En aquella galería, Jimena conoció a Trini Gallego, comunista, enfermera y comadrona que estaba presa con su madre y su abuela. Con ellas vivió su primer amanecer en Ventas. Brutal. Como el de todas sus compañeras. Cuando la luz de las estrellas se entibiaba por la amenaza del sol, lentamente, la docena de mujeres amontonadas en aquella celda se incorporaban en silencio.
Los cuerpos se apoyaban unos en otros; las que estaban contra la pared ayudaban a sujetar a las del centro. Un roce de ropas silenciosas, de humanidad sudada, de respiraciones entrecortadas o ansiosas se extendía por aquel lugar donde olía a muerte.
—Esta noche creo que no se ha abierto ninguna celda —murmuró Trini Mora, la octogenaria abuela de Trini Gallego.
El ruido acalló sus palabras. Uno tras otro se oyeron los fusiles que disparaban en las tapias del cercano Cementerio del Este. Como los gritos de los torturados en Gobernación, las ráfagas de balas provocaban en las mujeres un dolor que a muchas les hacía doblarse, sujetándose el estómago; otras lloraban mientras contaban los tiros de gracia y otras, destrozadas e iracundas, soltaban su rabia insultando a «los bestias, los asesinos», a quienes no les bastaba con haber ganado la guerra. Seguían sedientos de sangre.
Cuando Jimena salió poco a poco de aquel estado de espanto y comprendió la enormidad del terror, posó sus ojos en la mujer que tenía al lado, la vieja de ochenta y siete años que había comentado lo de la apertura de celdas. Se giró muy despacio, y con la voz estrangulada, como temiendo una respuesta que pudiera llevar a aquella joven al mismo paredón de donde acababan de oír los tiros, Jimena preguntó a la enfermera:
—Trini, ¿vosotras por qué estáis aquí?
Hacía calor aquel 12 de abril de 1939 en Madrid. Al menos, eso es lo que sentía Trini en el cuchitril que correspondía a la portería de la finca del marqués de Santo Domingo, sita en Marqués de Villamagna, 6. Su casa desde que nació, desde que su abuela, la lavandera Trinidad Mora, natural de Cogolludo, pobre, viuda y con dos hijas, conquistó por méritos propios el modesto castillo que fue hogar de tres mujeres y media: Trinidad Mora, sus hijas Petra y Basilisa, y su nieta, Trini Gallego. La media mujer correspondía a Basilisa, que servía en casa de unos señores y pasaba los veranos en sus fincas, en Santander.
Cuando Trini oyó llamar a la puerta aquella mañana, se le encogió el estómago. Sólo por el tono de los golpes, intuyó que algo iba a suceder. Habían pasado poco más de quince días desde que las tropas fascistas entraran en Madrid y el cirujano jefe del hospital donde Trini había pasado el último mes en sus tareas de enfermera les anunciara que se había firmado un acuerdo. La guerra había terminado, como rezaba el parte de Franco leído once días antes por la radio. Les mandaron a cada uno a su casa. «Franco ha dicho que los que no tengan delitos de sangre no tienen nada que temer. ¡Suerte!».
La enfermera Gallego no sabía cuánta suerte iba a necesitar en la próxima década, ni cuán falsos eran los anuncios del nuevo régimen sobre el perdón, pero tomó el autobús de vuelta a Madrid con las piernas pesadas como el plomo, como si aquel trayecto hasta la portería de su abuela significara desandar todo lo que había andado en los últimos cuatro años, desde que en 1935 entrara en el PCE.
Mientras los golpes atronaban la humilde puerta del cuchitril, la comadrona Gallego tuvo tiempo de respirar hondo, sujetar por el brazo a su abuela, para ir ella hacia el hueco y abrir, mientras recordaba el «¡No pasarán!». Sí, habían pasado y ahora estaban en su puerta.
Trini no había salido mucho las dos últimas semanas. Algún vecino de buena voluntad, aunque en la casa eran de mayoría fascista, le había advertido que tuviera cuidado con otros inquilinos. El chivatazo era el pan nuestro de cada día, la hora de tomar venganza.
Por fin, un día se atrevió a salir. Cruzó a por el pan y a buscar un poco de achicoria. Al primer vistazo, su mirada atrapó los cambios nada sutiles ocurridos durante las semanas que había estado encerrada desde que había regresado del hospital. El barrio de Salamanca había permanecido bastante a salvo de los bombardeos. Su aspecto era muy diferente del que presentaban las zonas de alrededor del Clínico, adonde Trini había acudido el 19 de julio de 1936, enviada por el partido, y de donde había regresado tres años después. Tan lejos y tan cerca en la misma capital. Sólo en media docena de ocasiones había escapado del olor de los enfermos para visitar a su madre y a su abuela por la noche.
