Si a los tres años no he vuelto (22 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Tercera parte
1

Pocos días después de la victoria y de la entrada de los nacionales en Madrid, María Topete Fernández se presentó en la cárcel de Ventas. Aquel horror estaba dirigido por Carmen Castro Cardús, una ex-alumna de la Institución Libre de Enseñanza, de familia progresista y simpatizante de Azaña.

María conocía a Carmen. Era maestra teresiana y había sacado la plaza como funcionaria de prisiones para enseñar primaria. Durante la guerra había desempeñado un papel clave frenando los desmanes de los milicianos siempre que pudo. Un día impidió la saca que los rojos fueron a hacer a la cárcel de Conde de Toreno, para llevarse a la propia María y a otras damas de la sociedad aristocrática y burguesa. Los pormenores de esas y otras hazañas de Carmen Castro, como la salvación de religiosas o la comunión que daba a escondidas en la cárcel de las Comendadoras, se los había contado Felix Schlayer a los partidarios del golpe militar que tenía acogidos en el refugio noruego. Otras veces se habían enterado por las presas que lograba salvar y que habían llegado a los pisos de José Abascal.

Fue precisamente la joven directora la que aceleró la petición de María para que entrara a ayudarla en aquel campo de concentración en que se había convertido Ventas. María ya había solicitado prestar servicios como voluntaria, pero las funcionarias de prisiones de toda la vida no la miraban bien. Ni a ella ni a otras mujeres de su clase que se habían propuesto lo mismo. Con todo, aunque no a pleno rendimiento, María ayudó pronto en la gran prisión, masificada con mujeres que intentaban mantener la dignidad y que a ella sólo le resucitaban el desprecio que le inspiraban desde que habían sido sus carceleras. ¡Cómo habían cambiado ahora las tornas!

Carmen y María competían en religiosidad —María la admiraba, porque había tenido el valor de profesar, como sus hermanas, aunque en otra orden—, amor al Alzamiento y entusiasmo por la nueva fe y los valores católicos y fundamentales, basados en los predicamentos de la Falange Española, para corregir o castigar a aquellas miles y miles de descarriadas. Tras no pocos esfuerzos, y vista la masificación de la cárcel y la ayuda que necesitaba la directora, ésta logró que en un oficio de febrero de 1940 se reconociera la labor de María en prisión, aunque no se incluía el tiempo que había trabajado como voluntaria.

La funcionaria Topete Fernández ingresó con el título de maestra de taller y orden. Desde el principio se había dedicado a intentar organizar algunos cursos, pese a la falta de material y espacio. Y, sobre todo, había tratado de poner orden entre aquellas rojas brutas a las que inicialmente mezclaron en las mismas celdas que a prostitutas y mecheras.

En aquel caos, poco a poco, las republicanas se fueron agrupando, compartiendo entre once y doce mujeres los calabozos que habían sido diseñados para dos. Cada baldosín se repartía, como si se tratara de una tableta de chocolate, en pequeños trocitos para dormir. Castro hacía la vista gorda, porque si dejaba a las políticas estar juntas, organizaban menos follones.

Pero María tenía otros criterios. Ahora que su nuevo oficio, con su cargo, constaba sobre un papel firmado, lo que le interesaba era ocuparse de los niños de las republicanas. En cuanto a las madres, tenía que apelar cada día a su caridad cristiana y católica para mitigar el asco que le daban aquellas mujeres libertinas.

Tras la muerte de sus padres y su hermana pequeña y la dispersión de sus hermanos —unas en las congregaciones del Sagrado Corazón, los chicos casados—, la casa familiar de Lista dejó de ser su hogar. Ahora vivía con su hermana Blanca en el número 15 de la calle Velázquez.

Cuando por las noches volvía a su casa, María se sentía miserable y culpable por los sentimientos que las presas le producían. Pero se consolaba pensando que aquellas mujeres eran el resultado del veneno que les habían inculcado otras como la Pasionaria. El recuerdo de la intervención de la comunista en el patio de Conde de Toreno hacía que le hirviera la sangre. Todas aquellas mujeres que durante tres años de guerra habían sido marimachos, luchando a veces al lado de los hombres, golfas que disfrutaban del sexo sin pasar por la Iglesia siquiera, que tenían hijos a los que criarían directamente en los pecados del infierno, no merecían su consideración.

En auxilio de sus más íntimas convicciones llegó un personaje que María admiraba hacía tiempo: Antonio Vallejo-Nágera. El ilustre militar y psiquiatra, el hombre que había experimentado ya con los defectos de los marxistas en los prisioneros de las Brigadas Internacionales y las presas de la cárcel de Málaga, fue invitado a impartir unas clases en la Escuela de Estudios Penitenciarios.

