Tampoco le ocultó Ramón el papel de su madre, aunque no utilizó calificativos. Entre ambos hermanos sobraban, porque conocían bien a la mujer que les había traído al mundo. Sí le explicó quién era María Topete y la situación en la que se encontraban ahora Luisito y Jimena. Luis pidió a su hermano todos los detalles de las veces que había podido visitarla en la cárcel y de las gestiones hechas, aunque en este punto el pequeño fue modesto, muy modesto, y se mostró descorazonado por cómo le había fallado en la petición de cuidar a Jimena. Luis sonreía, al tiempo que le cogía por los brazos, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Es ridículo, Ramón. Has hecho mucho más de lo que podías. No te imaginas lo que he visto, lo que he vivido. Desde la ruindad más terrible entre hombres y mujeres, hasta los más generosos actos de entrega. Pasé los Pirineos gracias al esfuerzo de un par de hombres que se jugaban la vida por sacar a los comunistas de aquí. Sentí el desprecio de los franceses y su cobardía cuando nos encerraron en Argelers y nos trataron peor que a los perros. A muchos los entregaron a la Gestapo y a las SS. He visto tanto, tanto…
Luis se tapó la cara con las manos, como si una película de lo que había visto en esos tres años estuvieran pasándola por el nodo, a ese tamaño de pantalla, pensó Ramón, tratando él a su vez de consolar a su hermano con una mano sobre su hombro.
De Argelers se escapó gracias a la documentación preparada por un compañero del campo de concentración para él y otros camaradas. El partido les había enviado las coordenadas para que se incorporaran a la resistencia francesa, pero, por aquellos tiempos, Luis ya tenía muchas dudas. Muchísimas. Tal y como había intuido Jimena en la cárcel de Ventas, dentro de su marido se había desatado una lucha ideológica brutal cuando se enteró de la firma del pacto germano-soviético. Una brecha se abrió en su interior contra aquella URSS que lo había sido todo para él en la Guerra Civil española y ahora se aliaba con Hitler.
Luego, las noticias sobre la muerte de Quiñones, las críticas que les habían llegado por parte del Comité Central a su escondite de los primeros tiempos en San Juan de Verges, donde se habían integrado como
chantiers
en las explotaciones de carbón vegetal tras salir de Argelers. ¡Qué buenos beneficios daban al partido por la escasez de carburante durante la Segunda Guerra Mundial y el agobio de los nazis! Las críticas del Comité Central contra la dirección de Madrid, contra los que no habían podido o querido escapar, fueron ahondando sus dudas ideológicas. Él, que tantas veces había pensado que no había hecho bien en salir de Madrid y menos para caer en manos de la Francia colaboracionista.
Sobre quién era el enemigo no albergaba ninguna duda. Y el enemigo era el nazismo, el fascismo de Mussolini, todo tan copiado por Franco como le habían contado, y la repugnante colaboración del Gobierno de Pétain. Por eso, un día de 1941, cuando estaba ya harto de las disputas entre los comunistas y pese a que el pacto germano-soviético ya había volado por los aires y los alemanes atravesaban las fronteras rusas, decidió aceptar el paso a la resistencia francesa.
En esta decisión pesó un golpe de suerte definitivo, tal y como le contó a Ramón. Un día, en San Juan de Verges se presentó un grupo de resistentes a buscar carbón vegetal. Y entre ellos se encontraba un francés que hablaba un excelente español. Había estado en España, en la guerra. ¡Era Michel! Uno de los pocos brigadistas internacionales que había entrenado al Batallón Alpino en el invierno del 36. Aquel chaval era ahora un hombre. Había abandonado España en 1938, desde Barcelona, con una enorme tristeza, junto con el resto de brigadistas. Luis y él hablaron de la sierra de Guadarrama, del Puerto de Somosierra y de la despedida que los catalanes habían hecho a los internacionales.
