Sexy de la Muerte (4 page)

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Authors: Kathy Lette

BOOK: Sexy de la Muerte
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—Bueno, ¿qué va a ser, nena? —preguntó cuando por fin cruzaron la frontera escocesa.

Shelly se había graduado en la Real Academia de Música. Había estudiado cada compositor desde Monteverdi hasta Mahler. Podía aumentar una quinta. ¡Podía aumentar una sexta en tres idiomas, por el amor de Dios! Y sin embargo adoraba que este
cowboy
la llamara «nena». Los hombres se subscribieron al principio de placer y dominaron el mundo. ¿Por qué no podían las mujeres simplemente rendirse al deseo en estado puro y sin complicaciones? ¿Por qué no iban a poder las mujeres ser culpables de lujuria grave en primer grado?

—Oye, ¿qué otra lista de boda incluiría un piso y un coche? —dijo Shelly con sequedad. Se bajó otro vaso de champán para celebrarlo—. Declaro la temporada «Novio abierto».

—Ha habido suerte, porque… ¿sabes qué? ¡Soy un pidemanos! —dijo Kit con entusiasmo antes de voltear a Shelly por debajo de él, separándole las piernas con su cuerpo y sujetándole las muñecas por encima de la cabeza con una mano—. Nos vamos a esa isla, pero no te depiles. —Deslizó la mano por debajo de la espuma del vestido enrollado y la agarró—. Tu conejo es como la actriz de una serie de los setenta… todo carácter, hombreras y pelo a lo afro. Tu mata de vello púbico es Farrah Fawcett Major. Cuando consumemos este matrimonio, Shelly Green, te quiero tal y como eres.

Se besaron durante los últimos kilómetros hasta que la limusina aparcó fuera del Blacksmiths Cottage en Gretna Green. De acuerdo con el folclore escocés, el herrero del pueblo, que unió metal caliente con metal caliente sobre el yunque, también podía forjar una unión entre amantes. Shelly se removió para sentarse, tiró de lo que quedaba de sus pantis enrollados a media asta y miró con recelo a la nube de reporteros expectantes.

Kit le estrechó la mano.

—Gracias, Shelly —dijo con verdadero sentimiento. Shelly detectó una ternura alborotada bajo su bravuconería de chico malo, una enigmática tristeza que no conseguía descifrar del todo—. Sé que ha habido algún que otro burro en tu vida, así que quiero disculparme por adelantado de cualquier comportamiento gilipollesco que pueda mostrar de manera involuntaria.

Shelly rió mientras buscaba a tientas sus zapatos.

—Madre mía, ya es difícil conseguir que un hombre se disculpe a
posteriori
, y no digamos ya
a priori
. Debes de estar borracho.

—Lo que estás haciendo ahora mismo por mí…la oportunidad de empezar de nuevo, en fin… éste es el mejor día de mi vida —confesó con sincera gratitud.

—¡Oh! —el escepticismo misógamo de Shelly se evaporó—. El mío también —se oyó decir a sí misma con la voz entrecortada, como un clon de Doris Day.

—¿En serio?

—Aaajá —dijo, recobrando su equilibrio sarcástico—. He visto a Jennifer Aniston en la televisión esta mañana y parecía un poco regordeta.

Kit le pellizcó la mejilla.

—¿Vamos?

*

Conforme caminaban hacia el Blacksmiths Cottage, todas las miradas estaban puestas en ellos.

—¿Y bien? —preguntó el presentador de
Desesperados y Desparejados
, que se había adelantado—. ¿Lo harían o no? ¿Se dejan o se emparejan? ¿Serían desertores o consortes? —La aglomeración de espectadores expertos mediáticos,
fengshuitas
del destino, locutores de alquiler, equipos de marketing escurridizos, engreídos ejecutivos de relaciones públicas, astrólogos del amor, consejeros matrimoniales, miembros de la Iglesia Libre de Escocia, otros calvinistas escoceses de la iglesia escocesa local y los técnicos informáticos que habían decidido que Kitson Kinkade sería la pareja perfecta de Shelly para toda la vida estaban marcando pulgares hacia arriba y pulgares hacia abajo.

