Read Serpientes en el paraíso Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Supongo que se derrumbaría al salir yo, pero aparentemente mi visita la había confirmado en su dignidad. Las batallas les sientan bien a los guerreros.
Me preguntaba por qué aquella guerrera se había dejado liar en un asunto semejante. Las mujeres no tenemos remedio, pensé, al final caemos en los tópicos más mugrientos: la desdichada que se enamora del hombre casado al que nunca podrá tener. ¡Demonios, puede que hubiéramos conseguido la liberación, pero no habíamos avanzado nada en nuestra vida sentimental! Rosa había fundado una fábrica, la había hecho cotizar en Bolsa, ¿no podía complementar la decadencia de su matrimonio con algún que otro ligue intrascendente? Pues no, ahí se encontraba, empantanada en una tragedia del corazón que a nuestras tatarabuelas ya les habría resultado familiar. ¡Al carajo! Esperaba ser hombre en mi próxima reencarnación, o mejor serpiente o mandril, cualquier bicho antes que otra mala copia de la Regenta, Ana Karenina o Madame Bovary.
Bueno, no había logrado una confesión y me había cabreado. Allí la dejaba con su conciencia y el teléfono intervenido por si acaso. Esperaba que reflexionara un poco más sobre lo que le convenía.
Ni se me ocurrió acercarme a charlar con Malena. Estaría arrepentida de haberme ayudado y mi presencia le recordaría su traición a la amistad de Rosa. Enfilé el camino central tan absorta que tardé en darme cuenta de que una mujer me llamaba desde un coche.
—¡Inspectora, inspectora Delicado!
Me acerqué. Tardé unos segundos en reconocer a Ana Vidal, la vecina que vio a la señora Domènech la noche del crimen.
—¿Cómo está? Iba al supermercado cuando la he visto pasar. ¿Es cierto lo que se dice por aquí?
—¿Qué se dice?
—Que la esposa de Salvia está imputada en el asesinato de Espinet.
—Las noticias vuelan.
—Ya sabe lo que ocurre en lugares cerrados. Es terrible lo de Rosa, ¿verdad?
—Cuidado, no se confunda, Rosa no será culpable hasta que la juzguen y el juez la encuentre culpable.
—Opino lo mismo que usted. Acuérdese de la pobre señora Domènech. ¡Me habría muerto si llegan a acusarla sin motivo por culpa de mi declaración! De hecho, sólo se lo conté a ustedes porque Malena Puig insistió.
—¿Cómo?
—¡Oh, bueno, fue pura casualidad! Encontré a Malena en la zona infantil y le conté que había visto aquella noche a la señora Domènech. Yo no quería testificar porque me parecía que no tenía nada que ver con el crimen, pero Malena me recalcó mucho que se lo dijera a usted. Por eso me decidí.
—¿Por qué no me lo comentó?
—No sé, pensé que no tenía importancia. ¿La tiene?
—No, no en realidad.
—Bueno, inspectora, me voy a comprar. ¡Ojalá todo esto se acabe pronto!
—Sí, ojalá.
Puso el coche en marcha y se alejó. Yo me quedé quieta donde estaba, pensando. Malena. En cada recoveco de aquella investigación surgía su nombre. Se había tomado muy en serio su ayuda a la policía. En los primeros momentos nos había pasado datos sobre Lali, sobre el propio Espinel, sobre su viuda. Ahora acababa de saber que su intervención había sido crucial para que Ana declarara haber visto deambular por la urbanización a la señora Domènech la noche del crimen. Convenció a su propio marido para que nos contara las confidencias que Espinet pudiera haberle hecho. Como punto final, su testimonio había sido definitivo para llevar hasta la categoría de principal sospechosa a Rosa Salvia. ¿Demasiada casualidad? ¿Sabía ella desde el principio quién había sido el asesino? No me lo parecía. Malena vivía sin el montón de obligaciones profesionales que acuciaban al resto de los amigos de Espinet, era bastante normal que se hubiera implicado en el caso como no lo había hecho ninguno de ellos. Sin embargo, la conciencia me mordisqueó el lóbulo de la oreja y, como no olvidaba las acusaciones de debilidad que Garzón me había hecho, en cuanto encontré a éste en comisaría le señalé el reiterado concurso de Malena en la investigación para saber qué opinaba.
—Es curioso, sí. Claro que, según usted, fueron sus conversaciones y preguntas las que la movieron a hablar.
—Eso pienso, sí.
—De todos modos, habría que investigarla más a fondo.
—¿Qué motivos podría tener para ocultar al asesino de Juan Luis?
—Que fuera su propio marido.
—¡Oh, no, Garzón!
—¿Cómo que no? En un grupo en el que todo el mundo follaba con el de al lado, cualquier cosa es posible. Claro que si seguimos la estela de cada polvo oculto, al final nos podríamos encontrar con más sospechosos que muertos.
—Es una manera un tanto silvestre de expresarlo.
—En cualquier caso, ahora se nos impone una pequeña parada técnica. Pasado mañana llega el papa y esta noche tenemos un ensayo general del dispositivo de seguridad. ¿Lo recordaba?