Mientras atravesaba la calle recordaba aquel día de julio, recién conocido el alzamiento de los militares, cuando partió hacia el hospital con otras camaradas. El coche que las transportaba llevaba un colchón en el techo para protegerlas de las balas y las bombas. En la capital, los milicianos buscaban enfermeras de quirófano y profesionales que supieran hacer una transfusión de sangre a los heridos que llegaban del Cuartel de la Montaña, por eso una camarada fue muy temprano a buscarla. Nada más llegar crearon un banco de sangre con la gente que tenía carnés de militante de algún partido o del sindicato del Frente Popular. De algunos médicos no se fiaban.
Fueron días tan intensos que Trini perdió la noción del tiempo. Trabajaba día y noche con otras compañeras, en sustitución de las monjas, que no se quedaban en las horas nocturnas por miedo a los rojos.
Trini sólo salía del Clínico para asistir a alguna reunión del partido o encontrarse a hurtadillas con Antonio, un médico del que se había enamorado perdidamente en aquel ambiente de asfixia y dolor. Por aquel hombre perdió la cabeza durante mucho tiempo y por aquel hombre y la guerra olvidó a las mujeres de su cuchitril de portería. Ahora se le antojaba que había transcurrido un siglo desde que de jovencita paseaba por el barrio donde había nacido.
Incluso esa mañana en la que, por fin, se atrevió a aventurarse a la calle en busca de unas provisiones que escaseaban, iba pensando en dónde estaría Antonio mientras rememoraba la intensidad de los meses y meses vividos en ese Madrid bombardeado, acosado hasta anteayer y que ahora le parecía un sueño lejano. Era la misma ciudad de hacía un par de semanas, cuando regresó a casa con la guerra perdida, sólo que ahora aquellas calles de toda la vida le parecían otro lugar, otro mundo.
Perdida en sus recuerdos, regresó al cuchitril de la portería con las manos vacías. Se le cayó la cara de vergüenza. En los días que siguieron, su madre le enseñó dónde encontrar algo de comida.
A Trini le costó acostumbrarse a buscar pan negro y algo que llevarse a la boca, pero en cada salida vislumbró el Madrid repleto de negros hábitos de monjas, de sotanas de curas, de uniformes militares. Y la ausencia absoluta, como por ensalmo —se debían de haber evaporado por las chimeneas—, de los monos azules de los obreros, de los pañuelos al cuello de los madrileños chuletillas, del ¡resistiremos! No había intentado contactar con el partido. Sabía de detenciones y caídas, pero había pasado la guerra como enfermera, roja, sí, del PCE, sí, pero sin un delito de sangre.
Sin embargo, cada vez que se cruzaba con los uniformes falangistas, una plaga de la capital, se cambiaba de acera. Detrás o delante de las sotanas y los hábitos, entre las gentes vestidas de negro, ya fuera por luto de unos u otros, siempre aparecía un falangista. Si no en carne y hueso, en los escaparates, donde los retratos de Franco y José Antonio competían, mirándose uno a otro de frente o de reojo. Por todo el barrio, de los balcones o las ventanas, colgaban las cintas rojas y negras que a Trini le daban un poco de risa entre tanta tragedia. Su madre aún le preguntaba cómo era posible que los de Primo de Rivera tuvieran los mismos colores que los anarquistas. Escudos de flechas y yugos por todas partes. De la noche a la mañana habían desaparecido la hoz y el martillo, el puño en alto o cualquier otro símbolo que recordara al Madrid frentepopulista.
Fue con el escudo de las flechas y el yugo bordado en la camisa azul con lo primero que Trini se topó aquella mañana cuando por fin abrió la puerta. Dos jóvenes falangistas preguntaban por ella: «Sí, soy yo, ya voy». Acto seguido, cuando se disponía a dar la espalda para coger una chaqueta y despedirse de su madre y de su abuela, los dos chicos, rifle en mano pero sin apuntar, leyeron sus nombres.
De nada sirvieron las protestas de la nieta.
—¡Tiene ochenta y siete años! ¡Dejadla aquí! —insistía Trini, a punto de perder los nervios al ver que también se llevaban a su abuela.
—No es para nada. Se trata de unas formalidades. Enseguida estarán de vuelta.
Las tres mujeres dejaron la portería, flanqueadas por los dos falangistas, mientras algunas puertas de los vecinos se arrastraban con sigilo. Otros sólo abrieron la mirilla. Atrás quedaban las décadas de servicios prestados por Trinidad Mora, portera para todo, para amortajar a los muertos venidos a menos, para lavar a las viejas marquesas que olían mal. Allá también iba, camino de las Salesas, su hija Petra, la modistilla que arreglaba los vestidos por dos perras gordas, que había copiado figurines y cosido sábanas y colchas hasta altas lloras de la madrugada, porque la señorita, hija de la marquesa, necesitaba los últimos retoques del ajuar; y allá iba también la otra Trini, la nieta, la niña que había cuidado y entretenido a los otros niños de la casa cuando la fámula libraba los jueves por la tarde o cuando era despedida por la señora al descubrirse que echaba la siesta con el señor mientras la dueña estaba en la partida de
bridge
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Allá iba la niña que quería ser comadrona, como había visto hacer al médico ginecólogo del tercer piso. Nada le parecía más apasionante a Trini que ver parir. El día que tuvo que ayudarle en una emergencia, cuando el ginecólogo tiró de aquel trocito de carne que se atascaba entre las piernas de una madre primeriza y detrás salió el cuerpo y la bolsa, la niña adolescente supo que aquello era lo que ella quería hacer de por vida: ayudar a venir al mundo. Parir era mucho más apasionante que dar las prendas a su abuela para amortajar a los viejos ricos de la casa. Era sólo una chica menuda cuando aprendió el recorrido entre nacer y morir. Sin transición, sin aspavientos.
