Se ahogaba. No podía respirar. Una enorme fatiga le agitaba el pecho. Se agarró con fuerza a los bordes de la mesa de roble. Apretó tanto que los dedos pulgares se le pusieron blancos. De un manotazo retiró todo lo que su mano izquierda encontró en la mesa mientras con la otra se sujetaba la cabeza, que le daba vueltas. ¡Aquella zorra pelandusca lo había logrado! ¡No era posible! ¡No lo iba a consentir! Pero ¿y cómo? Su niño Luisito, el más hermoso, se notaba que venía de familia bien… Aquellos ojos verdes, aquellas risas jugando al corro en la terraza… Ni siquiera había consentido en que le sacaran en las fotos de los reportajes nacionales e internacionales porque era demasiado guapo. Tenía miedo de que alguien más lo quisiera cuando ella ya le tenía reservado un buen lugar en el futuro. Lo había hablado con el padre Martínez Colom y con el obispo. Haría la carrera eclesiástica, naturalmente con una excelente formación previa, como su hermana Josefina, que ya había llegado a Roma y de quien tanto esperaban.
No. No podía ser. En algo fallaba el sistema, aquel Glorioso Alzamiento Nacional por el que ella lo había dado todo. Al menos lo que le había quedado tras su juventud frustrada y apaleada. Aquél había sido su refugio: la religión y rescatar a los niños de aquellas mujeres tan miserables y equivocadas, tan ignorantes que había sido fácil inocularles el virus del marxismo. Pero eso no podía volver a suceder con los niños, y con su Luisito, menos que con nadie.
María Topete utilizaba el teléfono que reposaba sobre su mesa en tontadas ocasiones. Su despacho estaba impoluto, repleto de luz y plantas sin flor, con muebles de roble que había ido rescatando aquí y allá; todas las paredes pintadas de blanco, con dos únicos retratos, el del Caudillo y el de José Antonio. Un oasis en aquel desierto sucio que a diario era la maternal de San Isidro. Su mano, ahora ya temblando, descolgó el auricular para pedir que la pusieran con el director de Prisiones. Ya no era Tomé, ni tampoco estaba el general Máximo Cuervo, pero ella tenía su prestigio y posición intactas, salvo la faena de que la querían volver a hacer depender de Ventas. Pero eso ahora no importaba. Tenía que quejarse, que decir a alguien lo que pasaba. Pero no al director de Prisiones, no era el indicado viendo que los dos ministros que firmaban eran sus superiores.
Volvió a colgar y se acercó a la ventana. El Manzanares, después de tres veranos de asquerosa y pertinaz sequía —qué monserga de adjetivo, que tan pertinazmente le gustaba al Caudillo—, traía ese otoño un cauce medio, el suficiente para que la humedad regresara a aquellas paredes de papel del chalé prisión. La humedad y las aguas estancadas y pestilentes seguían siendo un brote de enfermedades para aquellas mujeres y niños débiles que ella tenía allí encerrados. Terrible para la tuberculosis, por no hablar de los huesos y el frío. Por más que se hubieran prohibido los baños en el río esos veranos, cada otoño pasaba lo mismo: crecidas y arrastre de la mierda acumulada en julio y agosto. Pero ¿en qué estaba pensando?
