algo semejante a amor por un hombre de treinta y cinco. Pero me niego a que condenes al coronel Brandon simplemente porque ayer (que fue un día muy húmedo) se quejara de un leve deterioro en el tejido cartilaginoso de su rostro.

—Pero habló de chalecos de franela —insistió Marianne—, y en mi opinión los chalecos de franela están invariablemente relacionados con dolores, achaques, reumatismo y todo género de trastornos que afligen a las personas ancianas y frágiles.

—De haber tenido el coronel tan sólo una temperatura elevada, no sentirías tanto desprecio hacia él. Confiesa, Marianne, ¿acaso no te sientes atraída por las mejillas arreboladas, los ojos ojerosos y el pulso acelerado que produce la fiebre? ¡Lo que te excita es el peligro inminente! Juro por la aurora boreal que cuando esas rayas devoraban al contramaestre, contemplaste el cuerpo de ese desdichado que los monstruos se afanaban en engullir con expresión de evidente interés.

Cuando Elinor abandonó la habitación al poco rato, Marianne dijo:

—Mamá, hay algo que me preocupaba relacionado con el asunto de dolencias y trastornos que no puedo ocultarte. Estoy segura de que Edward Ferrars no está bien. Llevamos aquí casi quince días y aún no ha venido. Sólo una grave dolencia, quizá la cólera asiática, podría motivar esa extraña demora. ¿Qué otra cosa puede retenerlo en Norland? ¿Debemos suponer que ha sido devorado por una serpiente gigante, tal vez una prima de la que nos atacó durante nuestro viaje a estas islas?

—¿Pensaste que Edward vendría tan pronto? —preguntó la señora Dashwood—. Yo, no. Antes bien, si algo me preocupa al respecto es cuando recuerdo que a veces mostraba cierta falta de entusiasmo y una clara reticencia a la hora de aceptar mi invitación para venir a visitarnos. ¿Crees que Elinor espera que venga pronto?

—No hemos hablado de ello, pero supongo que sí.

—Creo que estás equivocada, pues cuando le comenté ayer que debíamos conseguir una nueva rejilla para la chimenea del cuarto de invitados, Elinor observó que no corría prisa, ya que no era probable que alguien ocupara la habitación dentro de poco.

—¡Qué raro! ¿Qué querrá decir? ¡La forma de comportarse entre ellos es inexplicable! ¡Qué fría y comedida fue su despedida! ¡Qué lánguida su conversación la última velada que estuvieron juntos! Edward se despidió de Elinor exactamente como lo hizo de mí, deseándonos a ambas que nos fuera bien con las palabras afectuosas de un hermano. Durante la última mañana los dejé solos en dos ocasiones, adrede, pero incomprensiblemente Edward salió en ambas ocasiones de la habitación detrás de mí. Y Elinor, al abandonar Norland y a Edward, no lloró como yo lo hice. Su autodominio, incluso en estos momentos, es inquebrantable. ¿Cuándo la has visto tratar de rehuir la compañía de extraños o mostrarse nerviosa e incómoda en presencia de éstos?

En ese momento Margaret regresó de una larga mañana dedicada a explorar la costa y las escabrosas zonas interiores de la isla Pestilente, y se detuvo en el umbral en un silencio poco frecuente en ella, reflexionando sobre un nuevo misterio que había descubierto durante su paseo por la isla.

—Mamá —dijo con voz trémula—, hay algo que debo...

El estallido de un trueno la interrumpió, tan violento que sacudió la casita como si fuera de juguete. La señora Dashwood y Marianne se levantaron para mirar por la ventana de la fachada que daba a la ensenada, donde las olas rompían con fuerza contra las rocas, y se veía una niebla espesa a inquietante varias millas mar adentro, pero que se aproximaba rápidamente con la marea.

Margaret miró por de la ventana situada al sur, que ofrecía un amplio panorama de la inhóspita geografía de la isla Pestilente: las profundas ciénagas, las accidentadas planicies y los abruptos promontorios, y esa fea colina cubierta de pedruscos que la joven había apodado Monte Margaret.

—No estamos solas aquí —murmuró—. No estamos solas.

9

Las Dashwood se hallaban instaladas en Barton Cottage con relativo confort. La casita sobre la colina, las fétidas y agitadas aguas de marea que bañaban la ensenada y las enlodadas playas sembradas de algas putrefactas se habían hecho familiares para ellas. En la cerca que rodeaba la casa habían colgado unas guirnaldas de sargazo seco y sangre de cordero, que sir John les había asegurado que era el método más eficaz para ahuyentar a cualquier monstruo hi-drofílico que merodeara por la costa.

En la isla no había otras familias, ni una aldea ni habitantes humanos, aparte de ellas. Por fortuna, la isla Pestilente ofrecía abundantes e interesantes paseos. Colinas negras y escarpadas, cubiertas de una vegetación propia de las zonas pantanosas, las invitaban desde prácticamente todas las ventanas de la casita a salir a gozar del aire en sus cumbres. Una memorable mañana Marianne y Margaret dirigieron sus pasos hacia una de esas colinas, atraídas por la rara aparición del sol en la claustrofóbica lobreguez del paraje circundante. Margaret insistió en ir caminando hasta el centro de la isla y subir el Monte Margaret en busca del origen de la columna de vapor que seguía jurando haber visto, y Marianne se mostró encantada de complacerla. La oportunidad, sin embargo, no era lo suficientemente tentadora para hacer que las otras dejaran su lápiz y su libro; la señora Dashwood componía unos breves versos sobre marineros que habían muerto a causa de la gripe, mientras Elinor dibujaba una y otra vez un críptico símbolo de cinco puntas que se le había aparecido en un sueño febril la noche de su llegada a la isla.

