Si a los tres años no he vuelto (24 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Después de darle mil vueltas en su cabeza, concluyó que el interés de la funcionaria por ella sólo podía justificarse por Luis. Se deducía de la misma conversación que habían mantenido. O mejor, de las palabras que se habían disparado. ¿Qué es lo que no le perdonaba la aristocrática Topete? ¿Que Luis se hubiera enamorado de ella? La funcionaria era mayor. Tenía buen porte, pero debía de pasar de los cuarenta.

Como tantas otras veces, sacudió la cabeza ahuyentando sus pensamientos mientras hacía que escuchaba a Trini, sentadas las dos en un rincón. No podía caer enferma y, además, soñaba con el reencuentro con Luis. En cuanto pudiera salir, iría allá donde estuviera su hombre y llevaría a su hijo entre los brazos. En Ventas sí le habían hecho la ficha al entrar. Y en su corazón, sabía que Ramón removería cielo y tierra para sacarla de allí.

Integrada ya en la organización de las políticas, intentó primero ayudar a las mujeres de la celda ocho, en la que la respetada Matilde Landa —a quien Jimena había conocido en el hospital de Maudes un día que acompañó a Luis a la cura del brazo y se la presentó—, acompañada de otras presas como Pura González, Conchita Feria del Pozo, Angelines Vázquez y, al principio, la misma Paz, se dedicaba a elaborar recursos contra las mujeres que tenían «la pepa», es decir, la condena a muerte.

Matilde era hija de un abogado, una mujer culta que había colaborado durante la guerra en el Socorro Rojo. Sabía redactar la apelación a una sentencia, conocía el código y las escasas leyes que podían ayudar a una condenada.

Durante unos pocos días, y en honor a su marido, las chicas de la oficina de Landa —una celda con cajones forrados de tela y con una máquina de escribir que habían conseguido— la dejaron que intentara ayudar a Matilde y a su equipo a preparar los recursos.

Matilde primero escuchaba a la penada, la sometía a un interrogatorio sobre las razones por las que estaba en prisión, quién podía haberla denunciado, qué malos quereres tenía en el pueblo —muchas de ellas eran analfabetas o semianalfabetas y no sabían ni por qué estaban allí, como le sucedía a Jimena— y a quién se podía pedir buenos informes, avales.

Jimena se dio cuenta pronto de que, por muy buena letra que tuviera y muchas cuentas que hubiera aprendido a hacer en la escuela de Rascafría o lo que había leído en el año en Madrid con Luis, no bastaba para ayudar en la oficina, donde había otras mujeres más preparadas que ella. Y tras su charla con Matilde, a quien informó de que creía que Luis estaba fuera y de cómo ella había sido detenida, tuvo conciencia de que no tenía ni idea de qué se le acusaba ni por qué estaba encarcelada.

Ya había asimilado los piojos, el hambre, las chinches, la suciedad y la mierda. A veces, incluso se sorprendía canturreando, arrastrada por las jóvenes de las JSU, a las que en pocas semanas separaron para llevarlas a una zona de menores. A las abuelas también las trasladaron después a otra galería.

3

La amistad de Jimena con Trini era ya la de hermanas de cárcel. Una mañana, el nombre de las dos compañeras de prisión fue gritado por la Veneno. Y no para ir «a diligencias», lo más temido después de las sacas por la noche, sino para un traslado. Se iban con las madres y sus niños a un lugar nuevo.

Pese a que se iban juntas, Jimena tuvo miedo. Trini marchaba con las madres y los niños como comadrona. También iban otras mujeres en avanzado estado de gestación, pero a ella prácticamente no se le notaba la preñez. ¿Por qué a ella también se la llevaban?

—Es obra de la Topete —le espetó Trini, con su habitual claridad—. Quiere que estés controlada y hacerte saber que no se olvida de ti.

La joven comadrona había sido puesta al corriente con todo detalle por Paz de lo que había pasado el día que subieron a la zona de las madres.

Las trasladaron a los Altos del Hipódromo. Lo que ambas muchachas vivieron allí durante unos pocos meses no se les olvidó nunca a ninguna de las dos.

Las madres y sus hijos, algunas embarazadas a punto de parir y un pequeño número de funcionarias y ayudantes, como la propia Trinidad, fueron instaladas en los locales donde antes había estado la Institución Libre de Enseñanza.

Al llegar, a Jimena se le iluminó la cara. Allí había dado clase don Martín Masa. Por allí, bordeando el frente, había estado ella una tarde con su marido, de paseo. ¡Hacía tanto tiempo de eso! Luis le había explicado dónde estaba su clase de párvulos y luego de adolescente; dónde enseñaba su padre, cuál era el despacho del señor Cossío y de Giner de los Ríos. Lo que Luis no le pudo adelantar —no le habría cabido en la cabeza— era que en aquel lugar doña María Sánchez Arbós, ahora presa como ella, se había enfrentado a los falangistas cuando fueron a tomar los locales, a destruir los libros, a quemar los papeles y los documentos de todo un grupo de gente que había intentado traer a España desde Alemania, más de medio siglo antes, un poco de luz y raciocinio que impidiera, precisamente, aquella barbarie que ellas estaban viviendo.

