María había conocido a los dos personajes y se sentía triste. Ambas muertes eran un anuncio de los tiempos duros, que quizá ella no supo ver con la cercanía de los hechos, pendiente como estaba de otras esperanzas nunca confesadas. Tras la muerte de quien debía haber sido su suegro, las ensoñaciones de María se revitalizaron. Quizá Juan Antonio se animara, la volviera a mirar como en los primeros tiempos, cuando la perseguía por todas las esquinas y buscaba los momentos para rozarla siquiera. Pero sin pensar en el armario. Hacía tiempo que eso había quedado en un recuerdo doloroso, sepultado en el rincón más recóndito de su cerebro.
Tenía veintinueve años, todas sus amigas se habían casado. El tiempo se le escurría entre los dedos y, pese a que había oído que había otra u otras mujeres, nunca perdió la esperanza. Aún le quedaban al lado su hermana Blanca y, a veces, las infantas Cristina y Beatriz, aunque todas más jóvenes que ella.
Pero en sus ensoñaciones, María no situó bien a doña Encarnación, la madre de su amor. Desaparecido don Luis, a Juan Antonio se le exigió coherencia para ayudar en las riendas del negocio y del futuro familiar.
Para entonces, además, la pasión de Juan Antonio ya se había atenuado un tanto. María era demasiado estirada y estrecha. Habían sido muchos años de sequía entre la pareja y remando a contracorriente, y en el horizonte más cercano, en las puertas de al lado, Juan Antonio tenía a otra joven, más lozana y menos pétrea. Se trataba de María Ybarra Gorbeña, descendiente de José Antonio Ybarra Arregui y Valentín Gorbeña Arrayagaray, dos destacados hombres del mundo empresarial de Bilbao. Y de la saga de los Ybarra, el sueño de los Aznar, siempre pendientes de las relaciones que beneficiaran al negocio entre las familias.
Un día de 1931, a María Topete Fernández se le secó el corazón para el amor. María Ybarra —no iba a equivocarse el novio con los nombres— dio el sí en la iglesia a Juan Antonio.
De los labios de María nunca jamás volvió a salir la más mínima referencia a su debilidad de juventud: ni una queja, ni una frase, ni una alusión. Nada. Ni con sus hermanas ni con sus amigas. Fue como si su amor y su pasión —larga, resistente y adversa— por Juan Antonio no hubieran existido o lo hubieran hecho sólo en la imaginación de los demás. Hasta el final de sus días, de eso no se habló.
Aquel año de 1931 venía tan cargado de acontecimientos —las huelgas, el triunfo de la II República y el exilio de su querida familia real— que a María no le costó trabajo disimular. Militante de Acción Católica, horrorizada con el exilio de las infantas y temerosa de las calles llenas de obreros, de zafiedad y de locura revolucionaria, tenía mucho trabajo que hacer para salvar a Dios y a España.
Cuando el coche de caballos paraba a las puertas de Sakuska, el portero estiraba más si cabe la cabeza y su cuello emergía unos centímetros de la tira bordada de la camisa amarilla. Su sombrero cosaco crecía, aunque nunca llegaba a la altura de la chistera negra del cochero. Diligente, el hombre se alargaba para abrir la puerta del carruaje con la mano derecha mientras con la izquierda apartaba el pesado cortinón de terciopelo azul.
Con la misma elegancia de ganso con la que había estirado el cuello al ver el coche, se inclinaba al paso del caballero o la dama que franqueaba la pesada puerta. Pero la barbilla no terminaba clavada en su pecho para mirar la propina que caía sobre la mano enguantada. No lo necesitaba. Conocía cada moneda al peso. Ya en la penumbra del recibidor, el botones, vestido con idéntica camisa color canario sobre pantalón negro, extendía los brazos, dispuesto a recibir el abrigo y el sombrero de los recién llegados. Era entonces cuando el alemán Otto, el encargado, llegaba sin apresurarse, dispuesto a recibir a la visita, ya fuera conde, marqués, alguno de los ministros del general Primo de Rivera o los diputados del cercano edificio de las Cortes, en la Carrera de San Jerónimo.
A veces eran ilustres apellidos: los Maura —con su casa al lado—, los Marañón, los Semprún, cuyas viviendas estaban próximas al Casón del Buen Retiro. Otras veces eran damas de pudientes familias del barrio de Salamanca, con sus vestidos aún largos y sus sombreros rancios para las modas europeas. Muy pocas habían oído hablar de una sombrerera de nombre Coco Chanel, pese a sus casas en Fuenterrabía o Hendaya. Sólo las más privilegiadas tenían en su armario algún modelo del pesado Paul Poiret, porque aquel Madrid de finales de los años veinte ya anunciaba grisura y falta de medios comparado con el elegante París.
Sakuska era el salón de té más glamuroso de la capital. Situado en Alcalá, 60, por encima del Palacio de Telecomunicaciones, estaba en el camino de la Cibeles al Parque del Retiro. Para los hombres de negocios de la Bolsa, en la cercana plaza de la Lealtad, también era un lugar cómodo para el café de media mañana. Era propiedad de una viuda venida a más y cumplía con el papel: un sitio de encuentro para reconocer a los que eran de la misma clase, aunque sólo fuera de vista.
