Si a los tres años no he vuelto (29 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Angelita jamás superó el pavor que le daba esperar a su madre en el cementerio, al pie del tabiquillo que escondía el osario: los restos de los huesos que habían ido sacando de las tumbas por cumplir los años la sepultura.

Las chicas de la escuela de las mayores le habían dicho que los huesos resplandecían por la noche. Y las calaveras también. ¡Y cómo se lo creía Angelita! Más si venía de Amparo, la mayor del tío Muelas, los de la tienda de ultramarinos. Ésa sí que mandaba y sabía. Aunque estudiara, nadie se metía con ella. Y la Amparo insistía en que los huesos daban resplandor por la noche, porque tenían una cosa que se llamaba fósforo y, de tanto lavarse bajo las lluvias y el sol, cada vez estaban más blancos y resplandecían más.

—Si no me crees, pregunta a la señorita Antonia.

La señorita Antonia, la maestra, le había dicho a Angelita que la historia de Amparo era cierta, pero que no tenía que tener miedo de nada. Como su madre decía, con los muertos no hay nada de que asustarse. Lo peor son los vivos.

Pero el miedo era superior a sus fuerzas. Angelita sólo rogaba a Dios que el muerto la diñara de madrugada o por la mañana temprano, porque si se moría por la tarde, el entierro era al día siguiente por la tarde. Y en invierno, en Valdemorillo anochecía pronto. En Valdemorillo y en El Escorial, y en Robledo de Chavela y en Navalagamella, en Colmenarejo y en Villanueva de la Cañada.

A Angelita los pueblos de alrededor le daban lo mismo. Allí había otros enterradores, mientras que en el suyo, era la Posturas quien se las tenía que arreglar con los difuntos y cavar las fosas, que su madre tenía unos brazos que parecía un hombre. Y eso que su pobre hermano, Colás, la ayudaba desde que tenía uso de razón.

Ella no. Ella no podía coger ni una pala, y por eso su madre se enfadaba, mientras sudaba y sudaba, a cada palazo, echando la tierra fuera del hoyo. A veces, cuando hacía buen tiempo, la tía Posturas adelantaba el trabajo en función de los viejos enfermos que hubiera en el pueblo. El otoño y el duro invierno, enero y febrero, eran malas épocas. Había veces que en un mes caían dos o tres.

Pero ni por esas Angelita era capaz de echar una mano a su madre. Si la arrastraba hasta el cementerio, se quedaba allí, al pie de la tapia pequeña del osario, aterrada, deseando que el cura y la procesión, con la cruz y el ataúd del muerto al hombro, llegasen cuanto antes. Se estaba metiendo el sol.

Don Miguel, el párroco, la ponía enferma. Si el muerto era del apellido de uno de los señoritos del pueblo —Falcó, Bádenes, Sancho, Martín Santos, Orodea, Laporta—, el responso sería largo y seguro que anochecía en el cementerio. Y su madre tenía que quedarse hasta echar las últimas paladas, tapar la sepultura y cerrar la puerta del camposanto.

Y luego estaban las beatas. Las del velo negro y siempre enlutadas, sollozantes aunque conocieran poco al finado, que aprovechaban la visita al cementerio para irse a encender una vela a los muertos propios. Si la Rosalía encendía tres velas, la Fuencisla encendía seis, que para eso era más beata aún y ponía más flores y velas en la iglesia cada semana.

Al final, cuando el cura y los monaguillos se iban, se quedaban los familiares a la puerta para recibir el pésame. Y con las buenas familias, las colas eran interminables. La tía Posturas no podía cerrar el cementerio aunque hubiese sellado la sepultura y colocado todas las flores y coronas. Había que esperar hasta la última genuflexión del último lameculos del pueblo.

