—¿Qué es esto? ¿Una prueba?
Algo incómodo, Somerset consideró la posibilidad de inventar alguna historia, pero luego se dijo: ¿Qué importa?
—Es mi futuro —explicó—. Pertenece a la vieja casa que he comprado en el campo. Allí es donde viviré cuando me retire.
Tracy ladeó la cabeza y lo miró a los ojos.
—Es usted un hombre extraño, William. Quiero decir interesante. No es asunto mío, la verdad, pero me alegro de conocer a un hombre que… —Miró la rosa con una sonrisa y dejó la frase sin terminar—. ¿Sabe lo que diría David si viera esto?
—¿Qué?
—Que es usted un maricón. David es así.
—Bueno, pues entonces no se la enseñaré —replicó Somerset con una carcajada.
Mills regresó al salón, deslizándose por la puerta entornada para que los perros no pudieran seguirlo.
—No pueden vivir sin mí.
Los perros arañaban la puerta y gemían. Mills se acercó al equipo de música y lo conectó. La suave melodía de una guitarra interpretando blues de Nueva Orleans llenó la habitación, y los perros se calmaron de inmediato. Mills hizo una seña en dirección a la puerta.
—Saben que estoy aquí cuando oyen blues.
Tracy estaba sirviendo la lasaña.
—¿Cerveza o vino, William?
Somerset echó un vistazo a la mesa. A la cabecera, ya había una botella de cerveza. Delante de otro plato vio una copa de vino tinto.
—Vino —pidió.
Mientras Tracy servía otra copa de vino, los hombres se sentaron, y Mills empezó a remover la ensalada. Somerset tomó un trozo de pan de ajo de la cesta que había sobre la mesa y lo dejó en el borde de su plato.
—William, ¿por qué no está usted casado? —preguntó Tracy al sentarse.
Mills abrió los ojos de par en par.
—¡Tracy! ¿Qué clase de pregunta es ésa?
—No, no pasa nada —intervino Somerset—. La verdad es que he estado casado. Dos veces. Pero no funcionó.
Se encogió de hombros y tomó un sorbo de vino.
—Me extraña —comentó Tracy—. De verdad.
Somerset no pudo por menos que reír.
—Toda persona que pasa conmigo una cantidad considerable de tiempo acaba por descubrir que soy… desagradable. Pregúnteselo a su marido.
Mills esbozó una sonrisa tímida, pero no lo negó.
—Tiene razón —se limitó a decir.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó Tracy.
—Demasiado —repuso Somerset cortando un trozo de lasaña—. ¿Les gusta la ciudad?
Tracy lanzó una mirada nerviosa a su marido.
—Acostumbrarse a un sitio requiere un tiempo —contestó Mills—. Ya sabe.
—Claro. Por supuesto. —Somerset advirtió que aquél era un tema delicado entre ellos—. Pero uno se curte bastante deprisa. Se sorprenderán. Hay ciertas cosas en cualquier ciudad que…
Somerset se detuvo en seco al notar que el suelo empezaba a temblar bajo sus pies. El temblor fue aumentando en fuerza y volumen; los platos y los cubiertos comenzaron a tintinear y los perros empezaron a ladrar. Miró por encima del hombro en dirección a la ventana. El metro estaba entrando en la estación elevada que se hallaba sobre la avenida. Le sobresaltó comprobar lo cerca que se encontraba, a menos de quince metros de distancia. No se había dado cuenta hasta entonces. Mills clavó la mirada en su plato con expresión repentinamente huraña. Tracy cerró los ojos y suspiró. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, los platos y los cubiertos volvieron a tintinear. Los perros ladraban como locos.
—¡Lucky! ¡Mojo! ¡Callaos! —les gritó Mills.
Dedicó una sonrisa forzada a su invitado en un intento de fingir que no ocurría nada.
—Enseguida habrá pasado —aseguró Tracy a modo de disculpa.
Era evidente que se estaba muriendo por dentro. Las vibraciones aumentaron a medida que el tren cobraba velocidad, y Somerset agarró su copa de vino antes de que se volcara. Los perros gimieron, y algo se cayó en la cocina.
La forzada compostura de Mills se desmoronó de repente al comprobar que el temblor no cesaba con la suficiente rapidez.
—El tipo de la inmobiliaria…, ese hijo de puta… Nos trae a ver el piso unas cuantas veces. Primero me parece un tipo legal, porque se toma su tiempo para enseñarnos el piso otra vez a pesar de que está ocupado. Pero las dos veces no paraba de meternos prisas. Sólo nos lo enseñaba durante cinco minutos cada vez.
Mills emitió una risita amarga.
—Bueno, lo descubrimos la primera noche que dormimos aquí —terció Tracy, señalando la ventana con un gesto.
Somerset se mordió la cara interior de las mejillas para no estallar en carcajadas, pero no pudo contenerse.
—Es como esas sillas automáticas de masaje. Un hogar apacible y relajante.
Se echó a reír a pesar suyo, y Mills y Tracy no tardaron en unirse a sus carcajadas.
