Read Serpientes en el paraíso Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Seguimos haciendo el amor.
—Pero tener un bebé es otra cuestión. Ya me dirá para qué quiere un bebé una mujer como Rosa, con todos los follones que un bebé implica. Ella lo tiene todo, dinero, poder, belleza... a usted misma le confesó que con hijos no habría llegado profesionalmente hasta donde está.
—Tendrá una de esas contradicciones en las que todos caemos.
—De contradicciones sabe más usted que yo.
—¿Eso cree?
—Me lo ha demostrado. Detesta a los curas y pacta con un cardenal. Es una mujer independiente y pone los ojos en blanco cada vez que ve a la niña de Malena Puig. Por no hablar de...
—¿De qué?
—Es reticente con el matrimonio y el amor, pero hace de casamentera.
—¿Qué quiere decir?
—¡Buena me la ha jugado presentando a Concepción y al juez! Ahora salimos en parejas todos los sábados por la noche, y me chupo cada sesión de cine... Antes, Emilia y yo siempre íbamos a cenar, pero desde que apareció García Mouriños comemos algo ligerito y, ¡hala, al cine! Después hay que comentar la película. ¡Con lo pelmazo que siempre me había parecido el juez!
No pude evitar que me acometiera un ataque de risa. Garzón me miraba con cara de reproche.
—Sí, sí, ríase. Si sigue con esas tendencias, lo mejor será que inaugure una agencia matrimonial.
—No se enfade, Fermín, ése no es sino otro ejemplo de la teoría del aprovechamiento integral vital. Con este nuevo planteamiento me libro de Concepción y el juez ya no me dará más la tabarra para que vaya a ver películas con él.
—¡Cojonudo, y me los enchufa a mí!
No podía parar de reírme, y Garzón estaba contento. Le gustaba que lo encontrara gracioso. Volvíamos a ser buenos amigos.
—En fin, subinspector, dejemos las cosas de índole personal. Dígame cuál es el siguiente paso en la investigación. Ya estoy cansada de decidir cosas hoy.
—Obviamente hay que ir a comprobar la coartada de la maternidad. Espero que en esa clínica nos reciban bien.
Estábamos de buen humor. Quizá atisbábamos una pequeña luz al final del túnel. Garzón canturreaba al volante. No le iba tan mal como decía. Acabaría siendo cinéfilo, incluso devoto de algún director en particular. Mi estratagema había dado resultado. Me sorprendió mi propia capacidad para el apaño de situaciones. De la manera más inopinada había propiciado una pequeña pandilla que parecía funcionar a pleno rendimiento. ¿No sería ésa la tarea futura de todo policía? Nadie podía asegurar que cuando la sociedad se perfeccionara y el delito fuera erradicado de la práctica común, la tan denostada bofia no pasara a hacer servicios de tipo social. Imaginé a Coronas adjudicándonos casos de ancianos aislados, de enfermos crónicos necesitados de intendencia o compañía. Ni se me ocurrió mencionarle la utopía al subinspector, no la habría aceptado ni como tema de discusión teórica.
La clínica Salute tenía como característica principal no parecer una clínica en absoluto. Moderna, fría y minimalista, construida en su totalidad con granito y madera, podría haber pasado por un gimnasio de lujo o un palacio de congresos. Dos recepcionistas vestidas con trajes de inspiración espacial atendían al público con una sonrisa invariable. Cualquier vestigio de relación con la enfermedad había sido borrado de la vista. Nada de médicos con bata y chanclos paseando por los pasillos, ni de fornidos camilleros hablando de fútbol en un rincón. Asepsia total. Se habría dicho que sólo admitían a pacientes pletóricos de salud.
La recepcionista que nos tocó en suerte creía que nos habíamos equivocado al decirle que éramos policías. Anunció sin la menor mala fe:
—Esto es una clínica.
—Sí, y seguramente tiene un director, ¿a que sí? —dijo Garzón con retranca malhumorada—. Pues es al director a quien queremos ver.
La muchacha, asustada, tomó una decisión de urgencia.
—Avisaré a la relaciones públicas y ella los atenderá.
Nos apartamos un poco del mostrador. El subinspector bufaba por lo bajo. Intenté reconducir la situación.
—Fermín, por favor, le ruego que sea cortés por el método más convencional. No quiero complicaciones innecesarias.
—Nuestro tiempo cuesta dinero a los contribuyentes.
—Ya se lo recordaré cuando proponga tomar una cerveza en horas de trabajo.
Por fortuna, la relaciones públicas llegó en seguida. Nos observó con la misma sonrisa profesional que exhibían las otras chicas. Era una cuarentona elegante y muy maquillada. Le hicimos saber que necesitábamos datos de una de sus pacientes.
—¡Pero señores, eso es imposible! Esto es un establecimiento privado. No podemos traicionar la confidencialidad médica.
Intervine antes de que lo hiciera mi compañero.
