Ramón esperaba mientras su cuñada leía la carta una y otra vez. En un gesto, se retiró algo que le asomaba a los ojos con un golpe del dorso de la mano izquierda, huyendo de la debilidad. Después le dijo que, como en las películas de espías, tenía que romper la carta de Luis. Jimena no le entendió al principio. Se negó, pero Ramón se la quitó de las manos, en mudo y tenso forcejeo. «Haz caso a mi hermano», leyó Jimena cuando quiso sujetar la carta de Luis entre las manos. Y cedió. Ramón destrozó la nota en mil pedazos y los metió en el fogón de la cocina. Después arrojó una cerilla. Se giró hacia la puerta, desde donde ella le observaba.
—Arréglate un poco, aunque estás guapísima. Vamos a tomar un café ahí enfrente, a La Mallorquina. Y hacemos los planes para estas semanas, ¿te parece, cuñada? Anímate, con un poco de suerte pronto estaréis los dos fuera de este país que durante mucho tiempo va a oler a sangre.
Eran poco más de las nueve y la cafetería tenía parroquianos silenciosos, expectantes. La radio nacional, puesta en alto, anunciaba que en ese momento las tropas de Franco bajaban por el paseo de la Castellana y miles de madrileños, brazo en alto, saludaban a los camiones con los soldados. Ramón comprendió que era demasiado para Jimena, así que la sacó de allí y pasearon calle Mayor abajo, hacia la plaza del Ayuntamiento.
El 1 de abril, Franco anunció el fin de la guerra. «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales…».
La muchacha quitaba la radio, porque a veces no podía más. Cada día, daba un corto paseo con su cuñado por el barrio, el centro de la capital, e iba notando los cambios que se sucedían. En la calle Montera, número 6, la sombrerería Brave se anunciaba ahora con un eslogan, «Los rojos no usan sombrero», que también se incluía en la publicidad de los nuevos periódicos del régimen.
Seguían las cartillas de racionamiento —ella no la tenía, Ramón le traía la compra cada dos días—, pero en los bares comenzaba a aparecer el menú único y otras comidas nuevas, que si no hubiera sido por lo dramático de la situación, habría sido para reírse a carcajadas. Una mañana, en un bar de Arenal, Ramón y ella leyeron «ensaladilla nacional, 80 céntimos». No sabían qué ensaladilla sería ésa. Entraron a tomar el café y Jimena, por curiosidad, preguntó al camarero qué llevaba esa nueva ensaladilla.
—Señorita, es la antigua —y bajó la voz—, la rusa, pero ya sabe que ahora no se puede ser de ese país.
Jimena y Ramón soltaron una carcajada por primera vez en muchas semanas.
Otro día, su cuñado le consiguió la imprescindible «ficha azul», la que repartía el Auxilio Social cuando donaba la cuestación que las damas del auxilio, flanqueadas por uniformados falangistas, pedían por la calle. Sin la ficha no se podía entrar al cine. Y Jimena quería ir a ver
Entre esposa y secretaria
, de Clark Gable, Jean Harlow y Mirna Loy. Necesitaba despejar la cabeza y el cine le recordaba a Luis.
Se equivocó. Salió tristísima del cine, recordando la primera vez que, hacía no tanto tiempo, había ido a ver otra película con Luis. Algo en el corazón de Jimena no funcionaba, aunque cada dos o tres días Ramón traía una nota de su marido, siempre en el mismo sentido: «Paciencia, pronto nos iremos».
Una de esas mañanas de la victoria, a las que la joven aún no se había acostumbrado, Ramón le espetó:
—Vamos a ir juntos al desfile, Jimena. Quiero que te vean conmigo, que la gente se vaya acostumbrando a que eres una persona de mi familia. Tendrás que echarle valor. Tengo amigos entre los vencedores. No se te oculta que he comerciado con todos durante estos tres años mientras mi hermano y tú os dedicabais a ser puros con vuestros ideales.
