Me quedé sin el cámara, sin el escultor y sin el informático en la misma semana. Los tres me fueron dejando con un intervalo de dos días cada uno. De tres a ninguno pasé en un suspiro. Los tres rompieron conmigo de la misma manera: consolándome por lo sola que me dejaban y con miedo a que no fuera capaz de superar la ruptura. Los hombres tienen esa vanidad inocente que no se les termina de quitar nunca. Tengan el oficio que tengan y sean como sean.
Me viene a la mente una frase que me dijo una mujer muy sabia: «Los hombres no son todos iguales: son el mismo».
Mi amiga Ana dice que existen dos tipos de mujeres: las que siendo tu amiga se acostarían con tu chico y las que no serían capaces. De las primeras hay que huir y sobre todo identificarlas pronto, dice, porque como los hombres son tontos seguro que conseguirán su objetivo. Algo de razón sí lleva. Yo no creo que los hombres, todos, sean tontos; pero sí creo que no es de fiar una mujer que se acuesta con la pareja de una amiga. A mí eso no me parece bien. Hay, para mí, un código ético que me impide acostarme con el chico de alguna amiga o con amigos de mi chico. Lo considero una falta de respeto hacia tu amiga o hacia tu pareja. Y eso no se hace. Para mí no es lo mismo estar con un hombre casado que con un hombre casado con mi amiga. En el primer caso, él sabrá lo que hace engañando a su mujer; pero si su mujer es mi amiga yo también la estoy engañando. Qué necesidad tenemos, con la cantidad de hombres que hay en el mundo.
Una vez hecha esta declaración de principios he de decir que me repugnan algunas frases como la de que «Fulanita le quitó el marido a Menganita». Es una frase tan machista que casi siempre suelen decirla mujeres. Ya se sabe que no hay un ser más machista que una mujer machista. Y hay bastantes. Habitan en cualquier comunidad de vecinos, en la cola de la compra, en la oficina y especialmente en las tertulias de los programas del corazón. Ahí, en ese hábitat, existe una amplia gama de mujeres machistas que hablan con desprecio de mujeres que follan mucho y ríen las gracias de hombres que hacen lo mismo. En esas tertulias del corazón es muy habitual escuchar la dichosa frasecita de «Fulanita quitó el marido a Menganita».
Volviendo a mi amiga Ana, que no es nada machista, amplía su teoría con algún ejemplo de mujer que ha repetido más de cinco veces en eso de tirarse al marido de una amiga. Cuenta que esa mujer, actriz de profesión, conoce a una chica, se hace su amiga, entra en su casa y a los pocos meses se acuesta con su chico. Ana opina que las mujeres que hacen esto son lesbianas ocultas que con quien desean acostarse de verdad es con las amigas. Me parece un poco enrevesada esa teoría, pero quién sabe.
A mí me pusieron los cuernos con una amiga y me fastidió mucho, la verdad. Sobre todo por mi amiga, que era muy fea y a la que además yo le prestaba mucha ropa. Que no sé si será relevante, pero que se enrollara con mi novio llevando una camiseta mía me dio muchísima rabia. Que fuera fea no sé si me fastidió o por el contrario me alivió. Cuando me ponen los cuernos nunca sé qué es mejor, porque cuando se van con una tía espectacular se te queda más cara de tonta.
La mayoría de las parejas asume la fidelidad entre ellos, si bien luego no la cumple. Muchas personas, la mayoría mujeres, opinan que si ellas están bien con su pareja es imposible que deseen a otro, y que si lo hacen es síntoma de que algo no va bien. Personalmente creo que esa teoría sirve para los dos primeros años, pero a partir de ahí deja de tener validez. Yo puedo querer seguir estando con mi pareja que me gusta, que me pone y con el que disfruto dentro y fuera de la alcoba, y además darme un revolcón por ahí de vez en cuando con algún tío bueno. No creo que sean cosas incompatibles. Es más, creo que la mayoría de gente lo hace, aunque no lo reconozca.
Como ya he escrito, yo no creo en la fidelidad, así que si me ponen los cuernos, que me los pongan sin faltarme al respeto. Ni con familiares, ni con amigas. Que sean lo suficientemente hábiles para que no les descubra y que no repitan demasiadas veces con la misma. Son mis condiciones, que por supuesto yo también cumplo cuando no duermo en mi cama habitual.