—Lo sabemos, todo el mundo es privado. Cada una de las personas de este país es absolutamente privada. Pero las leyes que la policía hace cumplir afectan a todos por igual. ¿Sería tan amable de dejarnos hablar con el director?
La sonrisa congelada en el rostro ni siquiera se alteró.
—Lo que quiero decir es que nuestros clientes no tienen tratos con la justicia. Aquí no traen a nadie con un navajazo de una reyerta.
Garzón no pudo aguantar más.
—Oye, encanto, o avisas al director o te traigo una dotación especial de policía y te montamos un número de la hostia en la mismísima puerta.
Por fin dejó de sonreír y desapareció con cara tensa sin añadir ni una sola palabra. Me volví hacia mi compañero con la expresión bañada de ironía.
—Tiene usted un concepto muy amplio de lo que es la cortesía convencional.
—Es que ya me estaba tocando los cojones con su sonrisita.
No habían pasado ni cinco minutos cuando una especie de azafata nos condujo al despacho del director, que resultó ser una directora. Sobria, concisa, con sesenta años bien llevados, nos atendió de modo ecléctico e indiferente.
—De manera que sólo quieren comprobar una coartada. Está bien. Nunca hemos hecho nada parecido, pero supongo que es nuestra obligación. Miraremos el ordenador y veremos qué médico atiende habitualmente a esa señora.
Se puso manos a la obra. Garzón y yo intercambiamos una rápida mirada de alivio y complicidad.
—Sí, aquí está. Rosa Massens, señora de Salvia. La trata la doctora Climent. Si quieren, podemos consultar también por ordenador su agenda de visitas de aquel día.
—No. Preferiríamos hablar con ella.
—De acuerdo, veré lo que puedo hacer.
Se ausentó del despacho con los pasos cortos pero firmes de una mujer china, Garzón se puso inmediatamente de pie y curioseó la habitación.
—¿Ha visto? Esta señora no es médica. Aquí tiene colgado su título de economista.
—Normal. Lleva sólo la gestión de la clínica.
—No sé si es tan normal. Esta clínica no parece una clínica.
—Lo hacen así para que el paciente no se deprima en ambientes médicos.
—A mí me deprimiría más estar en un sitio que parece una sucursal de banco.
—Pero usted es especial, Fermín, en realidad estoy pensando en hacer un cursillo sobre su personalidad, incluso un máster, fíjese bien.
La entrada de la directora no nos permitió culminar nuestro escarceo verbal. Venía acompañada de una joven médica de aspecto impoluto. No parecía nerviosa ni sorprendida. Hablaba en tono monótono y parsimonioso.
—Sí, a la señora Salvia la visité yo ese día.
Nos alargó un papelito con el que venía pertrechada. En él constaba la afirmación que acababa de hacernos.
—Doctora, ¿el tratamiento que le hizo a la señora Salvia duró seis horas?
—Sí, más o menos.
—¿Cómo es posible que fuera tan largo?
—Permaneció un tiempo en observación.
—¿Puede decirme qué tipo de tratamiento recibió?
—No, lo siento, no puedo decirlo.
—¿Fue un tratamiento de fertilización?
Los ojos de la médica acusaron una ligera sorpresa. Los desvió inmediatamente hacia la directora, que tomó la palabra.
—No, señores, la doctora Climent no está autorizada a informarles sobre ese punto. Se trata de un dato completamente confidencial.
—Pero la propia Rosa Massens nos lo dijo así, sólo se trata de confirmar.
—Lo siento, no podemos confirmar ni negar.
—¿Ni siquiera con un requerimiento judicial?
—Lamento que esté tan mal informada, inspectora. Ahí nos asiste la ley. Ningún juez ni jurado pueden hacer que rompamos la confidencialidad del tratamiento médico. Es un derecho inalienable. Pero si tienen alguna duda, llamaré al abogado de nuestra institución para que les dé más detalles.
—¿Saben ustedes que el motivo de que estemos aquí tiene relación con un asesinato?
—Ni aunque fuera con una masacre, inspectora, daría igual. Además, me cuesta mucho creer que ninguna de nuestras pacientes ande por ahí matando a la gente.
El desprecio que le inspirábamos se dejó reflejar claramente en su mirada. Les di las gracias con toda frialdad y salimos de allí. Garzón estaba que trinaba.
—¿Se ha fijado? «Ninguna de nuestras pacientes.» No se refería a que Rosa fuera una buena chica, sino a que el delito no le corresponde a esta clase social. ¡Es la hostia!
—¡Qué pesado está con la lucha proletaria, Fermín!
—¡Es que me jode!
—Más debería joderle haberse quedado sin saber la verdad.
—Sabemos que Rosa sí estuvo ahí durante seis horas.
—Sí, pero ¿por qué no han querido confirmar su tratamiento?, y ¿por qué necesitó cubrirse las espaldas con Malena? Me quedaría más tranquila sabiendo qué pasó en realidad.
—Pues ya ve que la cosa pinta mal. Si los asiste el derecho a callar...