Somerset no podía parar.
—Lo siento… Yo…
—Bah, ¿qué importa? —exclamó Mills sin dejar de reír—. Resulta gracioso.
Somerset tomó otro sorbo de vino y recobró la compostura.
—No he podido evitar ver la medalla al valor que tiene en aquella mesa —comentó para cambiar de tema—. ¿Por qué se la dieron?
—David participó en una detención con…
—Es igual —la atajó Mills—. Estoy seguro de que no le interesa escuchar esa historia.
Mills se había puesto de mal humor en un abrir y cerrar de ojos. A todas luces, no quería hablar de lo que había hecho para merecer aquella medalla. El tenedor que Tracy sostenía en la mano temblaba.
Somerset intentó mirarla a los ojos, pero ella mantenía los suyos fijos en el plato.
—Si me disculpan… —dijo por fin, antes de levantarse y salir de la habitación con brusquedad.
Mills pinchó la comida que tenía en el plato y se llevó un trozo de lasaña a la boca. Masticó con la mirada clavada en el plato. Tampoco él miró a Somerset.
Los platos sucios aguardaban en el fregadero, y Tracy estaba en la cama. La mesa aparecía cubierta de las fotografías del escenario del crimen que fueron tomadas en el despacho de Eli Gould. El tazón de café de Somerset se hallaba junto a la botella de cerveza de Mills, cerca del borde de la mesa. En el equipo de música sonaba Muddy Waters, pero a volumen muy bajo para no despertar a Tracy. Los perros estaban tumbados debajo de la mesa. Mojo tenía el hocico entre las patas y los ojos atentos a cualquier movimiento que efectuara Mills. Lucky dormía a pierna suelta; ¡ya le tocaba a la pobre!
Somerset estaba reclinado en su silla y miraba fijamente una fotografía que aparecía en el escritorio de Gould. Llevaba cinco minutos observándola. Mills se preguntó qué estaría buscando, pero no le apeteció demasiado preguntar.
Mills se levantó y arqueó la espalda. Se estaba quedando bizco de tanto mirar aquellas estúpidas fotografías.
Sin embargo, Somerset permanecía impávido. Tenía la concentración de un monje zen. Mills cogió la botella de cerveza y la apuró.
—¿Más café? —ofreció para romper el silencio.
—Sí —asintió Somerset sin apartar los ojos de la fotografía.
Mills cogió el tazón de Somerset, fue a la cocina y regresó con más café ligero y dulce, como lo tomaba Somerset, y una cerveza fría para él. Somerset seguía contemplando la misma fotografía.
Mills bebió un trago directamente de la botella y giró la cabeza para relajar la tensión.
—Supresión de pulgares.
—¿Cómo dice? —preguntó Somerset.
—Deberían privarlos de los pulgares como castigo por crímenes atroces.
—Ya entiendo —repuso Somerset sin dejar de mirar la instantánea.
—Quitárselos —sugirió Mills dejándose caer en la silla—. Lo siento, señor, pero ese comportamiento no es propio de un primate superior. Se queda sin pulgares.
Ambos guardaron silencio durante unos instantes.
—Supresión de pulgares —repitió Somerset por fin.
Seguía sosteniendo la fotografía, pero ahora se había vuelto hacia Mills.
Mills esbozó una sonrisa. He conseguido que me mires, pensó.
—Nunca se topa uno con nadie que venda accidentalmente un arma a un macaco sin pulgares. Si te cogen, no tienes excusa.
Somerset se llevó el tazón humeante a los labios.
—Fuera pulgares… Pues tiene razón.
—Párese a pensarlo un momento. ¿Cómo podría apretar el gatillo alguien que no tuviera pulgares? Y conducir también le resultaría difícil. Joder, intente sostener un teléfono durante un rato sin los pulgares.
Somerset se lo quedó mirando fijamente.
—¿Sabe?, creo que habla en serio.
—Por supuesto que hablo en serio.
La sonrisa de Mills se convirtió en una carcajada, pero lo cierto era que hablaba en serio. Debería existir algún modo de distinguir a los predadores del resto de la población. En la selva, los colmillos de un animal solían delatarlo. Sería de justicia que los seres humanos contaran con la misma clase de advertencia.
Somerset dejó la fotografía a un lado y se frotó el cuello.
Bajo la mesa, Mojo miró alternativamente a Mills y Somerset. El pobre perro no comprendía qué hacía allí tan tarde aquel desconocido.
—Vuélvame a explicar su teoría —pidió Somersetacerca de cómo mataron a Gould. Creo que se me escapa algo.
A Mills se le formó un nudo en la boca del estómago.
¿Qué estaba pasando?, pensó con recelo. ¿Acaso Somerset creía que su teoría fallaba en algo?
Sin embargo, no dijo nada. Si Somerset había encontrado algún error en su lógica, quería saberlo. Quería aprender de él.
—Bueno —empezó—, en mi opinión, nuestro amigo entró en el despacho de Gould antes de que el edificio cerrara y el dispositivo de seguridad se pusiera en marcha.