Soy desde hace un montón de años adicta a los masajes. Me encanta tumbarme en una camilla y que un profesional amase mis músculos desde el cuello hasta los pies. Un Spa es uno de mis paraísos; busco los mejores y elijo los hoteles en función de la calidad de este servicio. He de reconocer que en los últimos diez años me he gastado en masajes lo que equivaldría a la entrada para un piso. Hasta hace un año que decidí vender mi cuerpo y liarme con un masajista. Me explico. En el Spa al que yo iba de forma habitual y en el que me daban masaje indistintamente mujeres u hombres entró a trabajar un chico nuevo que por turno le tocó un día darme un masaje en mi contracturada espalda a causa de unos inmensos tacones con los que llevaba trabajando las últimas semanas. La tele es en algunos casos una profesión de riesgo. El chico nuevo se llamaba Gerard y no era gran cosa físicamente, pero desde que puso sus manos encima de mí descubrí que era el tío que mejor me había tocado, en cuanto a masaje profesional se refiere. Después de una hora de sesión me dejó sin dolor de espalda y con una sensación de bienestar parecida a cuando te quedas dormida después de haber tenido mil seiscientos orgasmos, o más. Naturalmente, regresé al Spa al día siguiente y solicité los servicios de Gerard, que tras ese segundo masaje me dijo que se iba a marchar del centro y se iba a establecer por su cuenta dando masajes en su propia casa. Por supuesto, le pedí el teléfono y concerté una nueva sesión para la semana siguiente.
El piso de mi masajista estaba en el centro. Una buhardilla en la que tenía por mobiliario una cama, una camilla de masajes, un equipo de música, una mesita con una lámpara con una bombilla azul y un mueble repleto de cremas y lociones. Después del primer masaje en su piso, igual de maravilloso que los dos anteriores que me había dado en el Spa, quise concertar de nuevo una cita para la siguiente semana, pero fue imposible porque no tenía ya ni una sola hora disponible hasta pasados veinte días. Me sentó fatal tener que esperar tanto, pero reservé hora en aquella repleta agenda. La verdad es que las manos de aquel tipo tenían una energía especial y tocaba con una intensidad precisa, justo en el lugar en el que placer y dolor son exactamente la misma cosa. A los veintidós días exactamente estaba tumbada en la camilla con las manos de Gerard recorriendo mi cuerpo: pies, piernas, brazos, cabeza, cuello y espalda. Y al final de la espalda está el coxis, que es la rabadilla, y que cuando te la tocan bien da muchísimo gusto. Llegados a ese punto, el del coxis, Gerard comenzó a presionar fuerte con las dos manos. De repente apartó la toalla que cubría lo que hay debajo del coxis y bajó levemente mis bragas para seguir manipulando toda esa zona. Me dio un poco de vergüenza, pero pasados unos minutos me relajé de nuevo. Gerard debió de darse cuenta y bajó las bragas del todo para masajear mis glúteos. Aquello parecía muy profesional, pero lo cierto es que yo estaba en la camilla tumbada boca abajo y con las bragas en los muslos. Y ya se sabe que cuando las bragas de una no están en su sitio la situación es un poco desconcertante. La verdad es que tumbada desnuda en una camilla y con un hombre tocándome el culo yo me excito. Llamadme rara. Gerard tomó el camino directo y separó mis muslos para masajear el interior de estos desde la rodilla hasta la ingle. Yo definitivamente perdí la vergüenza y de la camilla pasamos a la cama para darnos un masaje completo. He de decir que cuando las manos de Gerard perdieron protagonismo y comenzó a actuar con otras partes de su cuerpo la cosa dejó bastante que desear. Era evidente que ese chico conocía mucho mejor los músculos que los órganos. Los había estudiado más y se le daban mejor. Al acabar intenté pagar el masaje —el primero, naturalmente—, pero Gerard no me dejó. Al concertar una nueva cita y situarnos delante de su repleta agenda, Gerard fue sincero: «No podrá ser hasta el mes que viene, porque no tengo ni un hueco libre», me dijo. En ese momento de desesperación que me producía pasar treinta días sin que Gerard amasara mi espalda fingí diciéndole que me había encantado lo que había pasado y le di a entender que si adelantaba mi cita podría volver a repetirse. A los cuatro días estaba de nuevo tumbada en la camilla. Así una y otra vez. A la quinta sesión de maravilloso masaje y polvo mediocre decidí dejar de vender mi cuerpo al módico precio del adelanto de una cita. Si Gerard hubiera sido en la cama la mitad de bueno que en la camilla, le hubiera pagado el doble, pero os aseguro que aquello no había por dónde cogerlo, en toda la extensión imaginable de esa expresión. Alguien me dijo siendo adolescente que con mi físico debería encontrar a algún marido rico que me retirara. Yo lo único que he sacado vendiendo mi cuerpo son cinco masajes gratis.
Algunas veces tener principios es un fastidio.
Adrien Brody me encanta. Me parece un tío que tiene mucho morbo, muy atractivo y que está muy bueno. Por si alguien no lo sabe, Adrien Brody es el actor que ganó un Oscar por
El pianista
, el que hizo de Manolete, el del anuncio de la tónica, el novio de la Pataki... Ese mismo.