Sakuska tenía el toque chic que le aportaban sus camareros alemanes, franceses e italianos. Su orquesta de rusos blancos no era precisamente el ballet de Sergéi Diágilev que enamoraba al París de los años veinte, pero aportaba el aire cosmopolita que no remataban Lhardy, el Café Suizo o La Granja del Henar. Sólo Embassy, en el paseo de la Castellana, fundado en 1931 por otra viuda recién llegada de París, Margarita Kearney, podía competir con Sakuska.
Entre los pocos españoles que trabajaban en el salón de té destacaba un pastelero, robado a la famosa Garibay de la Gran Vía, que era el encargado de rematar los populares «sakuskinos», una variante entre el churro y la porra de toda la vida. Y también estaban los exquisitos cruasanes y demás bollería, que para eso en la cocina se las arreglaban con el de Garibay, un ayudante francés y otro italiano.
A los dieciocho años, una camarera llamada Trini Gallego tuvo la suerte de entrar en Sakuska de la mano de una de las amistades de su abuela Trini, que era la portera de la finca del marqués de Santo Domingo. Primero lo hizo para trabajar en el ropero, después para ayudar a despachar. Le pagaban treinta duros al mes, más las propinas.
A la nieta de Trini Mora no le impresionaban demasiado los sombreros, los abrigos largos y las chisteras, porque para eso había crecido en el chiscón de la calle Villamagna. Pero sí que le despertaban curiosidad los hombres, los aristócratas ricos y los políticos, sus charlas, el miedo que respiraban en la calle y cómo se desfogaban de ese pánico con el que llegaban a la mesa soltando diatribas contra los obreros.
Frente al apasionamiento de los hombres, le asombraba la insulsa conversación de las damas, que, o bien permanecían calladas escuchando a los caballeros, cuando eran admitidas a su mesa, o bien hablaban de sus hijos e hijas, las bodas y los cotilleos de esa sociedad ramplona, ya asustada por los trabajadores que a veces se manifestaban desde la Puerta del Sol hasta la plaza de Cibeles. Ni los pesados cortinones de terciopelo del salón de té ni los mullidos asientos con tapizados de flores amortiguaban los cantos obreros, la recién aprendida Internacional y las cargas de los guardias a caballo.
Entre las damas que frecuentaban Sakuska se encontraban las hermanas Topete y algunas de sus primas y amigas, como Elvira Pérez de Santos. Trini, entonces sofocada con sus dieciocho años y todo lo que iba aprendiendo sobre luchas y clase obrera con algunos de los camareros de Sakuska, a menudo reparaba en una mujer alta y rubia. Parecía extranjera, aunque hablaba sin acento. Su sobriedad destacaba entre las otras mujeres encopetadas, a las que atendía en la pastelería, siempre tiesas bajo aquellos sombreros tan feos y con las manos escondidas en guantes de piel. Trini entonces estaba muy lejos de imaginar cuándo y dónde se volvería a encontrar con María Topete.
Aún no hacía frío en Madrid, pero María lo sentía. Llevaba ya unas semanas en el convento de las capuchinas, en la plaza del Conde de Toreno, detrás de la Gran Vía. Los rojos lo habían convertido en prisión para las fascistas desde el alzamiento nacional del 18 julio, y allí habían ido a parar ella y su prima Carmen, tras haber sido detenidas el 9 de agosto del primer año de guerra y pasar por el calvario de los interrogatorios de Gobernación. Con ellas se llevaron a su hermano Ramón y a otros familiares, de los que aún no sabía nada. Quizá estuvieran en la cárcel de San Antón o en la de Porlier.
Un velo enturbiaba sus ojos azules desde que la habían detenido. Cuando llegaron a por ellas, no hacía ni una semana que la portera les había pasado el recorte del republicano diario
ABC
, en el que se recogían los «curiosos descubrimientos hechos en el convento de las capuchinas, adonde han sido trasladadas las presas de la cárcel de mujeres». Uno de los descubrimientos —decía el diario— era un subterráneo que comunicaba a las monjas con un convento de frailes, «pero esta comunicación, con esta trayectoria, podría atribuirse a la maledicencia sectaria», señalaba la noticia. Más adelante añadía que lo que «no admite duda ya es que han sido hallados algunos fetos, que es de suponer que no habrían sido colocados allí para desprestigio de quienes decidieron llevar una vida recoleta, huyendo del mundanal ruido y de los apetitos de la carne».
Sentadas en la salita de su casa, María y su hermana Blanca habían sentido indignación ante aquella propaganda. Amalia, que profesaba con las monjas del Sagrado Corazón, les había contado unos días antes, muy alarmada, que las capuchinas habían sido sacadas de su convento. Las hermanas de San Agustín, la casa convento en la que estaba Amalia, ya habían tomado medidas, a la espera de que su edificio fuese también objetivo de las hordas republicanas.