Era la primera vez que Jimena notaba un reproche, un cierto resentimiento en las palabras de su cuñado, que, desde que ellos habían llegado a Madrid como pareja, les había apoyado en todo, frente a la frialdad de doña Elvira. Jimena y Ramón se llevaban menos años. Luis tenía cuatro más que su mujer, pero Ramón sólo dos. Ella nunca le había visto con una chica formal y Luis alguna vez le había contado que su hermano no quería compromisos y le había dado a entender que frecuentaba algunos prostíbulos, algo que a Jimena le producía cierto repelús, a sabiendas de que en Madrid esos prostíbulos muchas veces estaban ocupados por mujeres que habían sido o eran víctimas de aquella guerra. Ya fueran de uno u otro bando. Pero ella no tenía ni un reproche para él. Era verdad, se había ocupado de la parte más desagradable durante esos tres últimos años. De mantener a flote el negocio del almacén de telas y paños, de controlar las fincas de Cercedilla, que intencionadamente habían caído en manos de unos vecinos del pueblo, republicanos pero amigos de la familia de los Masa. Y para colmo, les había asistido con el dinero del almacén sin abrir la boca. Así que esa mañana Jimena aguantó sin rechistar el toque resentido de su cuñado, porque intuyó que él sí que se había tenido que manchar las manos con los estraperlistas, sin mirar ideologías. Pero Luis y ella habían cogido el dinero. Sólo lo necesario para subsistir, sí, pero sabiendo de dónde venía.
Poco después, giraron desde la desembocadura de la calle Mayor, casi en la plaza de Oriente, y siguieron hablando. Ramón le contó que el desfile sería un despliegue aplastante, que Franco quería hacer un alarde ante Alemania e Italia, que pronto estarían en guerra con el resto de Europa. Ya a la puerta del almacén de Pontejos, Jimena abrió el portal y Ramón entró un momento en la tienda para charlar con sus empleados. Quedaron para la mañana siguiente.
El resto del día, Jimena lo pasó pensando en cómo reordenar su vida, mientras trasteaba en la casa, recogía y barría. Había intentado escuchar un rato la radio, pero no podía más con las soflamas. Había una parte de la charla con Ramón que la confundía. Su cuñado había dicho que Luis y ella se irían pronto de España y sintió miedo, mucho miedo. Por la tarde, cogió de nuevo su traje de chaqueta azul cobalto, con el que se había casado un año antes, y le sacó el dobladillo a la falda, hasta bien abajo. Previsora, ella y su madre habían guardado tela del primer recorte que le habían hecho hasta debajo de la rodilla. Ahora, Jimena aprovechó el dobladillo, lo deshizo y añadió el otro trozo, que había venido en su maleta del pueblo, aún sujeta con una cuerda en uno de los enormes armarios del dormitorio. Estaba a punto de dejarse arrastrar por la nostalgia, por el olor que aún desprendía la maleta a su hogar, a humo, a resina… pero no podía permitírselo.
Para tapar la costura nueva que alargaba la falda, Jimena aprovechó un trozo blanco del piqué que remataba la chaqueta y, en forma de pequeña jareta, lo utilizó para cubrir el costurón añadido. Satisfecha con la obra, se encaminó a la cocina y puso las planchas de hierro a calentar.
Mientras se dirigía al armario, a buscar un trapo blanco para poner encima del traje al pasar las planchas, se dio cuenta de que ya era de noche y encendió la radio. El sonido de la marcha militar se interrumpió para anunciar la intervención del periodista y escritor falangista, el «gran» Ernesto Giménez Caballero: «¡Pueblo de España…! Ya lo dijo el Caudillo: la guerra no ha terminado. La guerra sigue. Sigue en silencio: en frente blanco invisible. Y una guerra tan implacable como la que sufrieron hasta el 1 de abril nuestros cuerpos y nuestras vísceras. Es la misma guerra; son los mismos enemigos. Es la misma canalla, que no se resignará hasta su aplastamiento definitivo. Histórico». Jimena sintió frío, aunque las planchas ardían.
