Algunas de las señoras también llevaban medias de seda y se apartaban, temerosas de hacerse una carrera, del roce de alguna criatura descuidada. Las ansiadas medias de seda que Luis tanto había buscado para Jimena.
La joven reparó en la de tiempo que llevaba sin sentirse mujer, sin arreglarse para nadie, como todas sus compañeras. Por no tener ni siquiera tenían un espejo en el que mirarse, salvo el reflejo de los ventanales al amanecer o por la noche. Y en Ventas eran más grandes, aquí eran ventanas pequeñas de doble hoja. Tampoco se sentía mujer en otros muchos aspectos. Después de dar a luz a su hijo, la regla sólo le bajaba cada dos o tres meses.
—Es la avitaminosis. Todas tenemos la tripa hinchada, como vacas preñadas, y las patas de gallina —les había dicho Paz antes de que la trasladasen de nuevo fuera de San Isidro, a otro penal.
La mayoría de las mujeres tenían esos desarreglos, además de la tos ferina, que ahora amenazaba a los niños. Jimena estaba preocupada. Paz y Trini sabían que había un brote de tos ferina en la enfermería, entre los niños. Se contagiaba con una facilidad pasmosa, así que ella se pasaba la hora que cada día podía estar con Luisito poniéndole los dedos en la garganta, en su cuellecito hermoso, mirando sus ojos verdes por si mostraban tristeza o estaban apagados, pegándole el oído al pecho, a la espalda, mientras disimulaba que le abrazaba. Aunque también le abrazaba. Porque había una cosa que no había podido superar. Cada día, cuando tenía que separarse de su hijo, el alma se le partía en dos. El corazón y todas las vísceras de su cuerpo le atenazaban la garganta. Las ganas de gritar estrangulaban los sollozos de aquella muchacha que un día había sido tranquila. Cuando arrancaban a su hijo de su lado, Jimena se moría un poco cada día. Lentamente.
Interrumpió sus dolorosas reflexiones cuando el niño tiró fuerte de su manita con un «¡ay, mamá!». Le estaba haciendo daño en la mano.
—Perdona, hijo —murmuró. Al tiempo que se agachaba a coger al niño en brazos, se dirigió a Trini, mientras miraba a la Topete, que parecía una esfinge—: ¿Has visto cómo sonríe hoy? Tenemos el titular para esos fotógrafos: señores, las presas y los niños de esta cárcel vemos sonreír a María Topete por primera vez.
—Yo la he visto sonreír alguna vez. Con los hijos de las comunes. Por ejemplo, cuando coge en brazos a Pepi, la niña de tu amiga Angelita. Esa niña, con su pico de oro y lo que la quiere, le hace reír. Lo vi un día en la terraza.
—Sí, Angelita dice que tiene predilección por su Pepi. No me extraña. La niña es tan graciosa y mona…
—Mirad al pobre Clementito. Ya le llevan preparado para las fotos.
Petra tenía una especial fijación con Clementito. Era un niño majo, regordete, hijo de una de las presas que tenían también tareas de ayudantes. Sentía una compasión enorme por su madre, a la que había visto en la cocina, con Angelita. Blanquito y rabiato, al pobre niño, al contrario que a Pepi, tantas atenciones le ponían enfermo. Él sólo quería estar con su mamá, con la que había pasado todo el tiempo desde que habían llegado a Ventas. Ahora, con sus más de tres añitos, se veía alejado de la madre, que, como todas las demás, sólo podía verlo la hora diaria. Siempre que podía, el niño se escapaba del patio, se escurría entre las piernas de las funcionarias para pegarse a la puerta de la cocina, cerrada con llave y con una funcionaria guardándola, y gritaba llorando:
—¡Mama, mamá!