María fue una de las funcionarias que asistió a estas conferencias. Gracias al adoctrinamiento del psiquiatra militar, laureado por Franco, María se reafirmó en sus sospechas: lo que los rojos tenían eran «complejos psicoafectivos», en el lenguaje del militar médico. Complejos que «descomponen la patria […], los de resentimiento, rencor, inferioridad, emulación envidiosa, arribismo ambicioso y venganza». María se maravillaba de cómo el coronel Vallejo-Nágera había captado todos esos defectos. Aunque ella los presentía, nunca hubiera sido capaz de teorizarlos correctamente.

Era el ambiente externo en el que esos seres crecían lo que llevaba a la degeneración de la raza, de la hispanidad. El psiquiatra lo contaba en un libro que había llegado a manos de María:
La locura y la guerra: psicopatología de la guerra española
. Y ella se grabó en la mente, tras copiarlo al dictado, uno de los párrafos que el psiquiatra desarrollaba en apuntes ante los funcionarios de prisiones:

La idea de las íntimas relaciones entre marxismo e inferioridad mental ya las habíamos expuesto anteriormente en otros trabajos, la comprobación de nuestras hipótesis tiene enorme trascendencia político-social, pues si militan en el marxismo de preferencia psicópatas antisociales, como es nuestra idea, la segregación de estos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de la plaga tan temible.

Había, pues, que separar a los hijos de las rojas de sus madres, alejarlos de sus padres, para salvarlos. Para que aquellas desgraciadas que se habían dedicado a procrear sin pudor los hijos que ella no podría ya nunca tener no pudieran envenenarlos. María sentía que Dios la había llamado para esa tarea, tal y como explicaba a su hermana, la madre Amalia, que ya había vuelto al convento de Martínez Campos. Amalia, más enérgica que nunca mientras organizaba y atendía el regreso de las esclavas que volvían de Roma, escuchaba a su hermana simulando atención, tal era el arrojo y el fervor con los que María se entregaba a su nuevo trabajo.

Una tarde de verano, cuando tan sólo habían pasado unos meses desde la victoria, María se encontró con un sobre entregado en mano en la portería de su casa. Era de su antigua conocida Elvira Pérez de Santos. Estaba en Cercedilla y la invitaba a pasar allí un domingo. O a la inversa, que la recibiera María, aunque tuviera que dejar durante unas horas su casa de Cercedilla. Tenía que explicarle algo muy importante y pedirle un gran favor.

María no sentía una especial inclinación por doña Elvira. Había cometido errores en su vida, como casarse con Martín Masa, profesor de la Institución, un nido de republicanos y comunistas, que si no hubiera muerto antes de la guerra, es probable que la hubiera dejado viuda. Y tampoco había sabido educar a sus hijos. El mayor estaba huido y era un comunista conocido, y el pequeño mantenía una postura ambigua, sólo estaba pendiente de los negocios y de llevarse bien con todo el mundo, como los grandes negociantes.

Pero también recordó que había sido doña Elvira quien accidentalmente le había descubierto la profundidad del pensamiento de su admirado Vallejo-Nágera y quien se había arriesgado como quintacolumnista y buzón llevando correos y sobres importantes a la legación de Noruega. La recibiría. No le quedaba otra opción. Pero en la situación en la que estaba Ventas, y con todas las funcionarias desbordadas de trabajo, no podía permitirse ir a Cercedilla. Elvira tendría que acercarse a su casa. Seguro que disfrutaba del Alzamiento pavoneándose por la sierra madrileña y por sus fincas recuperadas en vez de ayudar en aquel Madrid que era un horno y en el que tanto había que hacer.

Elvira Pérez de Santos se presentó en casa de las hermanas Topete un domingo por la tarde. Para recibirla, María y su hermana Blanca habían renunciado a hacer una visita a sus queridas Amalia y Rosita. Aprovechaban las tardes de los domingos, junto con otras hermanas, para organizar el costurero que luego tenía lugar los miércoles, tal y como había sido antes de la guerra y seguiría siendo ya de por vida. Las esclavas ayudaban a María a pensar en cómo poner algo de orden en el caos de los talleres de Ventas, donde había encontrado bastantes costureras, bordadoras y mujeres que sabían cortar y coser. Aunque a veces, cuando ya había dado con una presa republicana de la que se podía fiar para mantener un poco de orden, las sacas nocturnas la dejaban sin esa bordadora, cuyas manos terminaban inermes y frías, rígidas, en las tapias del Cementerio del Este. Las modistillas habían sido especialmente infiltradas por el veneno marxista, se lamentaba María a las esclavas.

—¡Y eso que algunas tienen manos de artista! Pero son débiles de fe y de carácter.

Como no quería presentarse con las manos vacías, Elvira se pasó por Embassy para llevar unos pasteles.

Blanca, impecable, le abrió la puerta. Mientras la besaba y se quitaba la fina chaqueta de perlé, Elvira admiró su porte. Se parecía a María, aunque era más menuda. Y era mona. ¿Por qué no se habrían casado aquellas mujeres? Siete hermanas y todas solteras. En realidad, o casadas con Cristo o casadas con el régimen. Pero ¡qué clase!, envidió Elvira, consciente de que ella, por más que se gastase en buenas telas y modistas, no tendría su estilo.