Una noche de finales de mayo, cuando la muchacha ya había soportado el primer Desfile de la Victoria del día 18 de mayo y había visto a Franco en persona, de lejos, subido a un estrado, vestido con el uniforme de capitán general —todo se lo explicó su cuñado—, camisa azul de los falangistas y boina roja de los requetés, ridículo, bajito, mequetrefe, la puerta del piso de la calle Pontejos se abrió de madrugada.
Como la última vez, saltó descalza de la cama y salió a buscar a su marido. No hubo palabras. Luis iba vestido de civil, con traje de chaqueta y una camisa nueva, sin duda proporcionado todo por su hermano. Volvía a parecer el joven de buena familia que había conocido en el verano de El Paular. El pelo cortado a cepillo y bien afeitado. Estaba guapísimo, pensó Jimena mientras hundía su cara en el cuello de Luis y le mojaba con sus lágrimas.
—Debe de ser nuestro sino, mi vida. Cada vez que nos encontramos, algo se te cae de las manos, tus lágrimas me resbalan por el cuello, y yo quiero bebérmelas —le susurró al oído, ocultando su propia emoción mientras sujetaba la cabeza de Jimena contra su pecho y, con la otra mano, intentaba levantarla del suelo.
En silencio, sin comentarios, ni siquiera con esas frases de amor nunca gastadas entre los dos. Sólo dos pieles que se reconocían, dos cuerpos en silencio que se olían, se tocaban, se recorrían con una enorme parsimonia, sin las prisas de otras veces. Luis le acarició el pelo una y mil veces, besó sus párpados cerrados, la comisura de su boca, la garganta, el valle entre sus pechos. Y Jimena quería pararle para poder ella besarle a su vez en la nuca, en su cuello, en su espalda, recorrer con sus finos dedos aquellas cejas, los ojos, el perfil de la nariz, como si fuera una mujer ciega que tratara de grabar en las yemas de sus dedos, no sólo en su retina, la imagen de su hombre. Porque eso era Luis: su hombre, su amor, su vida, su compañero.
Fue la primera vez en un año largo de matrimonio que en el momento del gemido final de Luis, mucho tiempo después de haberse reconocido los cuerpos, Jimena no le dejó escapar. Cruzó sus piernas con fuerza sobre los riñones de él, sujetó las nalgas del hombre contra su pelvis con sus manos. Luis lanzó un último jadeo y un «estás loca, vida mía», pero ya era demasiado tarde.
—Necesito algo tuyo dentro de mí, porque ¿te vas, verdad? Para eso has venido.
Todavía encima, con las manos de ella en la espalda masculina y las de él sujetándole la cara, Jimena percibió que había dado en la diana. Luis tenía que irse solo. Nunca antes había sucedido desde que le conocía, pero ahora era él quien escondía su cabeza en el hueco del pecho de ella y comenzó a sollozar como un niño, como si hiciera muchos años que no lo hacía, abrazado a su cuerpo, empapando su estómago y su vientre con unas lágrimas que no sabía que aún podía verter después de todo lo que había visto en los tres últimos años de guerra.
Jimena le acarició el pelo, le susurró como a un bebé, le hizo sonreír cuando murmuró:
—Tus lágrimas son más calientes que las mías y creo que más gordas, mi amor.
Calmados los ánimos, él le explicó que tenía que cruzar a Francia. Pero él solo, porque así lo había establecido el partido, al final, el único capaz de organizar su salida y la de algún otro compañero. Las cosas que estaban pasando en Madrid y en provincias eran terribles. No quiso entrar en detalles con ella, pero le pidió que confiara en Ramón, su hermano.
