Si a los tres años no he vuelto (44 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Pero, de momento, ni él podía adoptar como soltero ni podía intentar sacar a Jimena y a Luisito con el argumento de que se casaba con ella. El matrimonio civil de la República era un obstáculo. La Iglesia católica jamás les casaría, a no ser que pudiera demostrar que su hermano estaba muerto y Jimena fuera viuda. Y sin boda católica no había adopción posible, además de que, con un expediente carcelario como el de Jimena, nadie le iba a dar un niño en adopción.

Todas estas cuitas le mareaban la cabeza un domingo por la mañana mientras mareaba también un café con la cucharilla y saboreaba unos churros. Desde que había sido autorizada su venta dos días a la semana, se había reconciliado con el desayuno. En La Mallorquina pagaba a diez céntimos el churro. Un lujo, aunque sabía que de Cuatro Caminos para arriba o de Atocha hacia abajo, se podían conseguir por cinco céntimos. La harina era un manjar en aquella capital de posguerra en la que la autarquía económica estaba arruinando el país, tal y como él comentaba con algunos de sus principales suministradores de paños y lanas.

Mientras desayunaba, estaba echando un vistazo al
ABC
y aún mantenía en su cara la sorna motivada por la noticia que acababa de leer. Glosaban el poema del poeta oficial del régimen, José María Pemán, que los niños repetían en la escuela, además del
Cara al sol
, el
Oriamendi
, los rosarios y demás parafernalia. Leyó dos veces la estrofa para convencerse de en qué país vivía.

Cuando hay que consumar la maravilla de alguna nueva hazaña, los ángeles que están junto a su sillamiran a Dios y piensan en España.

Sujetaba el churro en la boca intentando disimular su triste sonrisa por la brillante intelectualidad del país cuando observó que el camionero amigo de Angelita entraba en la cafetería y se dirigía directamente a su mesa.

—Perdóneme, don Ramón. Ha habido suerte y está usted aquí. Tengo un recado urgente de Angelita para usted desde ayer, pero se me complicó mucho el día y tuve que ir fuera de Madrid, más allá de Álava. Por la noche ya no sabía dónde localizarle y esta mañana he pensado que quizá los domingos también desayunaba aquí.

—¿Qué recado es ése? —Ramón refrenó su ansiedad—. Pero, siéntese, hombre, ¿quiere usted un café?

—Gracias, don Ramón. Se agradece. Salen unos olores de aquí a la calle que le recuerdan a uno el hambre que pasamos.

Ramón hizo una seña al camarero y pidió otro café y unos churros para el chófer.

—Y bien, ¿qué es eso tan urgente?

—Se han llevado a su cuñada a otro sitio. Ya no está en la maternal. Angelita me dijo que le dijera que se la han llevado a un convento que hace de cárcel y de reformatorio de mujeres de la vida en La Calzada de Oropesa. Eso está en Toledo, ya le digo. Por lo visto, la Trini ha sido la que se ha enterado, porque también las monjas han pedido presas políticas para que las ayuden, aunque ya sabe usted que las comunistas no quieren saber nada de las piculinas.

Ramón tardó unos segundos en procesar lo que le estaba diciendo. Después, un puñetazo en la mesa hizo saltar la taza y el plato por los aires, dejando perplejo al camarero, que venía con la bandeja y el nuevo café con churros, y poniendo perdidos el jersey y el pantalón del chófer, además de su propia chaqueta y camisa.

—Don Ramón, cálmese, que estamos enfrente de ya sabe usted dónde —le susurró el camionero, mirando hacia la Dirección General de Seguridad al tiempo que se ponía de pie y se sacudía como podía.

—Perdone, Felipe —se disculpó Ramón ante el camarero—. Este amigo me acaba de anunciar una desgracia de un familiar. Tráiganos algo con que limpiarnos. Mire, mejor nos trasladamos a aquella mesa. Póngame otro café, por favor.