Y así uno y otro día desde que llegaron a San Isidro. La madre gemía al otro lado del tabique, y sus lágrimas caían sobre aquellos guisos asquerosos que la Topete pretendía que fueran un gran alimento para las criaturas. Para Petra, los gritos del niño cada mañana y el llanto de la madre —que de vez en cuando ayudaba en la cocina— eran como un martillo pilón sobre su cabeza. Le reventaba que al niño lo utilizaran de mono de feria, mientras la madre se pudría dentro y lloraba por ese hijo que tanto le había costado sacar adelante en su peregrinaje por las cárceles españolas. La separación era brutal para todas aquellas mujeres.
—Ahí está —susurró Jimena.
Acababa de ver a Ramón cruzar la puerta del chalé, que ese día hasta estaba engalanado con plantas en la entrada. Algo muy propio de la Topete, que también se las había puesto en su despacho.
La muchacha no se asombró cuando Ramón, tras decir algo a la funcionaria que guardaba la puerta, se acercó hacia el grupo de autoridades y periodistas y saludó al director, Amancio Tomé, quien a su vez le presentó a las otras personalidades que le rodeaban. Pero no pudo evitar una oleada de miedo cuando María Topete fijó sus ojos en Ramón mientras le apretaba la mano con firmeza. Se detuvo ante ella un momento e intercambiaron un par de frases. Después, la directora de la cárcel giró su rostro hacia donde estaban Jimena y el niño. Con un gesto del cuello, que ese día sobresalía del uniforme impoluto, señaló hacia allí.
Por alguna extraña razón, como la primera vez que la vio, Jimena se dio cuenta de que María Topete había sabido durante toda la mañana, desde que se abrieron las puertas de la prisión, que ella y su hijo estaban allí. Siempre, dentro y fuera de la Carrera de San Isidro, la Topete era la sombra de Jimena y de Luisito. Sabía hasta en qué momento respiraban más fuerte o tenían que ir a hacer sus necesidades.
Ramón, elegante y bien trajeado, avanzaba hacia ellos con un gran paquete en las manos y una amplia sonrisa. Se paró ante su cuñada. La encontró delgadísima, pero tan atractiva como siempre, pese a la modestia con la que iba vestida. «Estoy enfermo, pero también de culpa». La idea cruzó como una estrella fugaz por su cabeza mientras el corazón se le desbocaba, al tiempo que tendía la mano libre a Jimena. Tras dudar un segundo, se inclinó a besarla en las mejillas.
—¿Cómo estás? Te has cortado el pelo…
—Bien. Ya ves, es para no alimentar más de lo debido a los piojos. ¿Y tú?
Pero Ramón ya no escuchaba la respuesta. Se agachaba hacia el niño que había entre su cuñada y Trini, mientras Petra, algo más alejada, le observaba con curiosidad.
—¡Dios mío, Jimena! Es igual que Luis. Tiene sus mismos ojos. Es increíble. Hay una foto nuestra en la chimenea de Don Ramón de la Cruz en la que mi hermano es clavado a su hijo. Dios, Dios…
Ramón no pudo seguir hablando. Intentó coger al niño en brazos, pero Luisito dio un paso atrás mientras se soltaba de la mano de Trini y se aferraba a las de su madre.
—Cariño, es el tío Ramón. ¿Ves? Es bueno…
La madre se había agachado hasta la altura del niño y de Ramón, y mientras decía lo bueno que era, le pasaba ligeramente su mano desnutrida de dedos de hueso de pollo por la solapa del traje. Trini y Petra se retiraron discretamente.
—Mira, Luis, mira lo que te he traído…
Algo se removió dentro de Jimena al oír el nombre de su marido y de su hijo en boca de su tío. Y Ramón, con manos trémulas, intentaba desatar el gran paquete ante la mirada del niño, que no se soltaba del brazo de su madre. Fue ésta quien terminó por quitarle el paquete de las manos a su cuñado y abrirlo. Otro paquete envuelto en papel de estraza y bien atado con cordel blanco, no con cuerda, cayó al suelo, mientras Ramón cogía la caja en la que había dentro un gran camión, con conductor incluido y varias piezas de madera de colores, con diferentes formas geométricas, incrustadas en el volquete.