«Piensa, María, piensa deprisa. Te quieren quitar al niño. Te lo han quitado ya. Una bruja y un comunista. Como esas que tú viste, oíste y padeciste en la cárcel de Conde de Toreno. Milicianas pajoleras, conmigo no vais a poder, porque esta nueva España está edificándose sobre cimientos inamovibles. Llamaré hasta a doña Carmen Polo, si hace falta, pero a mi Luisito no me lo vais a quitar. Y él, el comunista, ¿cómo ha podido volver si es del partido? Habrá sido el hermano. Claro, ha revuelto cielo y tierra, bien enamorado que estaba de ella. No, si ellas saben enredar a los hombres. Acuérdate de la Pasionaria, María. Más fea y ordinaria no podía ser y mira, dicen que tiene un montón de hijos y en aquel mitin en Toreno hasta embobó a tus compañeras. Bien contenta que estará ahora, allí, en la Rusia roja, mientras los nazis pierden. Todas son unas pasionarias, tenía razón el padre Sánchez del Pulgar y, ahora, Martínez Colom. Son mujeres de la vida, más allá de los ideales. Proclaman el amor libre y echan la culpa a las anarquistas. Ni ideas ni nada, todo lo que quieren es hombres, calor de hombres. ¡Qué asco, María! Porque a ti te da asco hasta pensarlo. ¿O no? Sí, sí, Señor, Sagrado Corazón de Jesús, apiádate de mi alma y aleja de mí cualquier pensamiento pecaminoso, por palabra, obra u omisión. Pero no me dejes, Dios mío, que no se lleve al niño, que él no es culpable de los pecados de esos sinvergüenzas de sus padres… Eso es, el padre Martínez Colom. No pueden sacarla de las oblatas de La Calzada de Oropesa así como así. El padre, que llamará a quien haga falta, pero no me quedaré quieta. Incluso puedo hablar con Girón. Acaba de llegar al Ministerio de Trabajo, es el más popular de todos los ministros. No, primero el padre Colom».
Aquella noche no se quedó a dormir en la prisión. Se marchó a su casa, con su hermana Blanca. Se ahogaba en la maternal. Sólo pensar que en unos días le quitarían a Luisito, se le partía el alma. El padre Colom se había quedado tan de una pieza como ella. No podía ser. ¿Cómo habrían logrado saltarse todas las barreras? Dedicaría el día a las gestiones, a enterarse.
—Tranquilícese, María. Seguro que las altas instancias no saben a quién están ayudando. Esta tarde hablo con el obispo y con el mismo ministro de Gobernación.
—Padre, es algo raro. Las cartas son taxativas e idénticas. Conozco estos asuntos. Tiene que venir de arriba, muy arriba.
—Por muy arriba que venga, el más alto es Dios, hija mía. Tranquila.
Su hermana Blanca adivinó inmediatamente que algo anormal sucedía. María no abandonaba la cárcel así como así, ni siquiera en los meses más duros del invierno, cuando la humedad le hacía polvo los huesos y la circulación.
—¿Me vas a contar qué pasa? Sólo te he visto así de pálida y contrita aquella vez que se escaparon dos presas nada más ingresar en Ventas. Las que tenían que fusilar al día siguiente. ¿Se te ha escapado alguien?
—No. Perdóname, Blanca. No tengo ganas de hablar. ¿Tienes algo pensado para cenar? Sólo quiero un poco de caldo, lo más frugal posible. Tengo frío.
—Sí, María. No necesito ordenarme monja, ya me ordenas tú. Hay un poco de caldo con hueso de caña. ¿No estarás enferma?
Blanca sabía de sobra que aquel latiguillo de «¿para qué me voy a ordenar si tengo a María que me ordena?» siempre daba resultado. El sentimiento de culpa de su hermana era evidente a los pocos minutos y terminaba por ceder. Sintió sus pasos por el pasillo de la cocina. Ahora estaban solas, aunque a temporadas María daba trabajo como criada en la casa a algunas presas comunes, de demostrado buen comportamiento, cuando salían de prisión y hasta que les encontraba algún portal para fregar escaleras y asistir. Un lujo con los tiempos que corrían. O las enviaba, de acuerdo con Amalia, a ayudar a las del Sagrado Corazón en alguno de los colegios o casas de recogimiento. Pero ahora era Blanca quien guisaba. Hacía un mes que se había ido la última reclusa con destino a una buena casa de un terrateniente de Toledo y su hermana estaba buscando una ex presa adecuada. Estaban dando muchas condicionales en aquellos días.
