La piel blanca y habitualmente traslúcida de la Topete se hizo más traslúcida aún. Por un momento, las presas pudieron ver la mirada de ferocidad que unas semanas antes se le había escapado. Comprendieron que su compañera lo tenía todo perdido y la que más rápido lo entendió fue Trini, que intentó de nuevo zafarse de las dos mujeres que le retorcían los brazos. De su garganta sólo salió un alarido:
—¡Le juro que esto lo va a pagar! —atinó a espetar a la Topete, rodeada de carceleras y de tres guardias de los que vigilaban la puerta, que habían entrado en el comedor atropelladamente.
—Llévensela a la puerta. Sujétenla allí. Está a punto de llegar el camión —fue todo lo que la Topete pronunció mientras clavó su gélida mirada en Jimena, que seguía en el suelo, tumbada de lado, con una funcionaria sobre sus rodillas y otra agarrándola por la cadena que unía sus muñecas y alejando las manos de la boca de la presa para que no le mordiera.
En esa mirada, y desde el suelo, con los ojos bañados por las lágrimas que no dejaba que le resbalaran por la cara, Jimena pudo ver el odio y el miedo que le tenía María Topete. Durante unos segundos, una sensación de triunfo calentó su alma. Había dicho algo que había dado de lleno en la diana. Era una ladrona de niños, una ladrona del amor de las criaturas ajenas, porque ella, aquella mujer de la cual Jimena pensaba que tenía el alma helada, jamás podría tener el amor de nada ni de nadie, y jamás tendría a ningún hombre ni a ningún niño que fueran auténticamente suyos.
Mientras la arrastraban hacia la puerta, Trini sollozó por primera vez en años y siguió insultando a las funcionarias.
—Llevadla de pie, hijas de puta. —Esto le costó otro retorcimiento furioso de sus brazos y otro largo lamento.
Mientras, se oía la voz de Angelita, más sumisa, que rogaba a la Topete:
—Señorita Topete, por Dios, no se la lleven así.
Angelita pedía con la cara bañada en lágrimas y lanzando unos gemidos que quizá había oído a las plañideras que los ricos pagaban para llorar en los entierros de su pueblo. Siempre cobraban más que su madre, la propia enterradora. Jimena logró incorporarse sobre sus maltrechas rodillas, haciendo fuerza con los brazos en las dos mujeres que la arrastraban por las axilas. Ya en la puerta del comedor, tambaleándose y agarrándose con las manos esposadas a uno de los quicios, lanzó su última sentencia a la Topete:
—¡Jamás nunca conseguirá el amor de mi hijo! ¡Ni el de un hombre! ¡Que Dios, el demonio, la Virgen y todos los santos la maldigan, porque saben que usted es una hiena que utiliza el crucifijo!
Un tortazo de la jefa de servicios cruzó la cara de Jimena, que por primera vez en su vida escupió en el rostro a alguien. Después, lanzó otro salivazo a la Topete. Lo último que recordaría durante mucho tiempo fueron los ojos de Trini, de los que, para su asombro, manaba agua en abundancia, y los gritos de Angelita pidiendo a la Topete:
—¡No la traten así, que es un trozo de pan!
Los guardias y las dos funcionarias la arrojaron a la parte trasera de un camión, donde tres mujeres vestidas y pintadas de forma más o menos escandalosa —Jimena no necesitó que nadie le dijera que eran prostitutas— la acogieron, y, con un pañuelo que olía a pachuli, una de ellas intentó restañarle la sangre que le brotaba del labio partido. Nunca supo cuánto duró el viaje, y tardó días en interesarse por saber dónde estaba.
A los habitantes de la población toledana de La Calzada de Oropesa no les gustaban aquellas mujeres presas que, cada mañana, en fila y con un cubo en cada mano, iban a coger agua a la fuente del pueblo. Las vigilaba la pareja de monjas oblatas que, con las manos escondidas bajo el hábito negro, sólo dejaban ver sus caras, enmarcadas por las tocas blancas.
Aquellas mujeres no les gustaban porque estaban sucias. Era lógico, disculpaban los más viejos y benévolos, pues más de quinientas presas sin agua y en aquel convento a medio restaurar, que había quedado en ruinas tras la guerra, sólo podían estar hechas un asco. Pero, sobre todo, no les gustaban porque eran putas. Era verdad que algunas no tenían esa pinta. Y también que eran las menos las que miraban con cara picara a algún viejo que calentaba los huesos al sol, al que sacaban la lengua o hacían un guiño descarado, para espanto de las monjas que las vigilaban.