Todo eso y mucho más quedaba atrás cuando caminaba con su abuela y su madre, empujadas por los falangistas. Al fin y al cabo, ¿qué iban a ser una lavandera convertida en portera, una modistilla y una nieta con pretensiones, que desde adolescente había constatado que los niños que cuidaba en la casa y la querían no la conocían en la calle? Pues republicanas y rojas.
Por eso nadie movió un dedo, aunque la nieta sospechaba quiénes eran los vecinos que las habían denunciado. Estuvieron días detenidas en los sótanos de las Salesas, rodeadas de otras mujeres en situación similar, sólo que las Trinis y Petra ignoraban de qué se las acusaba.
Sin conocer los cargos, fueron trasladadas a la prisión de Ventas. Aquel olor podrido, mujeres tiradas por las esquinas, los pasillos, las escaleras, al lado de las letrinas que desbordaban mierda. Entraban a riadas, a manadas, sacadas de los camiones que abrían su compuerta trasera para arrojar masas de mujeres con el pelo rapado, algunas aún descompuestas por el aceite de ricino que en cantidades brutales las habían obligado a beber en sus pueblos los triunfadores para luego pasearlas por la calle principal mientras se cagaban encima.
Venían de los cuartelillos de la provincia de Madrid, de Guadalajara, de Toledo. Más tarde de Badajoz, de Valencia, de Murcia. No importaba. Ventas, el modelo soñado por Victoria Kent para redimir mujeres, se había convertido en un contenedor de carne humana al que las funcionarias voluntarias, camisas viejas y nuevas, intentaban convertir en basura, en despojos.
Aquellas manadas de jóvenes de las Juventudes Socialistas Unificadas, chicas que aún entraban desafiantes, como la propia Trini, eran inconscientes de lo que les esperaba allí dentro.
Pero Trini no hacía más que pensar en los ochenta y siete años de su abuela y en los cincuenta de su madre. Se encontraban allí por su culpa. Y le daba vueltas y más vueltas mientras peleaban por repartir el baldosín de la celda o del pasillo para dormir, mientras intentaba echar una mano a otras viejas como su abuela, mientras maldecía y trataba de encontrar en aquel abril, recién estrenado el triunfo fascista, a viejas camaradas o amigas. La mantenía con fuerza pensar que todo aquello tenía que durar muy poco tiempo, porque los suyos volverían. Rellenó la ficha de ingreso en la prisión y escribió: enfermera y comadrona.
Para cuando la enfermera terminó de relatar a Jimena su historia, estaba ya avanzada la mañana. Suspiró y miró a la mujer que la había escuchado sin abrir apenas la boca. Había hablado y hablado, sólo interrumpida por la bajada al patio y los cantos del
Cara al sol
. Jimena, dentro de su tristeza y del dolor, entendió otra pieza más de aquel horror y que no estaba sola. Durante aquella madrugada había nacido una amistad.
A la joven comadrona también le impresionó gratamente la de Rascafría. Tenía una fuerza extraña, una energía férrea que sacaba de quicio a las funcionarias más crueles.
Porque Jimena no se enrabietaba como ella u otras presas, reflexionaba Trini mirándola. No. Jimena masticaba el silencio, cargaba su cabeza y su alma, y no tenía muy claro que fuera comunista, pese a los ideales del marido. ¿Cómo se podía sobrevivir allí con esa dignidad sin tener claras las razones ideológicas por las que estabas encerrada?
—Mi padre es socialista. Se llevaba bien con Luis. Bueno, las veces que estuvieron juntos. Yo tengo las ideas confusas aún entre vosotros, los comunistas, y los socialistas. Pero sé que tengo corazón de izquierdas. Me late más deprisa por ese lado —ironizó ante las preguntas de la Gallego.
Sí, Jimena no era comunista, pero había sido admitida en la pequeña comunidad montada en la celda siete durante mayo y junio. Se repartía todo lo que llegaba, que era muy poco, porque las familias de las presas tenían tanta hambre fuera como ellas dentro.
Ella no tenía quien le llevara nada. Su familia no sabía que estaba en la cárcel y, por alguna extraña razón, estaba segura de que iba a salir pronto, porque tampoco tenía la menor idea de por qué estaba allí. Era difícil explicarle que ser la mujer de un comunista destacado, y fugado, por más que perteneciera a una buena familia, era motivo suficiente para que la tuvieran encerrada a la espera de que él apareciera para detenerlo.