—¡Es precioso! Mira, hijo.
Jimena llevó las manitas del niño hacia el volquete, para que intentara sacar las piezas, pero era demasiado para aquellos dedos pequeños. Fue Ramón quien actuó más rápido; le cogió de la muñeca y le enseñó la cabina del camión. Todas las piezas de madera de colores, triángulos, cuadrados, rectángulos, cilindros, cayeron al suelo ante el asombro de Luisito. Ramón puso entre sus manitas el círculo y el cuadrado mientras metía las manos bajo los brazos del niño, que, sin darse cuenta, ya se había soltado de la mano de su madre.
Jimena y Ramón permanecieron agachados un rato, alrededor del niño, que ya se había sentado en el suelo de cemento con sus figuras de madera. Con el silencio oprimiéndole el corazón y el alma, Ramón miraba a su sobrino obstinadamente para que Jimena no percibiera sus ojos llenos de lágrimas. No había mentido ni un ápice: el niño era el vivo retrato de su hermano.
—Mírame, Ramón. No pasa nada. ¿Me oyes? Estamos vivos los dos.
Jimena percibió el estremecimiento que recorría el cuerpo de su cuñado y cómo apretaba los labios, tragando saliva, al tiempo que dos gotas le resbalaban por la cara.
—Por Dios, que el niño no te vea llorar. Me vuelvo loca aquí dentro para que no vea más lágrimas de las que ya vertemos.
—Perdóname… Espera, dame un segundo. No puedo soportar no haber sido capaz de sacarte de aquí. No me dejan, no quieren, no sé qué coño exigen… Si lo supiera…
—Es esa mujer, Ramón. Algo quiere del niño y de mí.
—¿Quién?
—La Topete. La directora de este campo de concentración donde todo lo que ves ahora es una gran mentira.
—Es curioso. Cuando he ido a saludar a Amancio, el director de Prisiones, a quien me presentó ese amigo que tengo en Gobernación y con el que he intentado sacarte de aquí, ha sido ella la que se ha dirigido a mí. Me ha preguntado por mi madre. Por lo visto, se conocen.
Jimena se quedó mirando fijamente el rostro de su cuñado. Recordó su otro encuentro con él, cuando le comentó que en Gobernación, durante los interrogatorios, habían mencionado a doña Elvira. Ahora, el nombre de la que no quería ser su suegra salía de nuevo a relucir. ¡Conocía a María Topete! Como hubiera dicho Trini, blanco y en botella. Por la expresión de su cuñado supo que algo se le pasaba por la cabeza, como en el locutorio de Ventas. Jimena tuvo clara conciencia de que el interés de María Topete por su persona y por su hijo se debía no sólo a que fuera la mujer de un comunista destacado, sino que debía de conocer todos los pormenores a través de su suegra.
—Ramón —casi susurró Jimena, temiendo que Luisito, que seguía sentado entre los dos, les oyera—, ¿tu madre y tú habéis hablado alguna vez de mí, del niño?
Ramón asintió con la cabeza, incapaz de levantar sus ojos hacia los de su cuñada. Seguía dando piezas a Luis, que ya le miraba agradecido y con alguna sonrisa mientras chocaba un triángulo verde con un cuadrado rojo. El ruido de las piezas de madera le producía un enorme placer.
—¿Y? Mírame, Ramón, por favor. Tú nunca has sido un cobarde. Yo tampoco…
—Es imposible ponerse de acuerdo con ella. Se cierra en banda a todo.
—Pero ¿se cierra en banda por mí o por el niño? Lo mío no sería nada nuevo, pero, al fin y al cabo, éste es el único nieto que tiene.
Ramón negó con la cabeza.
—¿Cómo que no? ¿Acaso tú o Luis tenéis hijos por ahí?
Al fin, Ramón levantó la cara hacia su cuñada.