La mayoría de ellas, vestidas con bata color ratón, zapatos rotos y calcetines las que los tenían, miraban sin levantar la vista del suelo, como si estuviesen avergonzadas. Con la experiencia que dan los años, una guerra y una posguerra que les estaba matando de hambre, aquellos viejos podían distinguir quiénes eran las putas encerradas hacía poco de las que llevaban mucho tiempo en prisión. Las primeras estaban más gordas, mantenían los rizos y las ondas de sus melenas a lo Jean Harlow, aunque nunca lograban el rubio de la admirada actriz americana. Las segundas estaban más flacas, no levantaban la vista del suelo por vergüenza, tenían el pelo ralo, ronchas de sarna y las caras patibularias. En muchos de los casos, había sido la guerra o la posguerra, el hambre de sus hijos o de sus viejos, los fusilamientos del padre, del marido o el hermano lo que las había llevado a hacer la calle. Por eso, aquellos viejos de solana que habían visto tanto, cada mañana observaban callados, frente a los aspavientos y la cantidad de santiguados que se hacían las beatas del pueblo, que, cubiertas con el velo negro y el misal contra el pecho, salían para la misa de nueve. No eran las únicas. Camino de la escuela, las madres tiraban a sus hijos de la mano para que no se detuvieran a decir inconveniencias tales como: «¡Qué sucias están!» o «¡qué mal huelen!».
Aquella mañana había una presa que sobresalía entre las otras. Era de las más altas, flaca, aún joven —aunque la mayoría estaban tan machacadas que era difícil calcular su edad—, con un cuello largo y un perfil hermoso, de nariz perfecta, el pelo rizado y cortado un poco a lo chico, aunque tenía los pómulos hundidos y unas profundas ojeras le entristecían las facciones.
Llamaba la atención porque estaba rígida. No miraba ni arriba ni abajo. Su cabeza se sujetaba al frente, sin girar a ningún lado, o quizá miraba al infinito, algo que extrañó a los viejos de la plaza. Las mujeres, aunque miraran para abajo, aprovechaban el viaje a la fuente para observar a escondidas la vida del pueblo. Muchas de ellas llevaban años sin pisar las calles. Algunos de aquellos ancianos lo sabían por experiencia. Rara era la familia que no tenía algún allegado, cercano o lejano, en la cárcel.
A la mujer que miraba al infinito le tocó el turno para poner los cubos debajo del caño, pero no se movió. Tuvo que ser empujada por la presa que iba detrás, que la avisó de que la monja ya se acercaba a ellas. La chica estaba totalmente ida, como atolondrada. Sin expresión y sin ver a su compañera, la escuchó como si le costara entender lo que le decía. Por fin, ayudada por otra, metió el asa del cubo en el caño y apretó fuerte.
Al brotar el agua, Jimena soltó las asas de golpe y mojó sus manos en aquel chorro abundante y con presión que sonaba como las caceras de su pueblo, como la fuente de enfrente del ayuntamiento. Era el primer chorro de agua auténtico que veía en tres años. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se inclinó para meter la cara y la cabeza debajo del caño, pese al frío de la mañana y ante el asombro de las monjas y de sus compañeras.
Unas manos fuertes la apartaron.
—Pero ¿qué haces? ¿Te has vuelto loca? —le gritó una monja—. Llena los cubos y vuelve a la fila si no quieres otro castigo.
Otro castigo. En las semanas que llevaba en aquel convento siempre había estado castigada, en la capilla, de rodillas, durante horas y horas. No podía explicar que era incapaz de estar de pie, que no quería comer, que no quería hablar, que no quería gritar, ni dormir, ni respirar, ni vivir. Que sólo quería morirse en un rincón como la vieja perra trujillana de su padre.
Sólo cuando el día anterior una de las presas políticas que hacían las tareas administrativas y ayudaban a las monjas, pero con buen cuidado de no mezclarse con las prostitutas, entró a su pasillo de celdas desnudas y heladas buscándola, para entregarle una tartera, Jimena resucitó. Sabía lo que significaba aquella tartera de latón. Dentro venía un minúsculo trozo de pan negro, pero en el doble fondo encontró una carta de letra diminuta. Se incorporó en el jergón y dobló el petate para pegarse al ventanuco de la celda y capturar el rayo de sol que entraba.
Luisito está bien. Angelita o yo aprovechamos la hora para hablarle de ti. Angelita más, porque juega con él y con Pepi. He enviado nota a Ramón. Pronto saldrás de ahí. No puedes estar más de tres meses sin hacer papeles. Atenta a la información de esta compañera. Levántate por todas Trini.
La compañera se llamaba Serapia y esperaba a la puerta de la celda. Recuperar la tartera era primordial y ver la reacción de Jimena, también. Tenía que contestar a su cantarada, tal y como le habían pedido desde San Isidro y desde Ventas, donde las mujeres del PCE estaban ya bien organizadas. A Serapia le bastó ver la expresión de Jimena para comprender que había entendido y que algo se movía en su cuerpo. Un simple pestañeo, una caída de ojos y una mueca por sonrisa que descubrieron unos dientes blancos y perfectos, algo que no dejó de asombrar a la comunista, acostumbrada como estaba a ver entre las prostitutas dentaduras destrozadas por el bismuto. Aquella chica no tenía pinta de puta. Debía de ser de las ocasionales, de las que no había podido resistir el hambre o la presión. A saber. Serapia era más tolerante que sus camaradas desde que estaba allí. Había oído historias brutales. ¿Quién no se acostaba con un asesino si se trataba de salvar a tu marido o a tu hijo del paredón? Una caída más por culpa de aquella asquerosa dictadura.