Para entonces, el cementerio temblaba bajo las velas que agitaba el viento, y las sombras eran cada vez más alargadas y oscuras. Angelita temía el momento en que los huesos del osario se juntaran, componiendo uno de esos esqueletos que amenazaban por las fiestas de Todos los Santos, en noviembre, cuando empezaban las nieves. Ella odiaba la primavera y el otoño, además de las tardes. En esas dos estaciones hacía poco frío o poco calor y los pésames se hacían aún más largos que si el sol caía como plomo o los copos de nieve eran grandes como trapos. Entonces la fila aceleraba el paso, sudando o muertos de frío.

La Mónica decía que los muertos, las ánimas de todos los santos y de todos los del pueblo no llegaban sólo con las nieves de San Andrés: «Para San Andrés, la nieve en los pies y por los Santos, la nieve en los altos». Que por mucho que dijeran la Amparo y la señorita Antonia, ella sabía que las ánimas flotaban siempre alrededor del cementerio. Lo contaba su abuela, la Culona vieja, cada vez que la hermana mayor de la Mónica, la Culona joven, intentaba salir de noche a la plaza para hacer cucos con el chico del Chato desde la esquina.

Por eso Angelita, a medida que fue creciendo, encontraba más trucos para remolonear y no llegar tras su madre y su hermano hasta el camposanto. Ya se quedaba sola en los soportales, y la perra gorda por subirse la falda hasta la rodilla había pasado al real si dejaba tocar un poco al rapaz de Carroceras, unos que tenían un fabriquín, que ahora era el más fuerte de la pandilla. Después de todo, no estaba mal sentir una caricia, un poco de calor humano, algo que la enterradora tenía poco tiempo para dar a sus hijos, viuda como era desde hacía años. Bastante tenía con llevar la cruz a cuestas. O la pala, pensaba Angelita, cada vez que su madre se quejaba de la cruz que le había dejado el padre al morirse.

—Pero, madre, usted lleva a cuestas la pala, no la cruz.

El día que su hermano Colás confesó a la tía Posturas que su hermana se quedaba en los soportales, trapicheando con los chicos, la mano maciza de la enterradora cruzó como el rayo la cara de su hija. No una ni dos veces. La abofeteó con saña, sopapos en ambos carrillos cruzados con la palma y el dorso. Decían en el pueblo que la tía Posturas, de tanto enterrar y estar en el camposanto, tenía algo de visionaria. Y aquel día debió de adivinar el futuro de su chica por la rabia con que la sacudió.

Por eso, en cuanto Angelita cumplió trece años, la Posturas se plantó en la casa de una de las buenas familias del pueblo. Siempre les había hecho buenos servicios. Les había guardado bien las sepulturas y se las había adornado con las mejores azucenas, que la enterradora sembraba en la esquina del cementerio. Tan blancas y hermosas eran esas azucenas que a veces el cura, don Miguel, se enfadaba porque la Posturas no las llevaba a la iglesia. Se las ponía a los muertos.

—Posturas, hija, que los muertos no ven. Y, sin embargo, en nuestro altar quedarían tan hermosas, tan blancas, debajo de los encajes que ha bordado la Rosalía, que ya ves que tienen más de seis dedos de ancho esas puntillas de bolillos… Que tienen razón la Rosalía y la Fuencisla, que los muertos no pueden oler, ni ver…

—Eso que lo dice usted, don Miguel. Mis muertos huelen y ven. Y además, usted no me da nada del cepillo por las azucenas, que buen trabajo me dan para salvarlas todo el año de las heladas y el granizo. Mire, que no. Que a mí quienes me dan unas perras por las sepulturas limpias y bien
adornas
ya sabe usted quiénes son.

Y a ésos fue a quienes pidió la Posturas que metieran a su hija Angelita a servir en una de las casas grandes. Que algo sacaría de provecho en aquella casona, donde todos los días se comía con cubertería de plata, vajilla de Valdemorillo, de la de Falcó de principios de siglo, horneada en especial, y cristalería de la fábrica de vidrio que nada tenía que envidiar a la de El Escorial, pensaba la Posturas. Eso se decía en el pueblo.