Cuando se sentó en el velador que daba a la acera de la calle Mayor, Ramón había recuperado ligeramente el color. Comenzó a hacerle al hombre todas las preguntas posibles, pero de interés sólo pudo añadir que la habían sacado sin el niño. El niño se quedaba con la Topete, pero sabía que Angelita jugaba todos los días con su Pepita y Luisito y le susurraba el nombre de su madre. Así había insistido Angelita que se lo transmitiera.

Ramón pagó rápidamente los cafés y la excelente propina que siempre daba al camionero, que en los últimos años le había ayudado en más de una docena de ocasiones gracias a su lealtad para con Angelita. En el mundo aún quedaba gente honrada o leal a algo, porque Ramón sabía que por muy buena que fuera la propina, aquel tipo se la jugaba si se enteraban de que trapicheaba con la información de las presas. Pero necesitaba salir corriendo de allí o le vomitaría encima y entonces tendría que explicar a Felipe y al mensajero —nunca quiso preguntarle el nombre— lo importante que era para él aquel familiar tan querido y su sobrino.

A última hora de la mañana, tras pasar tres horas tirado en la cama y sin ganas de moverse para preocupación de Vicenta, decidió que se iría ese mediodía. Ya buscaría dónde dormir, pero hasta ese pueblo, con su coche recién adquirido —un auténtico lujo en aquellos tiempos— no podía tardar mucho. Era consciente de la preocupación de Vicenta, que obstinadamente seguía manteniendo el cubierto y la mesa puesta, pero él era incapaz de probar bocado.

La vieja criada no le dejaba ni a sol ni a sombra en aquel enorme piso, con siete balcones a la plaza del Conde de Barajas, un lugar recoleto pero continuamente atravesado por altas jerarquías de aquel clero todopoderoso, camino de la Nunciatura.

—Vicenta, dóblame una camisa y una muda, por favor.

—¿Adónde va? ¿No me va a decir qué pasa?

La fámula le había apeado del «señorito», pero era incapaz de volver a tutearle, salvo en momentos muy especiales. Ramón miró su noble cara, marcada por las arrugas y la preocupación. Sabía que aquella mujer daría la vida por él y por Luis, por ver de nuevo a Jimena en casa y por conocer al niño. No quería que sufriera más. La necesitaba. Era lo único que le quedaba en la vida, alguien que, mientras desayunaba o comía, cuando agachaba la cabeza para esconder el dolor ante su mirada escrutadora, aún se permitía acariciarle la nuca con sus bastos dedos deformados de tanto fregar. Y Vicenta conocía su tormento, su culpa, su contradicción, su pecado, su dolor gracias a la indiscreción de su madre.

—Tú no tienes la culpa. Estas cosas suceden, hijo, y uno es dueño de la razón, pero no del corazón —le había dicho una noche cuando la despertó con sus gemidos de adolescente y le descubrió borracho y acurrucado en el salón.

Le mimó igual que cuando era pequeño y Luis le asustaba por la noche con el hombre del saco y el demonio. Vicenta se colaba en su cuarto para reñir al mayor, ocultando su risa mientras acurrucaba al pequeño. Aquella noche la criada olvidó el usted mientras pasaba las manos por la cabeza de aquel hombretón y le acomodaba en su regazo como si fuera el niño de antaño.

Pero Ramón no sólo lloraba por él, por el asco y el dolor que se daba y sentía, sino por Jimena, por el niño, por su hermano, por su padre, que tuvo la suerte de marcharse antes de ver en qué se había convertido la vida en ese puto país en el que tener libros en casa le convertía a uno en sospechoso. Eso también lo adivinaba Vicenta.

Por eso, y porque pensó que la anciana debía saber adónde iba por si le pasaba algo, le contó la verdad.

—Voy a Toledo, a un pueblo que se llama La Calzada de Oropesa. Han encerrado a Jimena allí, en una cárcel o reformatorio, lo mismo da, que es para putas.

