Así, del implícitamente cristológico hablar, actuar y sufrir de Jesús en persona surgió la explícita «cristología» del Nuevo Testamento. O mejor dicho: según el contexto social, político, cultural y espiritual, según el público para quien se hablaba y el talante del autor, surgieron muy
diversas «cristologías» neotestamentarias
. No una sola imagen normativa de Cristo, sino varias imágenes de Cristo, cada una con su acento propio. Había que poner de manifiesto el significado determinante «cristológico» de Jesús: qué es él propiamente y cuál es su significado decisivo para los hombres. Esto se efectúa en las
cartas
del Nuevo Testamento, sobre todo en las de Pablo (más o menos a partir del 49), con la atención centrada en el Crucificado y Resucitado. Obviamente, tenemos escasas noticias de la predicación misionera y de la catequesis elemental de Pablo que presuponen estas cartas, muy influidas por situaciones contingentes y, a menudo, fragmentarias; sin embargo, podemos dar por cierto que su componente esencial era una tradición sobre Jesús
[8]
. En los evangelios, redactados a partir del 70, pero que utilizan materiales muy antiguos, como vimos
[9]
, predomina, en cambio, la perspectiva del itinerario terreno de Jesús. Pero este Jesús terreno es contemplado a la luz del Jesús resucitado, de modo que, como también hemos visto
[10]
, tampoco en los evangelios puede el Jesús anunciado ( = el Cristo del
kerigma)
ser identificado sin más con el Cristo que anuncia ( = el Jesús histórico). Ya el evangelio más antiguo intenta dar a conocer, según declara su título, el «mensaje de salvación de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios»
[11]
. Los evangelios pretenden anunciar a Jesús como el hombre en quien Dios mismo actúa y en quien, por lo mismo, se realiza la salvación de los hombres.
Al mismo tiempo, debido a sus diferentes situaciones y concepciones teológicas, los distintos autores neotestamentarios contemplan a Jesús en
perspectivas bastante diferentes
. Mientras Marcos lo contempla como Hijo de Dios escondido por el tiempo de su vida terrena y Mateo ve en él al Mesías de Dios y de Israel prometido en el Antiguo Testamento, intérprete y cumplidor de la Ley, Lucas lo ve sobre todo como Salvador de los pobres y descarriados y Juan, finalmente, como Palabra que está en Dios desde el principio y como Hijo que en su vida terrena es revelado y revela al Padre. Y mientras Pablo lo contempla como el nuevo Adán y el hombre definitivo, y la carta a los Hebreos como sumo sacerdote que pone fin al culto antiguo, los Hechos de los Apóstoles ven en él al Señor exaltado que gobierna con su Espíritu a la Iglesia una. Los escritos joánicos hablan de él como del que se revistió de nuestra carne y el Apocalipsis de Juan lo exalta como el vencedor divino
[12]
.
Para nuestro objeto no es preciso reconstruir la compleja historia y analizar el significado de los distintos títulos cristológicos del Nuevo Testamento
[13]
. Su aplicación al único Jesús no sólo los hizo básicamente intercambiables; al mismo tiempo los
transformó radicalmente
. A tientas, con ayuda de los títulos, se fue intentando traducir a las formas del lenguaje humano lo que se había conocido por la fe. A la par se pretendía eliminar los equívocos religiosos y políticos, inherentes a la preexistente formulación judeo-helenista de los títulos, aunque de antemano fuera imposible excluir de raíz las infiltraciones propiamente paganas. En cualquier caso, no fueron estos títulos, ambiguos y equívocos, los que dieron autoridad a Jesús. Fue Jesús, en cuanto Crucificado resucitado y Resucitado crucificado, quien les dio autoridad y sentido. No sólo se les dio nueva aplicación, sino contenido nuevo. No.determinaron ellos lo que él era, sino él, su existencia concreta e histórica, su muerte y su nueva vida, determinaron la nueva forma en que habían de entenderse y les dieron un nuevo sentido:
Así, pues, diferentes títulos honoríficos y símbolos míticos del tiempo fueron, por decirlo así, bautizados en el nombre de Jesús: para quedar, cambiado el contenido, definitivamente vinculados a su persona, para ponerse a su servicio y hacer comprensible a los contemporáneos, y no sólo a los contemporáneos, su extraordinaria y decisiva importancia. No eran documentos evidentes de identidad, sino meras indicaciones orientadas hacia él. No eran definiciones infalibles
a priori
, sino explicaciones
a posteriori
de lo que él era y significaba.
Como se ha visto en el análisis de cada uno de los distintos títulos, significan éstos algo más: definen y explican la esencia, naturaleza y persona de Jesús en un plano más que teológico y teórico. Son aclamaciones y proclamaciones que no siempre reflejan la serenidad de la liturgia o el tono inofensivo de la predicación misionera, sino que son extremadamente críticas y polémicas. Son unas veces tácitas y otras abiertas
declaraciones de guerra contra todos
los que valoran como algo absoluto su propia persona, su poder o su sabiduría, contra los que exigen lo que es de Dios, contra
los que quieren ser, ellos mismos, los últimamente determinantes
: sean jerarcas judíos, filósofos griegos o emperadores romanos; sean señores grandes o pequeños, gobernantes, déspotas, mesías, hijos de los dioses. A todos ellos se les niega la condición de ser la norma última, que se concede, en cambio, a aquel Uno que no se busca a sí mismo, sino la causa de Dios y del hombre. En este sentido, los títulos cristológicos pospascuales tienen, indirectamente, un significado social y político. Había comenzado la caída de los dioses, cualquiera que fuese su naturaleza. Y como los cesares se arrogaban cada vez más un poder últimamente determinante, el conflicto mortal con el Estado romano, conflicto que de hecho iba a durar siglos, amenazaba por doquier. Siempre que el cesar reclamase lo que es de Dios —sólo entonces—, tenía que regir para los cristianos el gran dilema:
aut Christus - aut Caesar
.