—Mi madre mantiene que no sabe si este niño es su nieto o no. Hace tiempo que nos hablamos lo imprescindible… Por Dios, Jimena, no me pongas esa cara. Estoy seguro de que cuando vea al niño, que es el vivo retrato de su padre, cambiará de opinión.
—¡No quiero que vea nunca a mi hijo! ¿Lo oyes, Ramón? Jamás.
La muchacha se puso de pie de un salto. Lo hizo con tal fuerza y genio que al otro lado del patio se encontró con los ojos de María Topete clavados en ella, en su cuñado y en su hijo. Había dejado de atender a unas señoras encopetadas para mirar hacia ellos.
—Si no fuera por el niño, iría ahora mismo hacia ella y la estrangularía. Mis compañeras tienen razón, esa mujer tan católica, tan cruel, quiere acabar conmigo.
—Cálmate. Si las cosas son como dices, no armemos jaleo.
Ramón también se había levantado. Llevaba al niño en brazos. Luisito había dejado una parte de las piezas de madera y el camión esparcidos a los pies de su madre y de su tío. Ya no le tenía miedo, pero miraba atentamente a su mamá y a aquel señor tan simpático con quien se espetaba palabras en voz baja y bronca. Mientras sujetaba al niño en el brazo izquierdo, Ramón estiró el derecho para agarrar por el codo a Jimena. Ésta hizo ademán de desasirse con brusquedad, pero la mirada de la Topete aplacó su ira. ¿Qué había visto en aquellos ojos azules por primera vez? ¿Una risa, una ráfaga de satisfacción al observar que algo brusco ocurría entre ella y su cuñado?
Jimena respiró hondo. Mantuvo la mirada de la directora el tiempo suficiente como para esbozar una sonrisa y, con ella aún dibujada en su cara, girarse hacia su cuñado y su hijo.
—Ya estoy calmada. ¿Te han dejado al menos registrar al niño con el nombre y los dos apellidos?
—No. Ningún matrimonio civil celebrado durante la República es válido. La única forma de hacerlo habría sido que Luis, si estuviera aquí y en libertad, hubiera ido a registrar al niño como hijo suyo. Y no creo que, como comunista, le hubieran dejado así como así. Todo es bastante canalla. Ayer fui a ver a ese amigo de la secreta que tengo en Gobernación. Se lo volví a pedir. He ido también a ver a dos curas, por si podían registrarlo en su parroquia, que es otro truco. Uno nos dio la comunión a mi hermano y a mí. Es amigo de mi madre. No hay forma.
Jimena no apartaba los ojos del rostro apesadumbrado de su cuñado. No sabía si darle las gracias o partirle la cara, tal era la ira que en ese momento sentía por dentro, con los ojos de la Topete clavados en su nuca. Una sonrisa de su hijo, que estiraba los brazos desde su tío hacia ella, logró contener su lengua, que en ese momento parecía más la de Angelita y Petra juntas que la de la chica que había sido educada con una disciplina férrea sobre el respeto y las palabrotas por la Justa y su madre, la Carmen, entre El Paular y Rascafría.
—Más que canallas, asesinos. No tienen bastante con haber ganado, siguen fusilando, matándonos. ¿Sabes cuántos niños mueren aquí, Ramón? En este lugar que parece el paraíso y que está repleto de enfermedades, de humedad, de miseria, de bichos. ¿Sabes cuánto tiempo puedo ver a mi hijo al día? ¿Sabes cómo me atormento cada noche pensando en que el niño va a coger la tos ferina, el tifus, la sarna? Porque los piojos y las chinches ya se los quito yo en el ratito que me dejan estar a su lado… ¿No te maravilla lo rapadito que lleva el pelo?
Estoico, sin moverse, Ramón aguantaba el chaparrón de Jimena, que apenas podía contener el tono, las ganas de gritar ante tanto cinismo y crueldad, rodeados de tristeza disimulada por cada una de aquellas familias, que escondían su dolor a medida que las susodichas autoridades iban acercándose a cada círculo de presas con sus familiares.