Si a los tres años no he vuelto (38 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Gracias a esa caridad cristiana, no les arrojaría a las fieras. Ni siquiera al Manzanares. Es más, sacó a Petra de la celda de castigo unas horas para que le diera tiempo a despedirse de su hijita, que agonizaba en brazos de Trini.

Cuando Trini la vio entrar en la enfermería de los niños, se dirigió a su amiga a toda velocidad. Le puso a la niña en brazos.

—Rápido, no hay tiempo para contemplaciones. Milagrosamente, está aquí el médico. La Topete le ha hecho venir porque uno de los niños que son sus ahijados está enfermo. Plántate en el cuarto que hay entre la enfermería y su despacho y entra con la niña. ¡Corre, que la ausculte! ¡Está muy malita!

Petra no preguntó. Cogió aquel envoltorio que era su hijita, exangüe, inconsciente, y se lanzó pasillo adelante. La enfermera que salía del consultorio no la dejó pasar.

—Está con otros niños. Se lo va a contagiar…

—Por favor, por favor…

Petra se iba dejando caer lentamente en el suelo, con la criatura en sus brazos. La enfermera se agachó para destapar la carita de la niña y le retiró la toquilla.

—Está muerta, Petra.

Jimena salió al día siguiente de la celda de aislamiento para llegar a tiempo de contemplar cómo su amiga no dejaba que ningún médico ni ningún sacerdote entrar a ver a su hija. Petra ya no gritaba. Sólo era un guiñapo al pie de la pequeña cajita, con la niña muerta. Movía la cabeza de un lado a otro, totalmente ida. Ni siquiera levantó la cabeza cuando sintió la flaca figura de su amiga a su lado. No hubo palabras. Jimena la abrazó mientras a sus espaldas Trini se enjugaba los ojos con rabia.

La Topete tuvo a Petra dando tumbos por los pasillos de San Isidro, fregando suelos y limpiando letrinas, mientras escuchaba los llantos y las toses de otras criaturas. Era una tortura superior a todo lo que se podía prever. A veces, la madre sin hija ya no soportaba más los lloros de los niños y tiraba el cubo de cinc y la bayeta en mitad del pasillo y se iba a aporrear la puerta de la enfermería. A gritos, trataba de advertir a las otras madres de que les estaban matando a sus hijos.

—¿Por qué no la devuelve a Ventas? Esto es un horror para ella —comentó una noche Jimena a Trini, cuando ésta se escapó para visitarla.

—No puede mandarla así a Ventas. Se enterarían de lo que ha pasado aquí. Allí, el partido está más organizado. Ella lo sabe. Está esperando a que se calme. Pero tengo que hablar con ella. Sospecho que tiene pensado enviarla a un centro para locas que es un horror. La he oído preguntar al médico.

—¡Dios mío…!

Jimena se tapó la cara. Ya no podía más. Por un momento se le cruzó por la cabeza que a ella también la Topete la iba a enviar al manicomio. Ella misma se estaba volviendo loca del todo. Por si la celda de castigo no había sido suficiente, el primer día que pudo ver a su hijo durante la hora permitida, el niño se echó atrás cuando le abrazó. Se puso rígido. Sólo cuando comenzó a susurrarle al oído el romance de «El conde Sol», Luisito comenzó a relajarse, a terminar alguna de las estrofas con su lengua de trapo.

Pasó el resto de la hora dibujándole en el patio una loba y hablándole de lo parda y vieja que era, que se quería comer a las ovejitas. Y cayó en la cuenta de que su hijo nunca había visto de cerca un perro, ni una oveja, ni un simple pájaro. Tuvo que hacer un descomunal esfuerzo para ahogar el sollozo y mantener la sonrisa, que se convirtió en mueca cuando la Topete entró en la terraza y el niño lanzó sus bracitos hacia ella, llamándola.

—¡
Sita, sita
!

Su hijo quería dejarla para irse con la Topete, que ya tenía en brazos a Pepi, y buscaba en sus bolsillos, disimuladamente, el caramelo que la niña quería quitarle del puño cerrado.

Jimena forcejeó con su hijo ante la mirada de la directora. Observando con qué deleite Pepi se llevaba una violeta morada a la boca, abrió el círculo de sus brazos para que Luisito fuera a engancharse a las piernas de su enemiga. Rodeada por otros niños, en un rincón de la azotea, la Topete les repartía los «
melos
». En aquella corta carrera de su hijo hacia la carcelera, Jimena se dejó muchos pedazos de su alma cuarteada, y una oleada de miedo le recorrió el cuerpo. Aquello sí que no iba a poder superarlo.

Cuarta parte
1

A doña Elvira Pérez de Santos el puerto de Despeñaperros le daba terror. El par de veces que lo había recorrido había sido en compañía de su difunto marido, cuando estaban recién casados y él se había empeñado en visitar a unos parientes que vivían en Sevilla.