Si no fuera por la cólera sorda y el miedo, habría actuado. Desde que ingresó en prisión, había tenido la idea de buscar el supuesto túnel que llevaba al convento de frailes. O, si su religión se lo hubiera permitido, habría osado preguntarle a alguna de aquellas milicianas zafias qué habían hecho con los fetos. Pero le fallaban las fuerzas.
En aquel convento, ahora cárcel de Conde de Toreno, sólo se reponía de las pesadillas nocturnas al amanecer. María se encontraba cada mañana con caras conocidas, señoras, damas y señoritas del barrio de Salamanca, buenas familias, apellidos de rancio abolengo que, como ella, estaban en las capuchinas tras soportar los humillantes interrogatorios. Lo peor eran las detenciones por parte de los chequistas, ya fueran anarquistas o comunistas. Ella no distinguía y aquellas bestias le parecían todas iguales. Sólo era capaz de mitigar el odio y el miedo que la invadían durante los pocos momentos de recogimiento religioso, cuando su ira se sosegaba con la ayuda de Dios, como le habían enseñado en su familia. La cuestión era que ese Dios suyo no siempre calmaba su cólera.
En esas largas horas, ¡cuántas veces había echado de menos la fe de sus tres hermanas! Amalia ya era monja, y Rosita y Josefina soñaban con el momento de casarse con Cristo definitivamente; la salida más digna para grandes familias venidas a menos, pero también un acto de valentía y ofrenda en aquel Madrid republicano, donde las quemas de conventos y de imágenes eran el pan nuestro de aquellos primeros días.
La fe de sus hermanas había nacido en el corazón con tal firmeza que serían capaces de morir por Dios. De eso estaba segura María, porque Amalia, Rosita y Josefina se sentían desposadas con el Sagrado Corazón, aunque las dos menores aún tuvieran que frenar su entrega. De ahí brotaba su fortaleza, de la noble competencia entre ellas en humildad y misticismo.
El poder de Amalia era especial. Más terrenal que las dos hermanas menores, ella estaba hecha para pelear. Desde pequeñas, Amalia había sido la fuerte, y cuando jugaba con María y el resto de sus hermanos a los sacrificios de Santa Teresa de Jesús, siempre aguantaba más en las penitencias y castigos que se imponían. Daba igual que fuera la renuncia al postre o cargar con las tareas más pesadas para ayudar en la casa y mantener la frágil economía familiar.
Una mañana, a mediados de septiembre, mientras María hacía una tarea que le repugnaba en el convento-cárcel, limpiarse los piojos con ayuda de otras compañeras de prisión, se dio cuenta de que llevaba semanas sin noticias de su familia. Pero esa misma tarde, hacia las siete, se abrió de nuevo la puerta y entraron trece esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, compañeras de su hermana Amalia en el colegio de Martínez Campos.
Una de las reclusas de confianza se acercó a María.
—Han venido treces religiosas esclavas, pero he visto los nombres y ninguna es tu hermana.
—Gracias a Dios.
María perdió una parte de su compostura, con su rubia cabeza alta y los hombros firmes, ese porte que tanto irritaba a sus interlocutores, primero durante los interrogatorios en la comisaría y después a las guardianas de Conde de Toreno.
María se apresuró hacia el coro del convento —correr hubiera sido una ordinariez y habría dado muestras de sus emociones a las guardianas—, donde se almacenaban las colchonetas y los utensilios. Llegó a tiempo de oír cómo un miliciano ordenaba a las monjas y a otras dos mujeres:
—¡Coged cada una un colchón, una manta, dos sábanas, una escudilla, un vaso y una cuchara, y seguidme!
Reconoció enseguida la voz de la superiora de la casa de San Agustín, María Luisa Fernández, y a otras doce compañeras de su hermana Amalia, pero ésta no estaba, como le confirmó la madre María Luisa.
—No, de momento su hermana Amalia, la hermana Josefa Sillaurren y la hermana Generosa están a salvo. Aún no han probado el gozo de ser encarceladas por Cristo —murmuró la superiora mientras intentaba organizar a sus pupilas, afanadas por coger los colchones de crin vegetal, unos más rellenos que otros. Pero los milicianos no dejaban elegir.
María sintió un enorme alivio. Junto con otras reclusas, las ayudó a subir una angosta escalera que conducía hacia la estancia en la que iban a pasar la noche.
La priora María Luisa sintió el calor de las reclusas en cuanto entró en el amplio claustro. No se había imaginado que reinaría tal alegría. Las presas las estaban esperando porque entre los grupos que iban llegando a la cárcel corría la voz de quiénes quedaban en la Dirección de Seguridad. «¡Han llegado las esclavas, han llegado las esclavas!», decían las presas mientras las recibían con los brazos abiertos. La madre María Luisa se dedicó a recoger por escrito cómo la habían tratado las rojas, tanto a ella como a las otras mujeres de la cárcel, buenas católicas todas. «Aventuras bajo el dominio rojo», decía la madre María Luisa. María pensaba que la monja era demasiado generosa al hablar de aventuras con semejante sufrimiento, pero su imagen le ayudaba en sus momentos de flaqueza.