Marianne ascendió alegremente la colina, tratando de seguir a

Margaret, que trepaba con gran agilidad utilizando una rama curvada de palo santo a modo de bastón. Siguieron juntas la trayectoria ascendente de un arroyo de agitadas aguas —cuya cabecera Margaret sospechaba que se hallaba en la cima de la pequeña montaña—, deleitándose al contemplar el cielo azul y sentir en el rostro el tonificante viento que soplaba del suroeste, pese al extraño hedor a podredumbre y descomposición que flotaba en él. Marianne apenas se percató de la extraña frescura del aire, ni de que el viento arreciara durante su paseo, emitiendo un sonido como si gimiera, al tiempo que agitaba las ramas de los árboles, con las angustiadas voces de los condenados.

—¿Existe mayor felicidad en el mundo que ésta? —preguntó Marianne sonriendo—. Margaret, recorramos este paraje durante dos horas por lo menos, y si nos ataca algún hombre-bestia provisto de gigantescas pinzas de langosta, lo liquidaré rápidamente con este pico que he traído para ese propósito.

Margaret no respondió a las fantasías de su hermana, sino que permaneció atenta y alerta mientras avanzaban. De pronto, cuando doblaron un recodo del sendero, se sobresaltó al oír unas voces sofocadas, murmurando en un confuso coro, un canto polisílabo e inquietante: K'yaloh D'argesh F'ah. K'yaloh D'argesh F'ah. K'yaloh D'argesh F'ah.

—¿Has oído eso? —preguntó Margaret a su hermana.

Marianne, que se entretenía componiendo unos románticos pareados dedicados a su nuevo hogar en la isla, respondió distraídamente:

—¿El qué?

Los cánticos cesaron de golpe. Margaret se volvió para contemplar los árboles junto al arroyo, tratando de localizar el lugar del que provenía el extraño estribillo. Durante unos instantes entrevio un par de ojos relucientes, seguidos de otros, antes de que desaparecieran en el oscuro corazón de los matorrales.

La joven sacudió la cabeza y reanudó la marcha.

Las hermanas siguieron avanzando contra el viento, resistiéncióse a él durante unos veinte minutos, cuando de pronto la niebla que envolvía la costa se alzó y se fundió con unas nubes que habían aparecido de improviso, al tiempo que descargaba una lluvia torrencial, cada gota saturada de un insoportable olor a azufre. Consternadas y atemorizadas al imaginar qué nuevo peligro presagiaba ese repentino y maloliente aguacero, las jóvenes dieron media vuelta, pues no había ningún refugio cerca de su casa. Con el corazón latiéndoles con violencia, echaron a correr desesperadamente por la escarpada ladera de la colina que conducía a la verja de su jardín.

Durante un rato Marianne se adelantó a su hermana, pero un paso en falso la hizo caer en el arroyo, cuyo caudal había crecido debido a la lluvia, sumergiéndose de pies a cabeza en las gélidas aguas. Margaret pasó de largo debido al ímpetu con que descendía por la empinada cuesta. En su rostro se dibujó un rictus de temor al oír el angustioso sonido que se produjo cuando su hermana cayó al agua, y de golpe aparecieron en su mente unas palabras: son ellos. Las personas que había vislumbrado durante unos segundos entre los matorrales. No quieren que subamos la colina. Protegen su geiser... Ellos...

Entretanto, Marianne yacía boca abajo en el arroyo, habiéndosele caído el pico de las manos. Aterida de frío, calada hasta los huesos y magullada por las piedras que arrastraba la agitada corriente, asomó la cabeza sobre la superficie para recobrar el resuello, pero el poderoso y largo tentáculo que se había enroscado alrededor de su cuello la obligó a sumergirse de nuevo, tapándole la boca antes de que la joven pudiera gritar. Mientras el monstruo la arrastraba hacia el fondo, Marianne vio que el tentáculo estaba adherido a un gigantesco pulpo de color negro violáceo, provisto de un pico largo y afilado como un ave, y que en la punta de la viscosa extremidad tenía un ojo que la observaba con mirada torva.

¡Paf! Un arpón traspasó la bulbosa cabeza del pulpo gigante, que estalló, derramando sangre y otros fluidos en el arroyo y sobre Marianne, quien logró sacar la cabeza por la superficie al tiempo que la fuerza con que el tentáculo la sujetaba disminuía. Mientras yacía jadeando en la orilla, empapada de la fétida agua y los putrefactos fluidos del monstruo, escupiendo fragmentos de sesos y sangre por las comisuras de la boca, un caballero vestido con un traje de inmersión y un casco, armado con un arpón, corrió a socorrerla. Tras abrir la mirilla de la parte delantera del casco, le ofreció sus servicios, y comprendiendo que el pudor impedía a Marianne rogarle que hiciera lo que exigía la situación, la tomó en brazos sin más dilación, la transportó a la casa y no la abandonó hasta haberla depositado en una butaca en el salón.

Elinor y la señora Dashwood se levantaron estupefactas; contemplaron al caballero con evidente asombro, y en el caso de la señora Dashwood, con preocupación por la pestífera agua que chorreaba de la escafandra sobre la alfombra del salón. El extraño se disculpó por su intromisión y les refirió la causa, de un modo tan natural y elegante que su persona, dotada de una extraordinaria apostura, adquirió un encanto adicional debido a su voz y su expresión. De haber sido éste viejo, feo y vulgar, la gratitud y amabilidad de la señora Dashwood habría estado garantizada por el noble gesto del caballero al salvar a su hija del feroz ataque de la bestia, pero el encanto de su juventud, apostura y elegancia confirió a su acción un interés que influyó de modo positivo en la dama.

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