Doña Elvira era entonces más menuda y tenía las posaderas en su sitio, no como ahora, que pugnaban por fundirse con las caderas para redondear todo su volumen y dejarla sin cintura. Un tonelete al que era difícil adivinar las piernas, aunque nunca fueron excesivamente largas. Cuando viajaba con su marido, aún podía lucir los tobillos, porque, aunque cortos, estaban bien formados. En aquellos tiempos, en las curvas de Despeñaperros se aferraba al brazo de su esposo en los desfiladeros más profundos, mientras éste, con cierto regocijo ante el miedo de su mujer, trataba de explicarle por dónde pasaban, enormes barrancos de piedra que a ella le aterraban, segura como estaba de que el autobús o el tren podían despeñarse en cualquier momento.

Había pasado más de un cuarto de siglo desde aquellos tiempos y ¡cómo habían cambiado las cosas! No sólo sus posaderas se desparramaban por el asiento trasero del coche, dejando menos sitio para los bolsos, las sales, la chaqueta y demás parafernalia. Es que, además, su marido le había hecho la faena de morirse antes de la guerra y la había dejado con dos hijos adolescentes, a los que él había maleducado con las historias de la Institución, de que lo importante era razonar, estudiar, saber, más que perder el tiempo en rezar al Señor crucificado, que ya escogerían ellos después, decía don Luis.

Embutida en su vestido azul marino de crepé, con cuello y puños, rematado en lunares azules y blancos y peinado «¡Arriba España!» que ya empezaba a decaer, doña Elvira se aferraba al asidero de la puerta del coche en cada curva mientras meneaba la cabeza e intentaba aguantar las náuseas, aunque ya no tenía nada en el estómago para echar fuera. Había hecho parar al chófer tres veces. Los pañuelos blancos de fina batista iban en el fondo del bolso de paja con asas de esparto, porque le había dado reparo meterlos en la gran maleta, donde llevaba sus mejores galas. Ya sólo le quedaba el moquero que tenía en la mano y que continuamente mojaba en las sales. Después le echaba unas gotas de Joya de Myrurgia, para llevárselas a la nariz, y metía el pañuelo entre los pliegues de su grueso cuello.

Permanecía sorda a la voz del chófer, Braulio, que, primero sugerente y luego quejumbrosa, le pedía que abriera un poco las ventanas, para dejar entrar el aire y el olor de la retama. Pero doña Elvira estaba segura de que la ventanilla la succionaría y la despeñaría por un barranco, tal era su pánico.

Hacer el equipaje había sido muy complicado, porque no sabía qué tiempo iba a hacer en Sevilla aquella Semana Santa. Mientras que en la capital era obvio que a las procesiones había que ir con buenos abrigos, ignoraba qué debía ponerse en la capital hispalense. Aunque había puesto una conferencia a los viejos parientes de su marido para preguntarles por el tiempo, éstos no supieron sacarla del atolladero. En las procesiones, la mayoría de las veces llovía, pero ese tercer año de la victoria podía ocurrir el milagro y quizá el Cristo o la Macarena acabaran el recorrido sin contratiempos, gracias a los nuevos tiempos, a las rogativas del obispo y al Caudillo, que tenía mano hasta en el cielo de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

A la viuda algo le chirrió por teléfono en el tono del tío segundo de su marido, un hombre que ella recordaba siempre de buen humor y bastante correoso que se entendía con Luis de maravilla. Habían compartido la pasión por la lectura y hacían bromas que sólo ellos dos comprendían.

Para doña Elvira, aquel viaje era tan apasionante como inquietante. Hacía muchos meses que María Topete debía haberla recibido. Tenían que hablar de la supuesta mujer de su desaparecido hijo y del niño, al que doña Elvira cada vez tenía más temor. Y todo por culpa de su hijo Ramón. No le entendía. A medida que pasaba el tiempo —ya iba para tres años— y no llegaban noticias de Luis, su hijo pequeño se había puesto más cerril en su empeño de sacar a su falsa nuera de la cárcel.

Doña Elvira había tenido que recurrir a las influencias que tenía su buena familia de zapateros ricos del barrio de Salamanca y a sus viejas amistades entre los párrocos para ir cerrando todas las puertas que Ramón iba abriendo para intentar liberar a la tal Jimena.

Ramón incluso se había atrevido a molestar a su hermano el falangista, el prócer de los Pérez de Santos, después de lo que a ella le había costado rehacer la relación con él. Rafael Pérez de Santos, camisa vieja, de los que aún se ponían el traje impecable y todos los correajes en cada acto —y había muchos—, que había conocido a Onésimo Redondo y a José Antonio, nunca aprobó del todo la boda de su hermana favorita con el profesor de Ciencias. En ese asunto, sólo su padre la había defendido.

Mientras intentaba no mirar por la ventanilla hacia los barrancos del puerto, metió la mano en el bolso, en busca de su último pañuelo. Sus dedos rozaron un papel. Doña Elvira sacó un recorte de prensa que había guardado apresuradamente la tarde anterior, al reparar en unas fotos del
ABC
. En ellas salía una antigua amiga suya, Matilde Reig, acompañando al hombre más poderoso de España, Juan March, el banquero.