—¡Se dejan! ¡Se dejan! ¡Se dejan!

—¡Se casan! ¡Se casan! ¡Se casan!

Podría haber sido la multitud del Coliseo de la Antigua Roma. El silencio expectante de los ejecutivos de la televisión pesaba sobre ella. Pero cuando Shelly cogió la mano de Kit, la muchedumbre exultó. Un gran estallido de aplausos hizo añicos la atmósfera. Su agitación sintética quedó diluida por los cánticos de los manifestantes puritanos. Kit tuvo que empujar para pasar entre medias de los disidentes, protegiendo a Shelly entre sus brazos mientras atravesaban el patio de adoquines. Shelly podía oír fragmentos de lo que decían los líderes religiosos a las cámaras sobre la santidad del matrimonio.

—Este concurso ha hecho caer al matrimonio a unos niveles nunca vistos. Una imagen inquietante de una cultura de satisfacción instantánea —pontificó un clérigo.

—¿«Ganar» un compañero para un compromiso de por vida? ¿Cuándo se convirtió el matrimonio en una ruleta de las relaciones? —preguntó un anciano.

—Habéis reducido una institución sacra al nivel de un concurso de televisión. ¿Qué tenéis que decir al respecto? —gritó otro en dirección a Shelly.

El presentador plantó su micro en la cara de Shelly.

—¡Yo creía que ni siquiera te gustaban los hombres! Bueno, dinos, ¿has acordado un alto al fuego sexual? ¿Una amnistía amorosa? —«
A este hombre le han dado de comer lengua
», pensó Shelly. Sin duda podía oler su premio BAFTA en la atmósfera mediática—. ¿Un armisticio emocional? El dormitorio… ¿una zona desmilitarizada?

—Bueno, a lo mejor puede haber una tregua en la guerra de sexos —se aventuró a decir Shelly achispada—. Quiero decir, por debajo de todas nuestras diferencias, realmente los hombres y las mujeres queremos lo mismo, ¿no? Amor…

Su voz quedó ahogada por la risa cáustica de la prensa expectante. ¿Una tregua? ¿En la guerra de sexos? ¡Como si la hubiera! La madre de Shelly se habría quedado horrorizada con ella. «¿Qué debe hacer una mujer cuando un hombre está dando vueltas a su alrededor? Recarga y sigue disparando» era su
eslogan
. Las advertencias maternas sobre los malvados hombres estaban prácticamente tatuadas en el cerebro de Shelly.

—¿Y bien? —persistió el locutor.

Kit estrechó la mano de Shelly. Se sentía eufórica. Como el primer y entusiasta acorde de la
Sinfonía fantástica
de Berlioz. Shelly estrechó la mano de Kit en respuesta.

Eran Ellos contra el Mundo.

*

Cuando el celebrante herrero-vuelto-casamentero preguntó si Shelly Green quería tomar a este hombre como legítimo esposo, ella sonrió abiertamente.

—¡Sí!

Cuando le tocó a Kit comprometerse en matrimonio, éste miró a Shelly a los ojos de manera más crítica. Ella sintió su mirada en la boca de su estómago. Hubo una pausa. Una pausa
pintoresca
. Una pausa más larga de lo que Shelly consideraba adecuado. Un murmullo de risitas contenidas recorrió los bancos de la iglesia. Los mapas de Gran Bretaña bajo las axilas de Shelly se expandieron hasta abarcar media Europa.

—¿Tomarás, Kitson Kinkade, a esta mujer, Shelly Green, como tu legítima esposa? —repitió el celebrante.

—Hum —respondió por fin, lacónicamente, sonriendo con chulería a Shelly—. ¿Puedo consultarlo con la almohada?