Era como si no quisiera recordarlo. Durante un mes la policía de Barcelona había afilado sus armas para poder bailar un baile final perfecto. La
vedette
principal aterrizaba aquella misma noche en el aeropuerto de El Prat después de haber movilizado por completo la ciudad. Se alojaría en el palacio de Pedralbes. Mi único consuelo era pensar que mi participación en la magna organización se limitaría a la misa.
Con esa idea acudí al ensayo en la plaza de la Catedral. El cardenal Di Marteri ocupaba un lugar fijo en aquella coreografía y mi obligación era estar a su lado. Lo busqué. Nos saludamos con amabilidad. Desde que nos había ayudado no habíamos intercambiado ni una sola palabra más. Ambos permanecimos en silencio mientras aquello duró. Busqué al subinspector cuando se dio por terminada aquella absurda prueba.
—¿Qué hace usted esta noche, Fermín, tiene sesión de cine club?
—No, ni hablar.
—Entonces quiero proponerle un plan.
—¿Erótico?
—Sí, con el erotismo que da investigar. Lo invito a cenar en mi casa, y como materiales de la orgía le propongo que traiga todos los expedientes del caso Espinet.
—Ya me imaginaba algo así. ¿Qué vamos a hacer?
—Examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de enmienda.
—Eso es algo de la Biblia, ¿no?
—De la Biblia en verso.
—¿A qué hora quiere que vaya?
—A las diez.
—Allí estaré, aunque le advierto que mañana el papa nos hará madrugar.
—Si estamos un poco dormidos, nos comprenderá, Dios siempre comprende los motivos de los hombres.
—Está usted en vena sacra, ¿eh?
—Es lo que toca.
Puede que Garzón tuviera sus defectos, puede que nuestra relación estuviera ya algo viciada por la cotidianidad, pero no podía negarse que, cuando yo le pedía algún extraordinario, era capaz de pasarme por delante del papa de Roma hablando con toda propiedad.
Fui al supermercado de un
drugstore,
único abierto aún, y compré ensaladas preparadas y espaguetis. Me encaminé a mi casa con el tiempo justo para cocinar.
Cualquiera habría dicho que embarcarse a aquellas alturas en una recapitulación del caso cuando estaba virtualmente cerrado era una barbaridad. Pero debíamos intentarlo. Descartado el whisky después de cenar.
A las diez en punto llamó a la puerta el subinspector. Venía provisto de varios disquetes de ordenador y unas carpetas bastante abultadas. Lo descargó todo sobre la mesa del salón y siguió el rastro olfativo de la cena hasta la cocina. Cenamos allí, hablando de naderías. Rastrear los errores es mucho más difícil que empezar desde cero, de modo que ambos éramos conscientes de la necesidad de una distensión inicial, antes de entrar en la sesión intensiva de trabajo.
Llegados al postre, mi compañero buscó el cara a cara más confidencial.
—No se angustie, inspectora. En el caso Espinet hemos hecho lo que hemos podido.
—El espíritu con el que debemos afrontar este intento final es opuesto a lo que dice, Garzón. Hemos hecho algo mal. Hemos pasado por delante de alguna puerta sin llegar a abrirla, y por eso en el caso no siguen sino planteándose dudas. Hay que asumir que no hemos estado a la altura, revisarlo todo sin ninguna fe en nosotros mismos, ¿comprende?
Asintió mirándome a los ojos e hizo una pregunta que me animó:
—¿Tiene café preparado?
—Todo un cafetal.
Dejamos los restos de la cena sin recoger y pasamos al salón. El ordenador se encontraba en una mesa lateral, y allí nos instalamos.
Yo iba cantando preguntas y Garzón las contestaba consultando los expedientes.
—¿Análisis de huellas?
—Realizado con corrección.
—¿Autopsia?
—Resultados cerrados. Sólo se halló el arañazo como prueba adicional.
—Primer sospechoso: señora Domènech. «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»
—La hipótesis dice que el pajarito que vio fue Lali saliendo por la puerta de atrás, inquieta por su amante. La filipina se adelantó a contarnos la frase por si la señora Domènech la delataba. De paso hacía recaer las sospechas sobre ella. ¿Correcto?
—Presuntamente, sí.
—¿Se realizaron investigaciones e interrogatorios en torno a los Domènech?
—Sí, e incluso un registro. Se descartó su culpabilidad.
—¿Y los guardias de seguridad?
—Olivera, huido, se dio como presunto autor material. El otro no tenía nada que ver.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Y la empresa a la que ambos pertenecían? ¿Se ha investigado, hemos hurgado en sus cuentas?
—¡Hombre, inspectora, no había ningún indicio que lo justificara!
—Da igual, recuerde que estamos intentando rematar cosas sueltas. Haremos una inspección ocular de las oficinas y un nuevo interrogatorio al director. También podemos pedir una investigación de sus cuentas.