Llevaban en los Altos del Hipódromo unos pocos días. Todas eran mujeres. Media docena de enfermeras mezcladas con funcionarias profesionales y las nuevas, viudas de militares o excautivas voluntarias, que habían conseguido el puesto a dedo en las prisiones por los servicios prestados al régimen. Al frente estaba Elisa Parejo, una buena carcelera. De las que amaban el oficio.

Pese a los esfuerzos, los niños estaban cada vez más enfermos y las madres no mejoraban. Al separarlas de Ventas, era como si se hubieran olvidado de ellas. La comida, las medicinas y la poca leche para los pequeños llegaban muy tarde desde la gran prisión.

Jimena estaba horrorizada. Era un tormento ver morir a aquellas criaturas. Hubo un día en que llegó a haber cinco cadáveres sobre el suelo, porque los recogían tarde, cuando llegaba la comida desde la prisión grande. Estaba ayudando a Trini y a las demás enfermeras y cuando vio aquellos cuerpecitos rígidos, helados pese al calor reinante aún, sintió que se mareaba, que las fuerzas le fallaban. Por su cabeza cruzó la idea de que eso era lo que quería la Topete enviándola allí: que se doblegara y que, enferma, cayera a sus pies. Se rehízo como pudo y Trini, al ver su palidez, la obligó a salir de la estancia.

Por la tarde, cuando llegó el avituallamiento desde Ventas y, de paso, se recogían los cadáveres de las criaturas, el calor ya había descompuesto los cuerpos, que comenzaban a desprender un olor insoportable. Era difícil mantener a las moscas alejadas de los cadáveres de los niños, algo que obsesionaba a Trini, a Jimena, que no quería dejar sola a su amiga, y a la funcionaria Parejo.

Aquellos insectos negros, de ojos saltones y vuelo persuasivo, zumbones, más pesados que el bochorno, eran el preludio de lo que se comería la tierra. Se paraban en la frente de cada uno, andaban olisqueando, mientras Jimena observaba sus dorsos negriazules antes de espantarlos con un trapo. A aquellas moscas gordas, repulsivas, les atraían como un imán los oídos de las criaturas, los orificios de la nariz, exploradoras del mejor lugar para depositar su larva en aquella carne que comenzaba a pudrirse. Detectaban la inmovilidad, la falta de latido de las tiernas pieles de los niños. Por eso ellas las espantaban con ira.

En un momento dado, Jimena lanzó un gemido y llamó a Trini mientras se tapaba la cara con las manos. A un niño le asomaban los gusanos por las cuencas de los ojos. Justo entonces, desde fuera, algunas mujeres aporrearon la puerta. Habían visto el camión y querían dar el último abrazo a sus hijos muertos. Tras apartar a su amiga y hacer una seña a la Parejo, Trini se encaminó con resolución a la puerta que las madres pugnaban por derribar.

—No salga usted —le dijo a la Parejo—. La matarán. Saldré yo a impedir que entren. Una de las que grita es la madre de ese niño. El de los gusanos en los ojos. No pueden entrar aquí.

Su amiga hizo ademán de acompañarla.

—Ni hablar. ¿Dónde vas, con tu crío en la barriga? Ni te muevas.

Trini era clara y directa. Su experiencia en los hospitales durante la guerra la había enfrentado a situaciones brutales, aunque ninguna como aquélla. Estimaba a la Parejo, una de las pocas funcionarias decentes y de oficio. Elisa asintió y entre ella y Jimena descorrieron el cerrojo y abrieron la puerta un poco para que se colara la delgada figura de la joven comadrona.

Con la espalda pegada a la puerta, Jimena y la funcionaria Parejo oyeron la bronca y vieron cómo algunas madres empujaban a Trini, quien, firme como un poste de la luz pese a los empellones y los intentos de agarrarla por el pelo y de apartarla de la puerta, no dejó entrar a las madres de aquellas cinco criaturas. Por fin llegaron las funcionarias de refuerzo y, arrastradas por las axilas, aquellas desesperadas mujeres fueron metidas en los locales de la antigua Institución mientras veían cómo el camión reculaba y tapaba con su enorme caja la puerta del almacén donde estaban los cadáveres de sus hijos.

—¿Cómo has podido aguantar? —La voz de Jimena denotaba la admiración por el comportamiento de su compañera.

—¿Qué podía hacer? ¿Tú hubieras dejado que esa madre viera a su hijo comido por los gusanos?

Elisa Parejo dio una palmada en los hombros de la comadrona. Sobraban las palabras. Llevaban allí muy pocas semanas y la mayoría de los niños había muerto. Ella era una vieja funcionaria de prisiones, formada para reconducir a las presas, no para matar a sus hijos ni maltratarlas a ellas.

Entre tanto horror, Jimena se consolaba paseando la mirada por aquellos locales levantados para el Instituto Escuela de la Institución Libre de Enseñanza, en esa Colina de los Chopos que bautizó Juan Ramón Jiménez. Era una cura para sus nervios entornar los párpados y oír el susurro de las pocas hojas amarillentas que les quedaban a los chopos en aquel inicio de otoño, cómo caían despacio y cubrían el suelo. Le recordaba al paseo de los Batanes de su pueblo, a los viejos y centenarios chopos de la Cañada, donde los nietos de la loba parda habían querido comerse a su padre.