Una vez que hubieron pagado a los comunistas el carbón, Luis se marchó con los resistentes. Sintió despedirse de sus camaradas de los últimos meses, pero no lamentó nada dejar de obedecer las directrices del partido. En realidad, en los últimos tiempos las había seguido porque no encontraba otra manera de luchar.
Resultó que aquel grupo de la resistencia era mucho más activo de lo que Luis nunca hubiera podido imaginar, y estaban en contacto permanente con los británicos y la gente de De Gaulle en Inglaterra. Volaron puentes, desestabilizaron a los alemanes en la retaguardia, se escondieron en casas y en los bosques y durante algunas semanas también recibieron entrenamiento en cuarteles secretos, al mando de franceses gaullistas y de oficiales y espías británicos.
A menudo, tras una operación en la que se habían jugado todo, Luis pensaba en abandonar, en buscar la forma de volver a Madrid. Si su hijo seguía vivo —sabía de las condiciones de las presas por algunas mujeres que habían logrado salir en el primer año, tras el triunfo de Franco—, ya andaría, ya diría sus primeras palabras, y él ni siquiera lo conocía.
Y Jimena. Su Jimena. Ni una noche, ni un día, ni una hora de cada uno de esos cientos de días, Luis dejó de pensar en su mujer, de amarla, de quererla, de recordar sus ojos negros, su hueco en el cuello, su pelo rizado, su cuerpo de pechos pequeños y bien formados que él evocaba cada noche, sus caderas, su respiración, su risa, las escasas veces que había visto su llanto, pero cuando lo había visto, él se lo había bebido. En la oscuridad de la noche de un bosque francés, o en un cuartel o en una casa de apoyo, cuando ya no podía más, el sabor de las lágrimas de Jimena que se había bebido primero al pie del arroyo Garcisancho y luego en las despedidas de Pontejos invadía su boca, su paladar, le bajaban esas lágrimas por la garganta, quemándole como si tomara alcohol puro o aguardiente seco.
Se sentía culpable. Culpable por amarla tanto y ser tan egoísta como para sacarla de su pueblo en plena guerra; culpable por no haberse plantado ante el partido y haber dicho que él, sin su mujer, no se iba a ninguna parte. Culpable por no saber que lo primero era Jimena, que aquella última noche en que no le dejó escapar de dentro de ella era porque había intuido el calvario que les esperaba y necesitaba preservar lo que les había unido; culpable porque por él, por ser la mujer de un comunista, había ido a parar a la cárcel y eso, eso sí que no se lo podría perdonar nunca. Pero ¿ella se lo perdonaría?
Ese pensamiento le producía un dolor lacerante que se había hecho más profundo cuando, en la primera conferencia telefónica, su hermano le confirmó que su mujer y su hijo estaban aún presos. No pudo hablar, no pudo sino tragar hiel e intentar controlar la oleada de odio que le invadió, las ganas de matar a quien fuera el responsable de tanto dolor de su Jimena, de su hijo, de toda aquella locura que arrasaba el mundo desde hacía ya demasiado tiempo.
Ahora estaba allí, frente a su hermano Ramón, en un Madrid por el que sólo sentía resentimiento, en un piso que no tenía nada que ver con ellos, ni con su historia, ni con su infancia, ni con su inmediato pasado. Pero no quería ver a su madre. Allí estaban los dos hermanos, ambos rostros bajo una luz azul fría y una atmósfera irreal, tan irreal como todo lo que le había pasado en los últimos tiempos, desde que fue herido en el mismo brazo que en la refriega del Guadarrama, cuando Jimena cruzó el arroyo para arrojarse en sus brazos una noche de nieve. ¡Cuánto tiempo! Seis años parecían un siglo. Nadie les devolvería el tiempo robado, aunque él no hubiera cumplido la treintena y Jimena ni el cuarto de siglo.