María también enviaba a las mejores presas que salían a su amiga Encarnita, tanto a la finca de caza como a otras propiedades de los Aznar. Sin embargo, a la duquesa de Medinaceli aún no habían podido colocarle ninguna. A Rafael Medina se le ponían los pelos de punta al pensar que una mujer que había estado encarcelada se quedara en su casa. Aunque fueran presas comunes, siempre pensaba que disimulaban, todas eran unas auténticas rojazas.
Blanca sonreía pensando en Medina mientras pelaba un par de patatas y sentía a su hermana a la espalda. Durante unos minutos fingió no percibir su presencia.
—Perdóname. No quería ofenderte.
—No me ofendes, tú eres la que trabaja.
—Blanca, por favor, no sigas por ese camino. Hoy no.
—Sólo estoy preocupada por ti. ¿Qué te pasa?
—Me quieren robar a un niño. A Luisito.
—¿El nieto de Elvira Pérez de Santos?
—No sabemos si es su nieto, Blanca.
—Por Dios, María. A ti misma te he oído hablar de ese niño y sus ojos verdes, clavados a los de su padre. ¿Por qué te ha dado tan fuerte con esa criatura?
—Como con todas.
—No es verdad. Con los otros niños, presionas para que les den en adopción esas malas madres. Les buscas conventos o seminarios. Hablas con el Auxilio Social. Pero para esa criatura te has molestado más que por Pepita o Clementín. Todas las familias que conocemos te parecen poco, inadecuadas, ¿qué te ha dado, María? No es tu hijo.
—No digas eso. Ese niño tiene algo diferente.
—¿Que es hijo de un señorito que se ha hecho comunista y de una chica guapa?
—Puede ser. Es menos zafio, más guapo y listo que los demás, pese a la madre que tiene.
—¿Te das cuenta de que a esa madre la juzgas aún peor que a las rojas, que a las peores milicianas?
—Es que ésta es peor, porque disimula lo que es. Es más peligrosa que las que vienen de frente, diciendo o reconociendo que son comunistas o anarquistas.
—No lo sé. No la conozco, pero no estoy convencida de que no te haya influido el odio de Elvira por esa chica. Y tú y yo sabemos que Elvira Pérez de Santos tiene mucha culpa, como madre, del resultado que le han dado sus hijos.
—Sí, lo sé. Es un desastre, no tiene dos dedos de frente. Ya viste con quién se casó…
—Sí, pero se casó, María.
El tono socarrón de Blanca volvió a herir a la Topete. Aunque entre aquellas dos mujeres, ya maduras y solteras, el amor se había convertido en tema tabú desde hacía años, Blanca tenía aún el suficiente humor para reírse de sí misma y de su propia hermana. También Blanca había estado profundamente enamorada de otro gran partido, un hombre que había bebido los vientos por ella, pero, de nuevo, las circunstancias familiares, el estatus del pretendiente, había sido demasiado elevado para lo que ella podría ofrecer en aquel Madrid, San Sebastián o Sevilla de altas apariencias. También se había quedado para vestir santos, aunque a ella no le amargaba la vida de la misma manera que a María.
Su forma de defenderse era la ironía. Además, tenía grandes amigas, como la misma infanta María Cristina de Borbón, señora de Marone, o la propia duquesa de Medinaceli, sus íntimas, que la sacaban de aquella triste y honorable vida, ya fuera llamándola a Roma o a Turín —la infanta María Cristina tenía niños pequeños— o a Sevilla. El ambiente que le brindaban sus dos amigas la distanciaba de aquella sordidez del quiero y no puedo del barrio de Salamanca en plena posguerra, pero María no siempre quería acompañarla, y mucho menos a Italia. Seguía encerrada en su trabajo de carcelera y en su deseo de redimir a los hijos de los que tanto la habían hecho sufrir.