Pero abría los ojos y la ensoñación terminaba. Las hojas amarillentas tapizaban el suelo, pero sólo había edificios bombardeados y medio destruidos allí donde habían florecido la Residencia de Estudiantes, la Generación del 27, el Madrid intelectual de la época dorada de España, aquella gente que amaba la sierra del Guadarrama, que aprovechaba los fines de semana para iniciar las escapadas que habían introducido Giner de los Ríos y su discípulo más preciado, Cossío. Esos hombres que regresaban los domingos de El Paular, ahítos de los guisos de la abuela Justa, para retomar los lunes las clases con sus alumnos. A veces, comenzaban por las clases de Ciencias Naturales, con alguna de las especies botánicas recogidas camino de El Palero o con una de las poesías del romancero viejo leídas al pie de la lumbre, aprovechando el silencio de la cartuja que tanto amara Enrique de Mesa.

Paradojas de las guerras, allí estaba ahora ella recordando aquellas historias que Luis le había contado en una tarde de invierno, cuando, al poco tiempo de llegar a Madrid y después de casarse, la había llevado al lugar donde había pasado su infancia y su adolescencia, donde la había recordado detrás de aquellos cristales, perdido en las musarañas del verano de El Paular, sin seguir el hilo de la clase.

Fueron aquellos grandes ventanales desde donde se veía el Hipódromo de la capital los que una noche estuvieron a punto de costar otro disgusto a las presas y sus funcionarias.

Con las ventanas reventadas después de tres años de guerra y abandono, el edificio era de fácil acceso para cualquiera que estuviera por los alrededores. Por eso, Elisa Parejo tenía razones para estar preocupada. Entre las madres encarceladas, algunas estaban condenadas a muerte. Había una cigarrera de Madrid, de la Tabacalera, que ya había perdido a su bebé y era una roja muy conocida. Una pieza codiciada para los fascistas que tenían ganas de hacer méritos y de revancha.

Una noche aparecieron los camisas azules, bien pertrechados con sus fanfarrias de correajes y pistolas. Venían a llevarse a un grupo de esas mujeres, entre las que estaba la cigarrera. Mantenían que tenía que haber cinco condenadas con la pepa y venían a por ellas. La pobre Elisa no sabía qué hacer. De nuevo, un golpe de imaginación de aquel grupo de mujeres desoladas, hechas polvo, salvó la situación. Ni Jimena ni Trini recordaban bien a quién se le había ocurrido la idea. La media docena de funcionarias y las presas que ayudaban aparecieron todas vestidas de blanco, como enfermeras, detrás de la Parejo. Como un bloque compacto, aquella docena de mujeres de bata blanca con cara de pocos amigos y brazos cruzados tras Elisa hicieron creer a los falangistas que eran funcionarias todas. Empezar a tiros con más de una docena era demasiado. Se marcharon. Después del incidente, Parejo dio parte y las condenadas a muerte, que no tenían hijos porque ya se les habían muerto, fueron devueltas a Ventas.

Y llegó el tercer episodio que Jimena vivió con Trini en los Altos del Hipódromo. Nadie se había escapado de la Colina de los Chopos, aunque era bien fácil por la configuración del edificio. Pero la ley de fugas les aterraba a todas. Por fin, les pusieron vigilancia, no para que no se fugaran, sino por si volvían los falangistas. Los guardias que les enviaron eran soldados moros que habían entrado con Franco en Madrid. Aquellos hombres que habían sido arrancados de sus pobres casas del Rif con grandes promesas de gloria, dinero y mujeres estaban en una capital en la que sufrían el racismo, el repudio de sus viejos colegas, los mismos militares con los que habían luchado y que les habían utilizado como carne de cañón en tantos frentes. En ocasiones, y más cuando habían bebido, no había manera de ponerles límites. Aún esperaban ver cumplidas las promesas por las que dejaron sus hogares. Y entre esas etéreas promesas, muchas sobreentendidas, estaba la de la carne fresca de las mujeres de los vencidos, todas ellas infieles.

Llegó la noche en que pasó lo que Elisa y otras mujeres habían temido desde el principio. Tras unas cuantas copas y cantos, los moros quisieron entrar a catar a las mujeres de los derrotados. Antes, en su avance por todo el territorio durante la guerra, nadie se lo había impedido. Las funcionarias del Hipódromo se las vieron y se las desearon para abortar la tropelía.

El miedo que Jimena y sus compañeras pasaron aquella noche también hizo historia. Las que habían salido de los interrogatorios de las cárceles de sus pueblos o de Gobernación sin violar, creyeron que había llegado su hora. Alguna pensó en suicidarse, mientras la Parejo y otras funcionarias y presas, con las mismas batas blancas que habían utilizado frente a los falangistas, se cuadraban en la puerta de aquella sala, donde finalmente no entraron los soldados moros.

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