Recordó los primeros veranos sin su marido, antes de la guerra, cuando había alternado las vacaciones en Cercedilla con largas semanas de descanso en Burriana, en la casa de sus abuelos. Era humilde, cosa que a ella siempre le había avergonzado, como le avergonzaban también sus amistades de la infancia, especialmente su amiga de tantas y tantas temporadas, Matilde. Y allí estaba, detrás del banquero, en una foto que les mostraba recién aterrizados de Lisboa. ¡Qué bien vestida iba! Claro, como era alta y encima tenía un cierto aire interesante, con tantos papeles en la mano… Para disimular. A buenas horas, cuando ya todo Madrid sabía que era la amante de March, aunque hacía de secretaria.

Doña Elvira se ruborizó como si sus conocidos la estuvieran observando y acabaran de descubrir que conocía a Matilde. El recorte del periódico seguía en su mano. Lo estaba apretando tanto que no se dio cuenta de que sus dedos se mancharon de tinta.

Aquella chica tan guapa, que quería ser bailarina, había seguido frecuentando durante algún tiempo su casa castellonense, porque le encantaban sus dos hijos, su marido y su padre. Matilde no estaba casada y a Elvira ya no le daba pudor ponerle mala cara y hacerle desplantes cada vez que se metía en casa y se ofrecía a llevar a Luis y a Ramón de paseo. Su marido y su padre le afeaban esa conducta. Elvira se defendía.

—¡Quiere ser corista! No es una buena influencia en esta casa.

—Pero, hija, es tu amiga desde que erais niñas. Su familia y yo hemos crecido juntos.

—Eres una mojigata —le decía Luis, que siempre apoyaba a su suegro.

En realidad, Elvira siempre había tenido celos de su amiga, de su planta, de su pelo, de su estatura. Sólo en la cara, graciosa, pizpireta y de nariz pequeña y ojos chispeantes, doña Elvira era más mona que su amiga Matilde.

La última vez que la había visto fue cuando se pasó a darle el pésame por la muerte de Luis. Parecía realmente afligida. Y lo que más la sorprendió fue el interés que mostró por sus dos hijos, que no protestaron en absoluto por su visita —no como hacían con sus amigas habituales— ni por tener que saludarla. Al contrario, intercambiaron direcciones y teléfonos. Ella estaba violentísima, porque todo Madrid susurraba sobre la chica de Burriana, Juan March y sus verdaderas funciones como secretaria.

March y Matilde habían pasado la guerra en Roma, y cuando la mujer regresó a Madrid, visitó a Elvira para saber cómo estaban sus hijos. Había temido que la guerra se los hubiera llevado por delante. ¡Ay, como habían cambiado las cosas! ¡Quién la había visto y quién la veía ahora! La avergonzada fue Elvira en esa ocasión, cuando tuvo que explicarle que Luis, el Luisín que ella había paseado al pie de las murallas de Burriana, era rojo. Se asombró, porque la revelación no produjo ni frío ni calor en su elegante visita.

¡Pero estaba desbarrando! ¿Por qué se acordaba ahora de aquella extraña amistad, perdida ya? No tardó mucho en responderse a sí misma: porque le daba mucha vergüenza que María Topete se enterase de que esa mujer y ella tenían algo en común. ¡Qué horror! Escondió el recorte en lo más profundo del bolso, no fuera a ser que mientras estaba con las Topete lo sacara sin querer al buscar cualquier otra cosa.

Otra náusea borró a su amiga de la infancia de la cabeza. ¡Estaba mareada, muy mareada! Las curvas de aquel maldito puerto y los recuerdos de los disgustos de sus hijos, e incluso de su padre y de su marido, le revolvían el cuerpo. ¿Por qué ninguno de esos cuatro hombres, los más importantes de su vida, la habían comprendido nunca? Hasta Ramón, el único que le quedaba y al que se sentía más cercana, no le daba más que disgustos. Pese a la escasa relación que sus hijos habían mantenido con el tío Rafael, el falangista —sin duda siempre influidos por los comentarios de su difunto padre—, Ramón había tenido el valor de presentarse en su casa para pedirle ayuda para Jimena y el niño.

La tarde en que sonó el teléfono de Don Ramón de la Cruz y su hermano Rafael preguntó por ella, Elvira tomó presurosa la baquelita de las manos de Vicenta. ¡Quizá quería invitarla a algo!

—Elvira, ¿eres tú?

—¡Ay, Rafael, querido hermano! ¡Qué alegría escucharte! ¿Estás bien? ¿Pasa algo?

—No, no. Estoy bien. Todos estamos bien. Mira, no tengo mucho tiempo, que tenemos que cerrar la tienda y he venido a repasar unas cuentas con Tomás, el contable. Estoy atrás, en el almacén. Tenemos que hablar deprisa; no quiero que entre y nos oiga.

—¿Qué pasa, Rafael?

—Esta mañana ha estado aquí tu hijo Ramón. Venía lleno de papeles, con una carpeta marrón de ésas de goma. Quiere que le pida al director de Prisiones, al general Máximo Cuervo, la liberación de una chica, creo que de un pueblo, Rocafría o algo así, que dice que es la esposa de tu hijo el comunista.

—¡Ay, Dios mío, Rafael! ¡Qué desgracia la mía! Perdónale. Es tan osado como su hermano…

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