«Debe de venir de cuna», pensó Elvira, que siempre había deseado tener un poquito más estatura y menos caderas. Y las piernas más largas y los tobillos más finos. Y ser menos comilona. Sus hijos habían sacado la planta de su marido: Luis, los ojos verdes del padre, y Ramón, los miel de ella. Eran atractivos. Sí, más que guapos. Muy atractivos, se sonrió con orgullo de madre.

Blanca la precedió hasta la salita. Era acogedora y estaba bien amueblada, con pañitos y encajes de manos primorosas, sin duda regalo de las esclavas. Las hermanas Topete no tenían mucho dinero. Por lo que Elvira sabía, el sueldo de María y lo que conseguía Blanca cosiendo para las monjas. Pero el piso, de poco más de cien metros cuadrados y en la sexta planta, era soleado y agradable. Sin duda, las dos butacas isabelinas eran de herencia familiar, como algún otro de los muebles sobrios y de caoba, animados con el blanco de los paños almidonados e impolutos que protegían las tapicerías.

—Gracias, Elvira. No sé por qué te has molestado.

María se acercó desde la butaca, al pie de la ventana, para coger los pasteles y pasárselos a Blanca. Miró a Elvira desde la cabeza que le sacaba.

—¡Qué buen aspecto tienes! Se ve que en la sierra estáis cómodas y que el ambiente es más saludable. Tendréis buena leche de vaca. Y verduras frescas.

Elvira era demasiado lenta de mente para captar la ironía de la funcionaria de prisiones, que todos los días lamentaba la ausencia de alimentos para los recién nacidos. Sobre todo la leche. Y las funcionarias tenían que ocultarlo de puertas afuera. El estraperlo se enseñoreaba de la capital, pese a las recién inauguradas cartillas de racionamiento. Era como un cáncer, y Franco y su Gobierno estaban atrapados en él. Eran muchos los militares y altos funcionarios que traficaban con la comida, algo que a María le sacaba de quicio.

—Pues sí. Gracias a Dios y a nuestro Caudillo las cosas van volviendo a su sitio. Aunque tardaremos aún en arreglar los destrozos de las hordas marxistas. Pero con fe en nuestro Generalísimo, todo se arreglará.

—Y supongo que querrás decir también con fe en Dios, ¿no, Elvira?

—Por supuesto, por supuesto. Venía pensando en si ya habríais rezado el rosario.

Blanca cortó la conversación. No se había sentado y traía una jarra de agua con dos vasos en una bandeja sobre otro paño blanco rematado en puntillas.

—Os traigo la malta y me voy.

—Mujer, ¿no vas a tomar un pastel?

—No. Cuando regrese —respondió María por Blanca—. Sí, por favor. Baja a la iglesia y dile al padre que hoy no puedo ir contigo.

—¿Lo ves, Elvira? Yo no he hecho voto de obediencia, pero bastante tengo con obedecer a María.

La salida exquisita y humorada de Blanca rompió la formalidad, porque ya había habido tiempo suficiente para que Elvira supiera que María Topete Fernández, la notable funcionaria de Ventas, estaba muy ocupada. Y además, ella sería la culpable de que la anfitriona se quedara sin misa de tarde. Así que el asunto que la traía desde Cercedilla, con chófer y un viaje de ida y vuelta, ya podía ser importante.

María clavó sus ojos azules sobre su invitada en cuanto Blanca cerró la puerta. No necesitó hacer ninguna pregunta. Bastó su mirada inquisitiva para que la mujer comenzara el relato del motivo de la visita.

Su hijo Luis se había enamoriscado de una roja, una paleta, la nieta de una portera y cocinera de El Paular. ¡Y se había casado con ella por lo civil! María no la interrumpió para decirle que todo eso ya lo sabía. En realidad, lo sabían todos sus conocidos. No quiso recordarle el círculo de la embajada de Noruega, y que gracias al nombre de ese hijo rojo había podido entrar y salir de la legación con los correos. Consciente de lo enojada y atribulada que estaba, la funcionaria de prisiones la dejó hablar.

—La muy pelandusca se quedó embarazada. A saber de quién es esa criatura. O eso ha hecho ver ella a mi criada, la vieja Vicenta, a la que también tendría que poner de patitas en la calle. Todo se lo consiente a mis hijos. Así que la detuvieron y está en tu cárcel. Te ruego, María, que la vigiles de cerca. Ésa quiere traer al niño a este mundo para quedarse con la herencia de mis hijos. ¡Y con la mía! Si mi padre levantara la cabeza, o si mis hermanos se enteran, ¡qué vergüenza! No sabes, hija mía, lo desgraciada que soy con estos hijos.

—¿Y de Luis sabes algo?

—Nada de nada. Por ese amigo de la secreta y el alto cargo de Falange, parece que los del Partido Comunista lograron llevarle a Francia. Te lo digo de verdad, ¡qué desgracia la mía!

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