Durante los últimos meses se había entrenado en clandestinidad e integrado plenamente en el grupo de resistentes. Con ellos había llegado a la región del Aude, donde estaba el campo de concentración de Argelers de sus primeros meses, y allí encontraron a españoles que se organizaban en guerrillas en Francia. Pero él prefirió seguir con los franceses de Michel y un par de británicos que enlazaban con las fuerzas en Gran Bretaña. Por alguna razón, no quería encontrarse de nuevo con camaradas del PCE ni depender de ellos. Tampoco quería cruzar los Pirineos pidiéndoles ayuda.
Le hirieron de forma estúpida. Fue durante una operación para levantar la moral de un pueblo de la zona y volar un pequeño convoy de suministros, escoltas motorizados y camiones nazis. Sólo sintió un enorme estallido a su espalda, que le arrojó contra el suelo y le dejó sordo. El dolor en el brazo al lanzar la granada le desvaneció poco a poco hasta llevarle a la oscuridad. No se dio cuenta de que otra granada había explotado a su espalda. Despertó en un barco que le evacuaba a Inglaterra. Tan irreal era ahora estar frente a su hermano como en aquel hospital repleto de heridos de los frentes europeos, de civiles víctimas de los bombardeos sobre Londres.
Volvió a mirar a Ramón bajo aquella extraña luz de gas. Le estaba hablando de su hijo y le decía que sus ojos verdes, orlados de enormes pestañas negras, eran clavados a los suyos.
—Aunque debo decirte que es más guapo que nosotros, porque ha sacado la nariz de Jimena. Y sus pómulos. Va a ser grande, aunque hace tanto que no le veo…
—¿Desde cuándo no le ves?
Ramón reflexionó un momento. Pero no por el motivo que creyó su hermano, para contar ese tiempo que tenía tan medido, sino para evaluar si le decía o no por qué se había quedado sin verlos en Navidad, sin poderles entregar los juguetes. Tantos y tantos meses. En un niño, demasiados. Como demasiado era el tiempo que llevaba Luisito sin ver a su madre, solo con la Topete, pese a los esfuerzos de Trini y Angelita para que en la memoria del niño permaneciera la madre.
—Muchos meses —respondió a Luis—. La cuestión es lo que te he explicado. No querían aceptar que fuera mi sobrino. Por eso esto es un milagro. Todo lo conseguido por Matilde es increíble, Luis.
Instintivamente, Ramón posó su mano sobre la carpeta con los membretes oficiales del Gobierno y del Ministerio de Gobernación y del de Justicia. Allí estaba todo. Lo que él no había podido en tres años, Matilde Reig lo había logrado en unas pocas semanas.
—Ya. Claro que es increíble, pero no ha sido ella, sino su amante. Es el hombre más poderoso de este país y uno de los más influyentes de Europa. No deja de ser un pirata del dinero y de la influencia.
—Deberías ser más generoso y cauto. Si no hubiera sido por ellos…
—Lo sé. Nunca lo olvidaré. No creas que no he pensado que éste es mi colmo, un comunista salvado por el capitalismo más brutal…
—Luis… Matilde nos conoce desde la infancia, ha salvado a tu mujer y a tu hijo…
—Todavía no los he visto…
—Quedan días. No entiendo cómo puedes ser así, después de todo lo que has pasado.
—Por eso, por todo lo que he pasado. Tienes toda la razón. Perdóname. Aún no he digerido lo que me está sucediendo, y tengo tanto miedo, hermano… No tienes ni idea del infierno que es Europa, de lo que he visto… Y sí, tengo mucho miedo de volver a ver a Jimena, aunque me muero por hacerlo. ¿Y si no me quiere ya? ¿Y si no me perdona todo esto que les he hecho? ¿Y si no recuperamos a nuestro hijo?