Se produjo una detonación de risas tensas por parte de la congregación.

—¡BSDH! Buen Sentido del Humor. Por eso el ordenador os unió a los dos cómicos —canturreó a su audiencia el presentador de televisión en una simulación profesional de educación, a la par que gesticulaba frenéticamente para que Kit diera su aprobación de una puta vez.

Kit hizo una pompa perfecta con el chicle en respuesta.

—¿Tomarás, Kitson Kinkade, a esta mujer como legítima esposa? —perseveró el herrero.

Shelly se estaba empezando a sentir tan valorada como un sobrecito de champú de muestra en una revista de moda. Tragó una gran bocanada de aire húmedo de febrero, que la estaba desembriagando con una ráfaga. Exhaló un fino chorro de respiración febril. ¿En qué había estado pensando? Ese hombre estaba a kilómetros de su alcance. Poseía unos pectorales de primera calidad. Obviamente, había tenido los ojos más abiertos que la vagina. Olvida BSDH. En el formulario de inscripción tendrían que haber puesto PNPF… Perdedores No Por Favor. Así sus alumnos nunca habrían escrito su nombre.

La pompa de chicle de Kit estalló, sonando como si se hubiera disparado un arma de fuego pequeña. «Un signo —pensó Shelly— de que quizá debería sumergirse para protegerse en, digamos, Nueva Zelanda.» Su «prometido» se relamió los restos pegajosos metiéndoselos de nuevo en la boca con un latigazo lento de esa flexible lengua. Las cejas del DJ estaban ahora en su pelo.

—Coño, lo haré si ella lo hace —anunció finalmente Kit con impertinencia.

Se hizo la declaración de «marido y mujer» y se deslizó un anillo de oro en su dedo en mitad de una ventisca nívea de flashes de los
paparazzi
y del resplandor cegador de las luces del nuevo equipo de cámaras de televisión. A esto le siguió el sabor ya familiar de esos labios de chicle que aceleraron una vez más el corazón de Shelly e hicieron que su sangre corriera a toda pastilla por sus venas. La multitud de patrocinadores y ejecutivos radiofónicos extendió manos congratulatorias e inundó a los recién casados de besos festivos espectacularmente insinceros.

El presentador hizo las obligadas bromas para morirse de la risa sobre entregar a la novia… «¿Qué? ¿Es que no pudiste conseguir un buen precio por ella?»… antes de plantarle el micrófono a Kit en toda la cara.

—¿Algún consejo matrimonial para otros optimistas desesperados y desemparejados de ahí fuera?

Kit Kinkade no se lo pensó dos veces.

—Bien, chicos, un lametón en su centro recreativo os llevará a cualquier lado —guiñó. Si para entonces las cejas del presentador no estaban suspendidas en el aire a medio decímetro del nacimiento del pelo, definitivamente se alzaron en vuelo tras la posdata de Kit—: ¡Sip! Un poco de leche de Cupido llega muy lejos.

La sonrisa de Shelly era tan tirante que creyó que le iba a cortar la circulación.

Diferencias entre sexos: Compromiso

 

Las mujeres quieren amor y matrimonio y ser felices para siempre…

Los hombres quieren una relación «significativa» de una noche… preferiblemente con siete prostitutas bisexuales.

3

Reclutamiento

«Las ceremonias de boda sólo deberían llevarse a cabo en Lourdes, porque es obvio que hace falta un milagro para que un matrimonio funcione»
, reflexionaba Shelly durante la recepción de medios de comunicación en el Hotel Balmoral, Edimburgo… un mausoleo arquitectónico colosal semejante a un
Titanic
amarrado en Princes Street. Tras la llamada de la prensa fueron acomodados en una habitación lateral para ponerse sus favorecedores conjuntos de luna de miel.