Blanca no esperó respuesta de su hermana a la mención de que una boba como Elvira Pérez de Masa había logrado casarse. Sabía que María, si optaba por responder, jugaría a una conversación ya conocida. Le diría que para casarse con un comunista o un socialista y ateo, como Luis Martín Masa, más valía quedarse soltera.
—Vamos a cenar y acuéstate pronto. Pero recuerda que quizá Dios ha querido que ese niño se marche de tu lado. No puedes salvar a todo el que se te cruza en el camino, María. No son tus hijos. No lo olvides.
Tras santiguarse y dar gracias a Dios por los alimentos en aquellos tiempos tan duros, comenzaron a tomar la sopa con un cuidado exquisito. No se oyó ni el más mínimo sorbo. Únicamente el tintineo de los cubiertos de plata al chocar con la vajilla, un regalo de bodas de sus padres que ellas cuidaban con mimo, rompía el silencio. María mantenía fijos los ojos en el mantel de hilo bordado en el taller de Ventas por algunas de las modistillas de manos primorosas que se habían salvado del paredón. «O tal vez no. Tal vez ha sido bordado por alguna de las que ya han purgado sus pecados. O por Petra Cuevas, esa indomable que pronto saldrá otra vez de Ventas para volver a formar el Sindicato de la Aguja. Pero ¡qué manos tiene para el hilo! Mañana temprano llamaré al padre Colom. Tiene que parar esta locura».
Sólo que el padre Colom no pudo parar ninguna locura. Ni al día siguiente ni a la semana siguiente. Le costó mucha ayuda de Dios enterarse, más o menos, de cómo habían sido las cosas, y no comprendió nada. Nada de nada. Unos días después fue a la maternal a visitar a la directora y se mostró explícito.
—Lo siento, María. No tenemos nada que hacer. Asuntos serios de Gobierno. Juan March, el banquero, el que financió el vuelo del Generalísimo en el
Dragon Rapide
, es quien está detrás de la liberación de esa mujer de la mala vida y del niño. Contra eso no podemos hacer nada. Me lo ha dicho el mismo Blas Pérez González. Ese muchacho, el supuesto cuñado, Ramón Pérez de Santos, ha sabido a quién pedir ayuda, justo ahora que March vuelve a estar de moda en el Gobierno, con los falangistas de capa caída y los alemanes retrocediendo en Europa. Hay mucho nerviosismo alrededor de nuestro Caudillo y dicen que va a dar un giro de ciento ochenta grados a favor de los aliados.
Desde la visita del padre Martínez Colom hasta aquella mañana en la que María Topete tenía sobre sus rodillas, en su despacho, a Luisito, vestido de punta en blanco y con el pelo bien atusado con brillantina, esmeradamente peinado en la nuca para que no se le vieran las calvas de la sarna, la directora de la Prisión de Madres Lactantes de San Isidro, modelo de cárceles italianas y latinoamericanas, adelgazó varios kilos y su rictus de coronela distante y fría y sus arrugas pétreas se le tallaron en aquel rostro que un día fue de valquiria.
El cerrojo de la puerta del convento chirrió y una toca negra que arropaba una cara algo arrugada, enmarcada en blanco, asomó por la rendija. La hermana portera de La Calzada de Oropesa parpadeó ante aquel destello de mujer imponente en lujo, tocada con un casquete, guantes de cabritilla y una cartera de piel color caramelo sujeta en la mano derecha y pegada contra el pecho. Detrás asomaban dos hombres con traje, bien vestidos.
—Perdone, hermana —dijo Matilde Reig a la monja, sin titubear—. Venimos a buscar a doña Jimena Bartolomé Morera. Nos están esperando. Llamé a la superiora ayer por la tarde.
Matilde habló sin mirar demasiado tiempo a la hermana, porque con sus manos enguantadas buscaba un papel en la cartera de piel, de la que había hecho sonar el broche para sacar un documento.
—Jimena les está esperando. Pasen. Está en el cuarto de recibir.