—Se lo preguntaremos a García Mouriños. A lo mejor se le ocurre alguna triquiñuela legal.
—Lo dudo.
—¡Coño, Garzón!, comprendo que le pueda caer mal, pero es un excelente juez con muchos años de experiencia.
—No, si no me cae mal —dijo sin convicción y se puso a mirar hacia otra parte.
Garzón defendía su territorio de la presencia de otros machos, en un comportamiento muy animal. No era censurable. En realidad todo el mundo defiende su pequeña parcela, como la clínica que acabábamos de visitar lo hacía con sus pacientes.
Me pregunté qué cosas había en mi pequeña parcela que debía defender, qué formaba el núcleo sagrado por el que pelearía llegado el caso. Por mi independencia. No se me ocurrió nada más, y ese pensamiento me entristeció.
García Mouriños nos confirmó que recabar datos médicos bajo presión legal estaba muy difícil, en especial si las sospechas que pensábamos aclarar no representarían prueba definitiva de la comisión de algún delito.
—Hace poco... —dictaminó— el Supremo revocó una sentencia basada en los datos clínicos que un médico le había comentado a una amiga del inculpado.
Creo que solté un taco como toda contestación. El juez se inquietó al otro lado del hilo.
—Petra, ¿sigue ahí?
—Al pie del cañón, juez.
—Pues ya ve que este cañón es de los que sueltan buenos pepinazos. Legalmente hay poco que rascar. ¿Era muy importante esa gestión?
—Ni siquiera lo sé. Pero no se preocupe, ya nos las compondremos.
—Por cierto, Petra, no sé si sabrá que Concepción y yo hemos congeniado mucho.
—Lo celebro.
—Su hermana sale con el subinspector Garzón. ¡Qué pequeño es el mundo, ¿eh?! Aunque su compañero no parece demasiado feliz; creo que no le gusta el cine.
—¿Que no?, ¡al contrario, le encanta! Llévelo mucho al cine, juez, y si son películas de autor, tanto mejor, así se culturalizará.
¡Ah, jodido Garzón!, todos nos veíamos envueltos en una nueva situación inesperada por su culpa y él se dedicaba a boicotear el invento. ¡Habría merecido todo un ciclo de cine francés de los sesenta! Bueno, al menos yo podía dedicarme al caso sin preocuparme ya por sus conquistas y las consecuencias de éstas. Comprendía a los artistas cuando dicen que las pequeñas distracciones de la vida diaria son veneno para la creación. Si consideramos la investigación de un crimen como un pequeño acto no exento de inspiración, era obvio que yo no había contado con la mínima concentración necesaria en el caso Espinet. Teníamos demasiados frentes abiertos, los asesinos materiales sin confirmar ni atrapar, mucha gente descartada y vuelta a encartar, muchos pasos en falso. Excesivos componentes fallados como para cocinar un buen pastel. Encima, todas aquellas moscas molestas que lo habían sobrevolado: la visita del papa, el caso de los gitanos, los problemas amorosos de Garzón. No, debía hacer un poco de retiro mental y dedicarme a atar cabos, recapacitar sobre el aluvión de datos no concluyentes, buscar claves que explicaran el montón de sospechas sin fundamento claro que se abatían sobre el caso sin orden ni concierto.
Miré qué hora era. Debía comunicarle al subinspector el nuevo parón que nos amenazaba frente a la clínica Salute. Pero no tenía ganas de hablar. Salí a pasear por la plaza de la Catedral. El inmenso decorado papal estaba casi listo. Las estructuras metálicas y de madera le daban a la plaza un aire extraño. Era como si fuera a celebrarse un torneo medieval, un mercado renacentista.
El número de curiosos había aumentado. Algunos grupos escolares eran dirigidos por sus maestros. Debían de proponerse que los chavales presenciaran los preparativos de un hecho histórico. Sonó mi móvil. Era Garzón.
—Inspectora, ¿dónde coño se mete, no íbamos a despachar?, ¿qué ha dicho el juez?
—Venga a la plaza de la Catedral, despacharemos aquí tomando un café.
—No estará con el cura...
—No, venga tranquilo, estoy sola.
Me encontraba cansada, deprimida, llena de frustración. Cuando vi llegar a Garzón con su pinta de cocinero italiano me sentí peor aún. Me adelanté a su pregunta.
—El juez no puede darnos una orden.
—¡Joder, llevamos una racha! ¡Todas las pistas se abortan antes de que podamos empezar a investigarlas!
—Garzón, el café. Si no me tomo un café, caeré desvanecida.
—No será tanto.
—¿Por qué nunca me toma en serio?
—¡Al contrario! —dijo mientras entrábamos en un bar—. Lo que usted dice siempre me hace cavilar. ¿Recuerda la teoría del aprovechamiento integral vital?
Lo miré de través.
—Sí.
—Inspectora, aplicamos su teoría al caso de los gitanos y funcionó. ¿Por qué no lo hacemos otra vez?
—¿Quiere que el cardenal vaya a la clínica Salute?