También creo que Gould debió de quedarse a trabajar hasta tarde.
—De eso estoy seguro —repuso Somerset—. Gould era el abogado defensor más ocupado de la ciudad y estaba en pleno juicio.
Mills bebió otro trago de cerveza antes de proseguir.
—Encontraron el cadáver el martes por la mañana, ¿de acuerdo? Pero ahora viene lo bueno… El despacho permaneció cerrado durante el lunes lo cual significa que nuestro asesino pudo haber entrado el viernes y esconderse hasta que se fueron los de la limpieza. Podría haber pasado todo el día del sábado con Gould, el domingo e incluso el lunes.
Mills cogió una de las fotografías de la mesa, una toma general del despacho de Gould, con el cadáver del abogado erguido en la silla de cuero de respaldo alto.
—Gould estaba atado y completamente desnudo, pero el asesino le dejó un brazo libre. Entregó a Gould un cuchillo de carnicero. Ahora, fíjese en la balanza que hay sobre el escritorio. No era de Gould. Alguien la trajo, sin duda el asesino. En uno de los platillos había un peso de medio kilo; en el otro, un pedazo de carne.
—Medio kilo de carne —apuntó Somerset, observando la fotografía con atención.
Mills rebuscó entre las instantáneas que había desparramadas sobre la mesa, hasta que encontró la fotocopia de una nota manuscrita fijada con un clip a la fotografía de la misma nota, en la que se veía cómo se había hallado, clavada a la pared detrás del escritorio de Gould.
—Nos ha dejado una carta de amor. Aquí.
Somerset retiró el clip y leyó la nota en voz alta.
—Medio kilo de carne, ni más ni menos. Sin cartílago, sin hueso…, sólo carne. Con esta misión cumplida… ha quedado en libertad.
—La silla de Gould estaba empapada de sudor y meados —comentó Mills—. Llevaba bastante tiempo allí sentado.
—Sábado, domingo y lunes —repuso Somerset con expresión sombría—. El asesino quería que Gould se tomara su tiempo, que permaneciera sentado y pensara en ello.
¿Dónde practicas el primer corte? Tienes un arma apuntándote a la cara. ¿Qué parte de tu cuerpo es la más prescindible? ¿Sin qué parte de tu cuerpo puedes vivir?
—Gould cortó a lo largo del costado izquierdo del estómago. Los michelines.
Somerset cogió media docena de fotografías y apartó el resto. Las alineó como si dispusiera las cartas para hacer un solitario.
—Mire estas fotos con otros ojos —sugirió—. No se deje llevar por la inercia. —Ordenó de nuevo las instantáneas y las superpuso para que el cadáver no resultara visible—. Ahora, aunque sepa que el cadáver está ahí, no piense en ello. Olvide el primer impacto. Siempre hay algo en lo que no nos fijamos. Podría ser un detalle insignificante, pero también podríamos tenerlo delante de las narices y no verlo. Concéntrese hasta que haya agotado todas las posibilidades.
Mills estudió las fotografías por encima del hombro de Somerset, escrutándolas en busca de algo que se le hubiera escapado: algo en las estanterías, algo en el gran cuadro abstracto de la pared, en el modo en que la palabra CODICIA estaba escrita con sangre. Pero, por mucho que lo intentaba, no podía dejar de visualizar el cadáver de Gould en las fotografías.
—El hombre está predicando —comentó Somerset.
—Querrá decir castigando.
—No, predicando. Los siete pecados capitales se utilizaban en los sermones medievales. Había siete pecados capitales y siete virtudes cardinales. Se empleaban como herramienta de aprendizaje para mostrar a la gente las posibles distracciones de la verdadera adoración.
—¿Como en Dante?
—¿Ha leído el Purgatorio? —inquirió Somerset alzando la vista hacia él.
—Sí…, lo he leído. Bueno, algunas partes. ¿Recuerda la parte en la que Dante y su colega están subiendo aquella montaña tan alta y ven a todos los tipos que han pecado?
—Las Siete Terrazas del Purgatorio.
—Eso. Pero en el libro aparece primero el orgullo, no la gula. Si nuestro amigo está siguiendo a Dante, entonces no respeta el orden.
—Es cierto, pero de momento limitémonos a considerar a Dante como la inspiración del asesino. Aquí se trata de la expiación de los pecados, y estos asesinatos han sido una especie de contrición forzosa.
—¿Una qué forzosa?
A Mills no le hacía ninguna gracia que Somerset empleara palabras que él no conocía.
—Contrición significa que uno se arrepiente de sus pecados, pero en este caso no ha sido porque las víctimas amaran a Dios y desearan arrepentirse por voluntad propia.
—Es porque alguien les estaba apuntando a la cabeza con un arma.
Somerset arqueó la espalda y giró la cabeza para relajar el cuello.
—Pero no había ninguna huella en los lugares de los hechos.
—No, nada.
—Y las víctimas no guardaban ninguna relación entre sí.