—Habrá más —le susurró Serapia, que recogió apresurada la fiambrera de la mano de la muchacha al oír los hábitos que se acercaban, arrastrándose por el pasillo.
Aquel día fue el primero que Jimena acudió a la cola del rancho de la cárcel reformatorio de La Calzada de Oropesa, donde centenares de mujeres estaban encerradas por ejercer la prostitución. El antiguo convento, ahora hacinado, pretendía ser una muestra más de la buena disposición del régimen para redimir también a las descarriadas. De nuevo, el director de Prisiones, el general Máximo Cuervo, y el cura Martínez Colom, el amigo de la Topete, de Acción Católica —la organización hacia la que la carcelera más se inclinaba—, ofrecían muestras de la magnanimidad para con las pecadoras al poner en marcha el Patronato para la Redención de Penas de las Mujeres Caídas.
Al día siguiente de recibir la nota de Trini, Jimena pudo sostenerse de pie, sonámbula pero de pie, y marchó con sus compañeras a por agua. No fue consciente de lo que le estaban haciendo, de adónde la habían arrastrado su suegra y la carcelera, hasta que sintió el ruido del agua clara correr en sus manos, el chorro de la fuente en la cara, que la transportó hasta los recreos infantiles en la escuela de Rascafría. Sus lágrimas volvieron a brotar porque su hijo nunca había visto correr el agua en sus tres años de vida. Y se lo habían robado.
Desde que se marchó de la casa de Don Ramón de la Cruz y se llevó a Vicenta a otro piso alquilado, esta vez en la plaza del Conde de Barajas, muy cerca de la Nunciatura, de la Puerta del Sol y de las pañerías —podía ir a trabajar al almacén y a su oficina de la esquina con Correos andando y no corría el riesgo de toparse con doña Elvira—, Ramón esperaba el golpe de gracia de su madre y de la Topete. En cuanto descubrió el encuentro de Sevilla, supo que algo estaban tramando. Y ese algo era contra Jimena y su sobrino.
No se había estado quieto. Había vuelto a importunar de nuevo a su amigo de Gobernación, ahora un altísimo cargo de la Dirección General de Seguridad, para sacar a su cuñada y al niño de la maternal, pero sin resultado alguno. Aunque algo sí había sacado en claro. Su poderoso amigo le había confesado que el mismísimo general Cuervo le había insistido en que para sacar a esa muchacha de la cárcel tendría que fulminar a la misma Topete, algo que no estaba en las manos ni del propio director de Prisiones. María era respaldada no sólo por doña Carmen Polo, sino por las mujeres de los empresarios y la aristocracia del norte y del sur, que encargaban a las prisiones los ajuares de bautizos, de bodas o de comuniones para sus hijos o nietos: ropas de cama y mesa, encajes de bolillos, cortinas, sábanas, colchas, toallas de hilo de finas vainicas. Las aristócratas estaban entusiasmadas de poder contribuir a la causa para redimir a los niños y a las mujeres descarriadas.
Además, las grandes damas se peleaban por invitar a las hermanas Topete. A María, por su cargo y porte; a Blanca, por su distinción y simpatía; a Amalia, Josefina o Rosita, porque en aquel Madrid de hábitos, tener uno a tomar el café y a rezar el rosario, vestía mucho, muchísimo.
A cambio, esas señoras entregaban donativos importantes para el funcionamiento de las cárceles. La Topete había logrado montar un negocio con los bordados y los cosidos que, además, permitía a las presas ganar algo de dinero. Era el mismo sistema que el del Patronato para la Redención de Penas para los presos políticos. De esa forma se estaban reconstruyendo las infraestructuras del país y hasta el mausoleo del Generalísimo, en el Valle de los Caídos. De paso, les descontaban unas pesetas para pagar su manutención, porque eran cientos de miles los hombres y mujeres los que pagaban sus pecados republicanos en centenares de prisiones. Y María Topete era un puntal intocable en cuanto a las mujeres se refería.
Con todo, Ramón no se había dado por vencido. Visitó a dos abogados, que seguían trabajando en el asunto, buscando las fórmulas más variopintas para rescatar a Jimena y a Luisito. Desde adoptar al niño hasta pedir un permiso especial para casarse con Jimena —ya vería luego cómo lo deshacían en cuanto encontraran a Luis—, puesto que el matrimonio civil, cuyos papeles él había encontrado en el piso de Pontejos, no era válido para las autoridades. Pero ninguna de las dos fórmulas era viable sin un gran enchufe y mucho dinero. La corrupción estaba a la orden del día, no sólo en el estraperlo de mercancías, sino en todo lo que fuera conseguir avales, certificados de buena conducta, documentos de servicio militar en la zona nacional e incluso honores y medallas de guerra. El dinero no era problema porque había conseguido dos grandes contratos con el ejército para entregar capas y pantalones uno, y de suministro de mantas el otro. Le sobraba el dinero, incluso aunque iba apartando religiosamente la mitad para su hermano, Jimena y el niño.