La pobre mujer se sentó en el borde de la silla de la cocina. Apoyó el codo en la mesa y se sujetó la frente con la mano. Durante unos segundos permaneció callada. Cuando habló, de nuevo tuteó a Ramón.

—Perdóname, hijo, pero conozco a tu madre desde que se casó con tu pobre padre, y nunca tuvo muchas luces. Tu padre se enamoró de una carita mona y de un cuerpecito entonces gracioso, unos labios y unos ojos siempre bien pintados y oliendo bien, además de unas buenas… —Vicenta hizo el gesto, poniéndose las manos delante de los pechos—. Los hombres sois así, pero enseguida se dio cuenta de que muchas luces no tenía. A tu padre eso no le importaba. En la Institución estaba rodeado de mujeres demasiado listas y puede, digo yo, que menos femeninas. Ya sabes, tiran más dos tetas que dos carretas. Te digo esto porque tu madre es mala por ruin, pero ella no tiene cabeza para haber tenido la idea de mandar a Jimena a un reformatorio de mujeres de mala vida. Es tu madre y siento decirte esto, pero creo de verdad que es así. Es una jugarreta demasiado astuta para su torpeza.

Una vez más, Ramón se admiró de la inteligencia y la sabiduría de la criada. Él ya había reparado en eso a lo largo de todo el día, desde que se tiró en la cama, destrozado y tras echar la vomitona con el café y los churros de diez céntimos. En la penumbra de su cuarto, gimiendo como un niño impotente a veces, como un animal herido otras, comprendió que tenía que haber sido María Topete quien había ideado aquella historia. Una mujer que ha pasado por la cárcel de Ventas y San Isidro, y en cuyo expediente también figuraría un reformatorio de prostitutas, quedaría marcada de por vida. Por un momento se preguntó cómo habría evolucionado la mente de su hermano Luis. Si algún día apareciera, ¿sería capaz de entender que todo aquello era una gran mentira, una patraña para arruinar la vida de una muchacha de pueblo cuyo delito había sido amar a un señorito comunista? Habían pasado tres años desde que Luis había salido por última vez de su casa de Pontejos.

Sin pausa, y tras abrazar a Vicenta, que aún trató de preguntarle qué iba a hacer exactamente cuando llegara a aquel pueblo, se despidió de la anciana, rogándole que no le esperara. Iba dispuesto a dormir en el pueblo, a esperar a la madrugada a que alguna monja —el último detalle que le dio el camionero de parte de Trini es que era un convento cárcel que llevaban monjas oblatas— saliera a maitines o a lo que fuera, porque él tenía que entrar allí y deshacer con la superiora aquel tremendo entuerto. Puede que las monjas no supieran de la maldad de su madre y la Topete.

Llegó al anochecer. Era imposible que una berlina Citroën negra, recién adaptada al gasógeno, con una caldera que pistoneaba de lo lindo, pasara inadvertida en aquel lugar. El gasógeno era el invento de Franco para disimular el bloqueo del petróleo y la consiguiente falta de gasolina. Por La Calzada de Oropesa debían de pasar, además del coche de línea y algún camión, dos o tres automóviles al día como mucho, y seguro que sólo uno que aparcaba en la plaza y cuyo señorito —porque por la pinta era sin duda un señorito, con americana y sin corbata, pero sí con sombrero— entraba sin reparos en la única tasca del pueblo.

Pidió un anís El Mono con agua —una pajarita— al que supuso que era el dueño, el hombre que había tras la barra, y se quedó un rato observando a los paisanos que echaban una partida de mus. En otra mesa, rodeada de banquetes de color abetunado y ya bien gastados, otro grupo de parroquianos estaban pendientes de una partida de dominó, aunque Ramón sabía que de lo que estaban pendientes era de su persona. No bajó el tono cuando se dirigió al hombre de detrás de la barra.

—¿Cómo puedo ir hasta el convento ese, hasta el reformatorio?