A mí ese tío me parece lo más. Lo que ocurre es que Adrien Brody es un actor de éxito y creo que nos pone por eso, porque si ese chico de nariz desproporcionada fuera el portero de mi casa, me parecería feo de cojones, con perdón. Lo que quiero decir es que el éxito en una profesión glamurosa proporciona al que lo tiene mucho atractivo. Aunque sea injusto, creo que es indiscutiblemente así. Hay tíos, sin embargo, que están buenos de manera objetiva, se dediquen a lo que se dediquen. Pongamos por caso a Andrés Velencoso, que podría ser encofrador, por ejemplo, y hacerte perder los papeles de igual forma. Hay que reconocer que estos son los menos.
Profesiones que añaden belleza a los que triunfan en ellas son, entre otras, las de actor, cantante, modelo, deportista y torero, especialmente esta última. Debe de ser por algún impulso ancestral, pero los toreros tienen un éxito entre las mujeres que siempre me ha parecido digno de que alguna universidad norteamericana como la de Wisconsin haga algún estudio de esos que hacen las universidades como la de Wisconsin y que nunca sirven para nada, como los que demuestran que si comes mucho puerro tendrás más memoria. Pues un estudio de esos sería necesario para conocer los motivos por los que a determinadas mujeres les pone locas un torero. Los hay guapos y muy guapos, pero los hay también que son como Brody o peores y tienen en la puerta del hotel una decena de niñas intentándose colar en la habitación. Tendrá que ser el paquete que lucen sin disimulo el motivo de tanta pasión, porque no creo que sean las medias rosa o los pantalones pirata con lentejuelas lo que despierta la líbido entre las señoras. También influirá que ganan mucho dinero, tienen fincas, grandes coches y salen en la tele. Digo yo.
Al margen de las profesiones que proporcionan fama, hay un oficio que nos llama mucho la atención a las mujeres, entre las que me incluyo. Se trata de los bomberos. ¿A qué mujer no le pone un bombero? Tan fuertes, tan valientes, con ese cuerpazo, con las pruebas físicas tan duras que tienen que pasar para después jugarse la vida para rescatar al gatito que se quedó atrapado en el séptimo piso de un edificio en llamas. ¡Qué me gusta un bombero!
Otro oficio que siempre tuvo buena fama sexual es el de butanero, al que rutinariamente se le atribuye la paternidad de un niño rubio en una familia de morenos. Yo creo que la genética tiene esos caprichos, porque hoy se ha impuesto el gas natural y siguen pasando estas cosas. No hay que darle más vueltas.
El fontanero también ha tenido mucha fama en este sentido, pero yo sinceramente no me lo creo, porque a mí se me antoja imposible insinuarme a alguien que viene a arreglarme el váter. A mí eso lo que me da es muchísima vergüenza. Nunca sé dónde esconderme cuando con la mano dentro de mi taza y mirándome a la cara ese gran profesional me dice: «Esto le va a costar un dinerito, porque hay aquí un
masijo
de pelos y además se
la colao
alguna compresa a
usté
o algún condón a su marido que lo ha
colasao tó. Fueraparte
de lo que es propiamente orgánico, que no termina de fluir por el atranque que
tié usté
aquí. Por cierto, ¿es
usté
la de la tele?».
Hay oficios que no siempre proporcionan éxito, pero que ejercerlos da glamur a los hombres, como el de escritor, pintor o músico. Otros, como administrativo, recepcionista o contable, te dejan un poco fría. Hay profesiones que en hombres dicen mucho más que en mujeres; por ejemplo, cocinero, que cuando se trata de un varón te lo imaginas cocinando en un restaurante de lujo y si es una mujer te la imaginas trabajando en el comedor de un colegio. Por el contrario, hay profesiones que despiertan más excitación en el sexo contrario si las ejercen mujeres que hombres, como las de enfermero y, sobre todo, azafato. Será por clasismo, pero a las mujeres nos gustan más los jefes del azafato y del enfermero, que son el piloto y el médico. Con ambos oficios las mujeres por estadística fantaseamos muy a menudo.
Como conclusión diría que, salvo el caso de Brody, que intuyo que me gusta porque es actor, y el de Velencoso, que estoy segura de que me gustaría de cualquier manera, incluso siendo azafato, a mí en este momento el oficio que más me pone es el de editor. Bueno, a lo mejor no es el oficio y es un moreno de ojos claros que se llama Eduardo al que colgué sin despedirme la última vez que hablamos. Me muero por verle en persona.
Tengo una reunión en la editorial con dos temas fundamentales a tratar. El primero, la bronca que me van a echar porque no estoy cumpliendo los plazos de entrega de los textos, y el segundo es para planificar cómo se hará la promoción cuando finalmente termine de escribirlo. La reunión es con Eduardo y una señora de edad y cara indefinidas. No sé si es guapa, fea o normal, porque no es ninguna de las tres cosas. Tampoco sabría decir ni aproximadamente qué edad tiene, salvo que andará entre los treinta y cinco y los sesenta y cinco años. Hay personas a las que no pillo nunca el punto.
Eduardo preside la mesa de juntas, la señora indefinida está a su derecha y yo enfrente de la señora, a la izquierda de Eduardo. Ocupamos un rincón de la inmensa mesa de la sala de juntas.