Garzón inició una lista sin mucho convencimiento. Adelante, pensé, vamos a organizar tal cristo reclamando investigaciones de última hora que Coronas nos suspenderá de empleo y sueldo.
Prueba a prueba, hora a hora, la lista de Garzón iba creciendo. A las tres de la madrugada, los trámites apuntados eran los siguientes: nueva inspección de las declaraciones a Hacienda de Mateo Salvia. Nueva inspección del expediente de inmigración de Lali Dizón. Nuevo interrogatorio a la viuda de Espinet, esta vez mencionando los pormenores de su relación con Mateo.
Con los ojos velados por el sueño, Garzón se levantó. Habíamos terminado. No había más datos que revisar. Se pasó las manos por la cara, dio una vueltecita por la estancia, y se volvió hacia mí.
—¿Y Malena Puig? —preguntó—. Si ha tenido usted este rebrote revisionista, es porque pensó en las coincidencias que presentaba su actuación.
—La he dejado a propósito para el final. Quiero que lo averigüe todo sobre ella, ¿me oye?, todo, su pasado, quiénes son sus padres... vaya hasta donde pueda llegar.
—Me alegra oír eso.
—Yo no sé si me alegra o no.
Observamos la lista final. Nada sonaba muy prometedor, pero al menos a partir de aquella noche tendríamos la convicción de haber explotado a conciencia hasta el último cartucho. Después... la justicia dictaría sentencia con lo que pudiéramos haber puesto en sus manos.
—Váyase a dormir, subinspector. ¿Quiere quedarse aquí para ganar tiempo?
—No, gracias, al oso siempre le gusta dormir en su madriguera.
—Intente descansar, no me gustaría que mañana confundiera al papa con otra persona.
Soltó una risotada.
—Puede apostar a que no.
Por la ventana de la cocina lo vi salir y caminar hacia su coche. ¡Pobre Garzón!, llevaba el peso del cansancio con dignidad. Pensé que, cuando se jubilara, la vida profesional perdería interés para mí. Sería como una primavera carente de flores, como un baile sin música, como un café con leche sin croissant.
Pasé por el salón, todo estaba en desorden, pero cerré la puerta. Allí quedaron los restos de comida, de sospecha y de humo. Me acosté en seguida y dormí bien, con la placidez de un tronco a la deriva flotando sobre el mar.
Nunca podría haber imaginado que en Barcelona existieran tantas monjas. Los hábitos variopintos que llevaban ya no tenían nada que ver con las arquetípicas tocas voladoras que les daban un aire entre infantil y divino. Los atuendos actuales eran horribles: vestidos grises, marrones o beige que llegaban a media pierna, un trozo de tela sin forma en la cabeza y zapatones masculinos baratos. Cualquier relación con la mística quedaba descartada. Ni siquiera tenían el aire sobrio y recio que las habría identificado como militantes de Dios. Eran vulgares.
Acudieron a millares a la misa del papa. Iban en grupitos excitados y gritones, contentas porque se disponían a presenciar la actuación de su ídolo.
El resto de la gente no me pareció mucho más atractiva. Parecían salidos de una peña excursionista. Hablaban con franqueza evidente, se reían a carcajadas, se movían con gran seguridad. Estaban adornados con el imperceptible halo de las sectas. Con toda probabilidad dedicarían parte de su tiempo a acompañar a viejos solitarios o a cualquier otra obra social meritoria, pero a mí me provocaban una cierta aversión.
Algunos grupos se sentaban en el suelo para cantar a coro y rasguear las guitarras que llevaban. Formaban parte de un colectivo absolutamente
demodé,
tipos virtuosos, campechanos y joviales al servicio de las instituciones eclesiásticas.
La dotación de policías asignados a la plaza de la Catedral era ingente. Hasta que no apareciera la comitiva papal no teníamos otra misión que pasear entre la gente cumpliendo una vigilancia teórica. Todos llevábamos
walkie-talkies
conectados en red y a la central de operaciones. Mi zona era la sureste y me encontraba bastante alejada de Garzón.
Me sentía nerviosa, de un humor nefasto. Cada vez que pasaba junto a uno de aquellos grupos cantarines le lanzaba miradas furibundas. De buena gana los habría detenido por alterar el orden público de la ciudad. Nunca le perdonaría a Coronas que no me hubiera dejado fuera de aquel festejo.
A medida que se aproximaba el momento de la misa, iba acudiendo más gente. El tráfico se hallaba cortado en todo el barrio. Los asistentes llegaban en oleadas, procedentes de la zona de aparcamiento para autobuses. ¿Habían previsto las autoridades semejante desembarco de fieles? No me habría gustado nada morir aplastada por una avalancha católica.
Cerca de las once de la mañana la afluencia de público cesó. Todos se colocaban en los lugares donde iban a permanecer durante la ceremonia. Algunos de mis compañeros habían empezado a revisar mochilas demasiado voluminosas. Me sorprendió que obraran con tanta profesionalidad. Dudaba de que, entre aquellos grupos de fieles, hubiera algún magnicida ataviado con botas camperas dándole al canto celestial.