El silencio se extendió por el salón de la casa de Conde de Barajas. Los tres balcones que daban a la plaza filtraban una luz más amarillenta que la fría que transmitía el candil. Los dos hombres tenían la cabeza baja, pero sus pensamientos volvían a marchar por derroteros bien diferentes. Uno jamás podría confesar al otro su verdad, ni siquiera quejarse de los sufrimientos del alma que ocasionaban el amor y una pasión enfermiza. Porque comparado con lo que había sufrido el otro, nunca podría ser comprendido. Eran tiempos para el hombre de acción, no para los pasivos. Ramón pensó cuán fácil era confundir a los aparentemente pasivos con los cobardes, y no pudo reprimir la oleada de autocompasión que le invadió. En la historia nunca habría un hueco para él. Sin embargo, los hombres como su hermano sí tendrían sus líneas.
Vicenta entró, encendió las luces y les dijo que la cena estaba lista. Además, Luis podía ya disponer de su dormitorio e incluso darse un buen baño. El depósito enorme de encima del fogón estaba rebosando de agua ya caliente y de la cocina salía un apetitoso aroma a ajo frito. Luis reflexionó sobre cuánto tiempo llevaba sin oler a ajo frito, y Ramón sobre los esfuerzos de Vicenta para conseguir todo aquello, desde el cocido y el café, hasta los ajos que olían friéndose en algún tipo de aceite. Y la leña y el carbón. Todo un lujo.
Al cabo de tres días de encuentros y charlas similares, por fin aquella mañana los hermanos Masa Pérez de Santos marchaban a La Calzada de Oropesa, acompañados por Matilde, su magnífica mentora, que, desde luego, no iba a dejar a nadie indiferente con su espectacular aspecto. La primera parada era para recoger a Jimena.
Llegaron con la correspondencia de cada mañana, atados con unas gomas. A un lado de la mesa, la funcionaria encargada del correo durante esos días había dejado las cartas dirigidas a la directora. Al otro, una pila de sobres mucho más abultada y ya abierta. Era la correspondencia de las presas. Un tercer lote lo componían cartas ya fuera del sobre, con éste incorporado para ver la dirección y el remitente, y cuyo contenido estaba lleno de tachones unas veces y otras de unos pocos emborronados. Eran las que no habían pasado la censura y debían ser revisadas por la directora de la maternal de San Isidro.
A María Topete le irritaba a menudo lo poco cuidadosas que eran sus empleadas con aquellas misivas. No le gustaba que lo borraran todo de forma sucia, pero tenía la batalla perdida. Como ella, muchas de las mujeres que la acompañaban en la prisión ocupaban sus cargos como recompensa a su entrega en el bando nacional. O por haber sido viudas de nacionales o por militancia destacada en el Glorioso Alzamiento, pero eran las menos las que se daban cuenta de la grandiosidad de su trabajo. Para eso, reconocía ella, estaban mejor las funcionarias profesionales que habían sobrevivido a la purga después de la victoria.
Lanzó un suspiro. Estaba cansada. Había sido un verano muy duro, de excesivo calor, algo que le perjudicaba mucho a la circulación de las piernas. Movió los pies debajo de la mesa mientras apartaba la vista de las cartas censuradas y pasaba sus ojos por encima de la correspondencia a su nombre. Dos sobres abultaban ligeramente más. Estaban lacrados con cera roja. Soltó la goma marrón y los cogió directamente. Uno llevaba membrete de Gobernación, otro de Justicia.
Leyó y se quedó pasmada. La mano ni siquiera le temblaba. Era de piedra. En las dos misivas, idénticas, sólo cambiaban las firmas. En una, la del ministro de Gobernación, Blas Pérez González. En la otra, la del titular de Justicia, Esteban Bilbao Eguía. El texto era el mismo. Lo leyó una y otra vez con los ojos abiertos como platos. ¡Tenía que entregar al niño Luis Masa Bartolomé, retenido en prisión con los apellidos de su madre, a sus progenitores, Luis Masa Pérez de Santos y Jimena Bartolomé Morera, que se personarían a por el susodicho niño en la cárcel de la Carrera de San Isidro la primera semana de noviembre! La orden era clara, taxativa, escueta. Y a una profesional como la carcelera de la maternal no se le pasó por alto que el niño era citado con los dos apellidos de los padres.