Y en aquella casa, a los trece años, entró a servir Angelita, que le importaba poco no terminar la escuela. Allí no estaría sola. Había un hombre del pueblo para el jardín, una cocinera y dos criadas más. Iban y venían la señora, el señor, los señoritos y la abuela. Hasta allí no llegaría el olor del cementerio, ni tendría por qué acompañar a su madre y a Colás cada vez que las campanas de Nuestra Señora de la Asunción tocasen a clamor, ni cometer el sacrilegio de maldecir a don Miguel, el cura, por ser tan lento con el responso, ni a los mozos de ir demasiado despacio con el ataúd si el muerto era gordinflón.

A sus trece para catorce, Angelita era ya una buena moza serrana. En la casa de los señores pronto ganó peso, lustre y delantera. Sus formas se redondearon en un par de años. Aprendió a cuidar su melena castaña y a sacar partido de sus labios gordezuelos, con un toquecito de carmín robado a la señorita más simpática de la casa. Su cara era ya rotunda, bien lozana a los dieciséis.

Por las fiestas de San Blas y la Candelaria, el 2 y el 3 de febrero, Angelita ya acudía a los toros, llevando tras de sí su melena larga, sus firmes posaderas y las miradas de los jóvenes y de los viejos.

Nadie supo nunca, ni la tía Posturas, aunque sí lo sospechó, quién de los señoritos de las casas grandes era el culpable de la barriga de su hija. Angelita no abría la boca ni así la mataran, porque en aquella cama de sábanas blancas y limpias había sentido calor y besos, además de los empellones del señorito. Un poco animal, sí, pero la había acariciado y quitado el frío.

Jimena había escuchado a la mechera sin abrir la boca. De vez en cuando, su mano se separaba de la cabecita de su hijo para apretar la de Angelita, pero ésta la retiraba en un gesto firme, aunque sin llegar a ser brusco.

—Y después, ¿qué pasó con el padre? —murmuró Jimena.

—Es muy tarde. Eso para otro día. Jamás había contado todo esto a nadie. Se acabó. Mira la ventana. Amanece. Me voy.

—Angelita…

—¿Qué quieres ahora?

—Gracias por la compañía, por las cartas y la comida, por todo…

—Tonterías. Tu cuñado suelta las pesetas. Tu niño duerme. Intenta darle de comer y descansa.

La mechera se levantó de la cama y, sin mirar a su amiga, se dirigió hacia la puerta. Por las grandes ventanas de la planta alta de la prisión de Ventas amanecía. Lo único que quedaba de lo que un día fue una moderna zona maternal era la entrada de una luz lechosa, limpia, blanca de nieve, que iluminaba las andrajosas camas de las madres. Jimena se sintió feliz con Luis en su pecho al recordar el amanecer de La Morcuera. Tenía que salir de allí. No quería que ella y Luis vivieran como Angelita y Pepi.

Unas horas después, cuando las limpiadoras restregaban los rastros de la sangre y del parto con el agua escasa que tenían en los cubos, se oyeron unos tacones firmes por el pasillo.

—Ya está ahí. La Topete.

7

Jimena reconoció la figura de la Topete. Alta, flaca, el uniforme de funcionaria de prisiones le daba un aire más militar y envarado si cabía. Lo lucía como nadie, decían las otras funcionarias. Tenía clase, murmuraban. Incluso se comentaba que Carmen Castro envidiaba su porte. Llevaba siempre un impecable moño en la nuca, ni un pelo fuera de su sitio; sus fríos ojos azules destacaban en aquel rostro sin defectos, de piel blanca. «Parece extranjera. Alemana o así», acostumbraban a decir las comunes. «Un bicho, una fascista, un saco de crueldad y resentimiento», apuntaban las presas republicanas.