—Es el convento de las agustinas recoletas. Mejor dicho, era. Pero ¿a estas horas? Además, las monjas no dejan entrar a nadie. Perdone, a no ser que sea usted un inspector o algo.

Ramón sabía ya que lo que el hombre quería era chismorrear. Tan sólo tenía veintisiete años, pero los últimos seis habían supuesto la más rápida y triste carrera a la que un joven podía aspirar. No había ido al frente, porque había utilizado su prerrogativa de hijo de viuda —ahora en cierto modo se avergonzaba— y porque era un descreído, al contrario que su hermano. Después, el deseo de mantener a flote el negocio familiar le había disuadido, pero había tratado con tal calaña de comerciantes y estraperlistas que se había licenciado en saber nadar y guardar la ropa. Eso sí, no le había servido para salvar a las dos personas que más quería en este mundo.

—No, no. Iré mañana, desde luego. Pero, dígame por dónde puedo ir, si hace el favor. Daré un paseo. ¿Alguien alquila camas en este pueblo?

—No abundan las visitas, pero mi mujer es la que suele poner a disposición de los viajeros un par de cuartos. Es que ésta es la única tasca. ¿Quiere usted una tajada de lomo de la matanza? Es de la olla. Hemos guardado después del hornazo. El primer año que hemos hecho matanza desde la guerra.

A menos de doscientos kilómetros de Madrid ya había matanza. El hombre tenía ganas de hablar para que le oyeran los parroquianos lo bien que se desenvolvía. O quizá era sólo hospitalidad y él ya no creía en esas cosas. Había pensado echar una cabezada en el coche hasta que las monjas tocaran a maitines, pero comprendió que la brigada de la guardia civil no le hubiera dejado en paz y habría despertado sospechas. Bastante había sido llegar con el coche.

Escuchó las indicaciones del tabernero para bajar hacia el sur del pueblo y se marchó, no sin antes preguntarle a qué hora cerraba, pues tenía que enseñarle dónde estaba la habitación.

—No se preocupe. Recojo tarde. Mientras barro, pongo las banquetas en la mesa y preparo las copas del aguardiente para las seis, nunca me acuesto antes de las doce o doce y media. Los dos cuartos están subiendo por esa misma escalera, encima de la taberna. Le diré a mi mujer que le prepare el mejor.

Ramón deambuló por el pueblo hasta que llegó a la puerta del convento y sus tapias de más de tres metros. No había luz —la superiora ya se había quejado de que sólo tenían electricidad dos horas al día— y por algunos de los ventanos enrejados, de vez en cuando, se atisbaba el temblor de una vela. No eran ni las nueve de la noche y el silencio rodeaba el lugar. Una tenue brisa agitaba los olivos, y supuso que también las hojas de los castaños o los fresnos que había en los prados, al fondo. Era noche cerrada.

Se recostó en una pared de piedra desde la que dominaba la inmensa mole del convento. La luna estaba en cuarto creciente y la noche era despejada, salvo alguna nube que la cubría, pero rápidamente el viento la alejaba, como si la media cara lunera inflara sus carrillos para arrojar a las tinieblas a quienes la molestaban. Era una imagen de algún libro que le había enseñado su padre. La luna soplando.

Jimena estaba a pocos metros de él, en aquel lugar tenebroso, con aquellos muros que él venía dispuesto a escalar para sacarla de allí en brazos, como los príncipes de los cuentos. Pero él sólo era un fracasado. El verdadero príncipe estaba lejos y el fracasado príncipe había dejado de cumplir su principal encargo, cuidar de la princesa, que ahora era mucho peor que una triste cenicienta. Pensó de nuevo que Jimena podía morir, recordó que el niño podía perderse en esa amalgama de seminarios, Auxilio Social y demás supuestas ayudas en las que sabía que tantos niños desaparecían. Niños de rojos. Se lo había preguntado a su amigo el de Gobernación. Serían buenos curas o soldados, o criados para casas bien. Algunos, incluso, adoptados de verdad por buenas familias.

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