—Tiene amistades en el nuevo Gobierno. Yo no sé cuándo podré volver, pero él sí que puede hacer algo por sacarte fuera. No te asustes si los primeros meses no aparezco. Es más, tengo que desaparecer, mi amor. Han cogido expedientes y documentación del partido que no dio tiempo a destruir por el golpe de Casado. Hasta ahora, me he salvado por los pelos. Han ido a buscarme hasta a casa de mi madre.
Y poco más quisieron hablar, salvo del mañana, del poco tiempo que transcurriría hasta que volvieran a verse.
—¿Cuántos días, cuántos meses piensas estar por allá?
Recitaba Jimena el romance del conde Sol que tantas veces le había contado en la cama, después de hacer el amor, igual que le había leído el de la loba parda, aquella que quería comerse a su padre en una noche de nieve. Mil veces sacados y releídos del viejo y pequeño romancero forrado de tela roja, de seda sobada que un día llegó a Madrid en la maleta de asa de hierro desde Rascafría. Desde entonces, dormía en el cajón de la mesilla.
Deja los meses, condesa, por años debes contar. Si a los tres años no vuelvo, ya puedes salirme a encontrar.
Luis cambió la última estrofa del romance, porque lo que tenía muy claro es que a él nadie le iba a dar por muerto. No pensaba dejarse matar.
Como la vez anterior, al amanecer, Luis le rogó que no se moviera de la cama. Quería recordarla allí. Se vistió ayudado por ella, pero después la obligó a meterse entre las sábanas y Jimena ocupó el hueco que había dejado Luis. Él subió las sábanas y la colcha hasta el cuello de ella, le besó los párpados y los labios, y se deslizó por el pasillo. Durante los siguientes años, en las situaciones más brutales de la vida que le iba a tocar vivir, Jimena nunca olvidaría ni el calor de los labios de Luis en sus ojos ni el suave clic del pestillo de la puerta al cerrarse aquella mañana de finales de la primavera de 1939, en un piso de la calle Pontejos, en el corazón del viejo Madrid.
Cuando dos días después estuvo en condiciones de ponerse en pie, de recomponer su cara y su palidez con los polvos de arroz que Ramón le había traído con un sencillo mensaje de «todo ha salido bien», lo cual significaba que su marido estaba a salvo, Jimena puso la radio. Celia Gámez cantaba
Ya hemos pasao
. La nieta de la Justa, la hija de la Carmen y del Lorito, la mujer de Luis Masa se juró en ese momento que por ella no, por ella no habían pasado ni iban a pasar jamás.
Lo primero que hizo Ramón fue conseguirle una cartilla de racionamiento. La llevó una mañana a su despacho, también en plena Puerta del Sol, pero en la esquina de la Carrera de San Jerónimo, la sentó frente a su mesa y se dispuso a hacer unas llamadas. Cada conversación que su cuñado iniciaba por el teléfono negro de baquelita arrancaba con un «¡Arriba España! ¡Viva Franco! Buenos días, fulano, soy Ramón Masa. Sí, sí estoy bien. Doña Elvira también, gracias a Dios. Oye, necesito una cartilla de racionamiento para un familiar mío. No, no. Familia política de mi padre. Sí, es una mujer. Jimena Bartolomé Morera. Sí, ha estado escondida, la pobre, ya sabes, en estos tiempos… Está en Madrid. Sí, sí. Se aloja con mi madre y conmigo. Gracias, fulano. ¡Arriba España! ¡Viva Franco!». Clic del teléfono.
Jimena miraba a su cuñado perpleja. Toda aquella parafernalia le producía cierta mezcla de irritación y comicidad. Se reía de su cuñado, que la miraba sonriente a su vez.
—¿Te parezco ridículo? Yo también me lo parezco, pero soy un tipo pragmático. En dos días tienes que ir a recoger la cartilla. Ponte guapa, como tú sabes. Y hazte un «¡Arriba España!» en la cabeza.