María Topete dejaba un rastro de silencio a su paso.

—¿Todo ha ido bien?

Preguntó con una voz sin matices, algo metálica, pero educada. Estaba al pie de la cama de Jimena, pero no la miraba. Sus ojos estaban clavados en el recién nacido, al que examinó con detenimiento, aunque sólo asomaba la carita y estaba cobijado bajo la axila izquierda de Jimena.

—Sí.

La recién parida trató de buscar los ojos de la directora de madres. No los encontró.

—Tápese. No hace falta que enseñe usted el pecho así.

—Intento que se agarre a mamar.

Jimena ya no la miraba. Volvió la cara hacia su hijo.

—Quizá no haga falta. Está muy flaca y seguramente no tendrá leche.

—Sí que tengo leche. Tengo los pechos a reventar.

—Pero el niño no los quiere.

—No tiene ni seis horas. Los querrá. No estoy seca.

—Veremos. Si para esta noche no ha mamado, vaya pensando en que habrá que hacer algo. Tengo mujeres que pueden amamantarlo fuera. No estoy dispuesta a que sigan muriendo bebes aquí dentro.

Jimena se contuvo a tiempo. Buscó de nuevo la cara de aquella mujer, que seguía mirando a su hijo con interés. Puede que incluso con interés verdadero, porque creyó advertir una ráfaga de preocupación en los gélidos ojos azules. La Topete se giró y, dirigiéndose hacia una de las mujeres que limpiaban, dio la orden:

—Que la enfermera o Azzati me informen de si el niño mama. Volveré antes del último recuento.

Con el mismo cuerpo envarado, los andares aristocráticos, cierto aire militar y el porte pulcro en aquel lugar de inmundicia, la Topete dejó aquella sala que olía a leche agria.

Jimena estaba pálida. Una oleada de ira y miedo le subió por el cuerpo mientras arrimaba al niño a su pecho y con la mano luchaba por meterle el pezón en la boca.

—No te alteres. Si te enfadas, se te retirará la leche y es lo que ella quiere. No le gusta que las madres criemos a nuestros hijos. No es mala. A mí ni me mira, pero con mi Pepi se porta como la madre que yo no soy.

Era Angelita. Sin saber cómo, había aparecido por algún sitio con una taza caliente. Algo humeaba dentro.

—Tómatelo. Es un caldo. Nos deja dároslo los primeros días, cuando habéis dado a luz. Te he subido también una lata de sardinas que tenía escondida. Me la dio tu cuñado y yo la guardé, fuera del paquete que repartes con las otras.

La mechera estuvo a punto de pagar la ira de Jimena, pero un gesto de la mano de Angelita, llevándose el dedo a la boca en señal de silencio y señalando al bebé, que se acababa de quedar dormido enganchado al pezón, contuvo a la joven madre, que se sintió culpable por su ataque de cólera contra su amiga. Había estado a punto de espetarle que cómo podía ser tan ladrona. ¡Ella repartía sus paquetes con quien quería! Para eso eran sus compañeras, y no Angelita, despreciada por la sumisión que practicaba para sobrevivir.

Con el niño agarrado al pecho, se incorporó en el camastro y Angelita la ayudó a llevarse el caldo a la boca.

—Perdóname. Esa mujer me saca de quicio.

—Es lo que quiere, Jimena.

—No sé cómo la puedes aguantar.

—La práctica, los años.

—Ayer no me terminaste de contar cómo llegaste aquí ni qué fue del padre de Pepi.

—¿El padre de Pepi? Creí que lo habías adivinado. No quiso saber nada.

—¿Y no le dijiste nunca a tu madre quién era?

—Jamás.

—¿Cómo llegaste aquí?

—Mi madre me echó de casa. Comencé a robar… Lo demás es fácil de imaginar. Anda, dame esa taza y tómate las sardinas. Ese niño se ha quedado dormido mientras mamaba…

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