Shelly, que estaba experimentando dolor de mandíbula de tanto sonreír para las fotografías oficiales, sencillamente siguió sonriendo cuando la presentaron con un minivestido Versace de
lamé
dorado, la clase de vestido que ella nunca jamás llevaría. Para cuando agradeció con otra sonrisa el billete de avión a la isla de Reunión para el día siguiente, junto con una maleta llena de vestidos de verano de la talla cuarenta y ropa interior erótica para su ajuar de vacaciones tropicales, más una llave para la suite de recién casados del Balmoral, le daban calambres en las mejillas por los lapsos de sonrisas. Conforme se le iba pasando la borrachera a lo largo de las últimas horas había desarrollado el carisma de un muñeco a prueba de choques. Y Kit Kinkade, sospechaba Shelly, era el vehículo que se aproximaba de frente con exceso de velocidad.

Shelly le dio la espalda a su marido para sacarse el vestido blanco por las caderas, alrededor de las cuales se le derramó como si fuera leche… «
esa cosa por la que no vale la pena lamentarse»
, pensó, luchando abatida.

Kit rechazó la llave de su habitación, explicando que se iba a quedar con unos amigos. Inclinándose sobre su esmoquin de alquiler, a continuación rechazó el traje de diseño de Armani que le había ofrecido un obediente empleado de relaciones públicas y arrebató algunas prendas de ropa arrugada de una mochila manida… vaqueros gastados con una caja de preservativos sobresaliendo de un bolsillo roto, camisa deshilachada de terciopelo con solapas de aletas de tiburón, navaja de muelle… ¿
Navaja de muelle
?

—¿Ése es tu conjunto de luna de miel? —preguntó Shelly, perpleja.

—Aajá…

—¿Adónde vas? ¿A una orgía? ¿Por qué no te quedas aquí en el hotel? ¿Conmigo?

—¡Llevamos casados cinco minutos y ya me estás diciendo qué ponerme! ¡Y preguntándome que adónde voy! —Kit se quitó bruscamente el sombrero de copa de la cabeza y lo lanzó hacia la araña de luces, donde se quedó enganchado y colgando desoladamente—. Puede que el amor sea ciego, pero el matrimonio te abre los ojos como jodidos platos —declaró con amargura.

—¿Cómo… cómo lo sabes? —Shelly volvió a encontrar sus cuerdas vocales—. Tu formulario decía que siempre habías estado soltero.

—¿Qué? —Kit eludió su mirada. Una expresión cruzó como una ráfaga por su rostro… un pensamiento tormentoso.

¿Por qué tenía la sensación de que acababa de sacarle la espoleta a una granada de conversación? De manera instintiva dio un paso hacia él, luego se detuvo.

—Si tienes ese sentimiento respecto al matrimonio, ¿por qué entraste en el concurso? —soltó desconcertada.

—Soy americano —improvisó—. El comportamiento compulsivo es obligatorio. —Se rió, pero no hubo alegría trasnochada ni voz quebrada de fumador en ella. La tristeza emergió en su rostro.

Shelly tenía la sensación de que este hombre tenía tantas salidas que debería haber ganado puntos de viajero frecuente. Shelly recordó con tristeza a los subcampeones que había conocido en el banquete de bodas. Ese amable y sensato analista de sistemas de Ipswich. Aunque elocuente en la jerga informática (un idioma extraño de puertos de expansión que se pueden cambiar en caliente), también reciclaba periódicos y plásticos. Y ese abogado de Milton Keynes. Shelly dudaba que él hubiera confesado al mundo que le gustaba cantar Yodel en el monte de Venus.

—¿Y tú por qué? —Kit se desabrochó la camisa, revelando esos tensos pectorales, y la miró con manifiesta curiosidad—. Entraste en el concurso, quiero decir —había una nueva cautela en su voz.

—Ya te lo dije. Mis alumnos me metieron en esa maldita cosa.

—¿Alumnos? —preguntó Kit, con los ojos cual barrena de mano—. Tú dijiste que unos «amigos» habían inscrito tu nombre. No dijiste nada de unos alumnos.

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