Queda claro, por tanto, que
no
son
los títulos en sí mismos
lo decisivo. El criterio definitivo para su fe y su actuación no lo tiene que buscar el creyente ni la comunidad de los fieles en los títulos,
sino en el mismo Jesús
. La cuestión de qué títulos empleaban los fieles para expresar esta función determinante de Jesús fue desde el principio secundaria, y lo sigue siendo en la actualidad; hoy como ayer está condicionada por el contexto sociocultural. Nadie está obligado a repetir o recitar íntegramente los títulos de entonces. Tales títulos fueron acuñados por un mundo y una sociedad determinados, resultando trasnochados para nosotros, como siempre que se trata de conservar vocablos que han experimentado una transformación. No es obligatorio construir una cristología única con los diversos títulos y sus correspondientes concepciones, como si no dispusiéramos más que de un evangelista, y no de cuatro, o de una sola dogmática neotestamentaria, y no de muchas cartas apostólicas. La fe en Jesús admite muchas manifestaciones de fe: la fe en Cristo es una, pero las cristologías son muchas. Igual que la fe en Dios es una, pero hay muchas teologías.
Con esto no se incita a una ofensiva iconoclasta contra títulos e imágenes, sino a una
traducción
de aquellos títulos y concepciones de entonces al tiempo y lenguaje actuales, como se intenta hacer en este libro: para que permanezca idéntica la fe en Cristo, para que los términos y conceptos hoy incomprensibles e incluso desorientadores no dificulten, o tal vez impidan, la aceptación y la vivencia del mensaje cristiano. Semejante traducción no significa la liquidación de los antiguos títulos y profesiones de fe, no quiere decir que se prescinda de la larga tradición cristológica y de sus orígenes bíblicos. Al contrario, toda buena traducción debe guiarse por el texto original y aprender de los errores y aciertos de las traducciones precedentes. Pero la buena traducción no puede ser un mero calco mecánico; tiene que rastrear y aprovechar creativamente las posibilidades del nuevo lenguaje. No hay que tener reparo ante las nuevas denominaciones de Jesús, como tampoco hay que tenerlo ante las antiguas, que en muchos aspectos no son las peores, pues recogieron con asombrosa exactitud la sustancia del problema.
A quien públicamente confesó en tiempos del nacionalsocialismo que en la Iglesia no hay más que un «Señor»
(Führer)
decisivo, se le entendió igual de bien (y no pensamos en el episcopado católico y luterano, sino en Karl Barth, la
Bekennende Kirche
y el sínodo de Barmen) que a aquellos cristianos de hace casi dos mil años que ante los tribunales romanos confesaron que «Jesús es el Señor». Estas confesiones de fe, pronunciadas y vividas, cuestan caras, muy caras, y no sólo en épocas de martirio, sino también de bienestar: siempre que uno, invocando a Jesús, rechaza adorar a los ídolos de la época, que los hay en abundancia. No tiene el cristiano que pagar con su sufrimiento o con su vida por los títulos y predicados cristológicos, por las fórmulas y proposiciones; pero sí por la persona de Jesucristo y por lo que él modélicamente representa: la causa de Dios y la causa del hombre.
Cada vez se adquirió más clara conciencia de la significación de Jesús. El uso religioso de la comunidad consagró algunos de los títulos antiguos, otorgándoles un significativo autodinamismo. Esto crea dificultades no pequeñas para la comprensión actual, especialmente para el título «Hijo de Dios», que ya desempeñó un papel importante no sólo en el helenismo, sino en el Antiguo Testamento. En el ceremonial israelita de entronización de los reyes se declara al rey «hijo de Yahvé», Yahvé lo adopta como hijo
[16]
. Y se esperaba un descendiente de David, que heredaría su trono como «hijo» de Dios y consolidaría para siempre la soberanía davídica sobre Israel
[17]
. Este título se le aplica ahora a Jesús: se le reconoce, según dice la antigua profesión de fe, al comienzo de la carta a los Romanos, como «constituido Hijo de Dios en plena fuerza»
[18]
por la resurrección y exaltación, o bien, tomando la palabra del salmo, como «engendrado»
[19]
el día de Pascua.
Pero era inevitable preguntarse: ¿no se identifica el Resucitado con el Jesús terreno? ¿No hay que afirmar del Jesús histórico lo que se afirma del Resucitado? ¿No es ya el Jesús terreno Hijo de Dios, aunque aún esté escondida su soberanía? Por eso algunos escritos neotestamentarios anticipan el momento de la investidura de Jesús como Hijo de Dios: ven ese momento en el bautismo, en cuanto comienzo de su actividad pública
[20]
, en su mismo nacimiento
[21]
y hasta, antes del nacimiento, en la eternidad de Dios
[22]
.