—Gracias, hermana, pero no vamos a pasar. Avise usted a la superiora de que tengo el papel para dárselo. Y luego diga a la señora de Masa que la están esperando. Condúzcala hasta aquí, por favor.
—¿A quién, perdone?
—A la señora doña Jimena Bartolomé de Masa. Su familia la está esperando. Pero antes, por favor, vaya usted a entregar este papel a la madre superiora.
En el umbral del frío portalón del convento, Luis y Ramón presenciaban mudos la escena, asombrados del tono de ordeno y mando, pero sin agraviar, que utilizaba su vieja amiga de la infancia. A Luis, las entrañas se le salían por la boca, las piernas no le daban para tenerse en pie y apretaba una mano contra otra sin recordar sus dedos aún doloridos. No supo apreciar en todo lo que valía el porte de la Reig, porque su pensamiento estaba en otra parte: en quién y cómo sería la mujer que apareciera en unos minutos por aquel hueco oscuro que se perdía en un agujero negro de pasillo.
Pero a Ramón, tan emocionado como Luis pero más contenido, la situación le divirtió profundamente. Era su pequeña revancha de tres años, y el empaque de la amante de Juan March y sus modales, que sin duda había aprendido a fuerza de sufrirlos, le hicieron olvidar la opinión de su hermano. Matilde no tenía una clase innata, pero sabía cómo actuar, cómo ordenar incluso en las situaciones más paradójicas y crueles de la vida, como en aquella ocasión. En cuanto la monja portera balbució unas palabras que sólo escuchó su hábito y se escurrió por el pasillo negro, la secretaria del magnate más poderoso del régimen cogió a Ramón del brazo con una inusitada fuerza, le obligó a girar sobre sus pies y a salir fuera del convento. Ya en la puerta, se volvió a Luis.
—Os esperamos fuera.
Luis estuvo a punto de gritarles que no, que se moría de angustia, que tenía la tripa descompuesta y la boca como si hubiera estado tragando tierra del Sáhara durante días y días, que se iba a caer allí mismo, muerto de miedo y de emoción, pero no tuvo tiempo. Por el túnel oscuro que segundos antes había recorrido la monja portera se recortaba una figura alta, un junco que avanzaba muy despacio y del que sólo se podía distinguir la mancha blanca y pálida de su cara y las manos de dedos largos que sujetaban lo que creyó percibir como un misal o un libro.
En aquel marco de madera carcomido que daba al portalón se apoyó una mujer flaca y alta, con unos ojos más negros que el agujero del que salía. Parpadearon a la luz que se filtraba por detrás de su visita, gracias a la puerta, que Matilde había dejado entreabierta. Las manos de Jimena se fueron abriendo lentamente, tan lentamente como aquel haz que iba iluminando su rostro cadavérico y el color violeta que rodeaba sus ojos. Los dedos terminaron de abrirse y el libro cayó al suelo, produciendo un ruido que asombró a las dos personas que en aquel momento se miraban, frente a frente, en un cuarto que les pareció enorme, húmedo, insalvable, mientras trataban de adivinarse, de confirmar que cada uno era el que el otro pensaba, bloqueados por el pánico a equivocarse y también a acertar. Más de mil días, se decía Luis.
Jimena se llevó una mano a la boca y con la otra se aferró a la madera podrida del quicio, pero esta vez, al contrario que aquel día en el patio de Rascafría, cuando los palos de pino le dieron en el empeine, ni sintió dolor cuando el libro la golpeó ni de su garganta pudo brotar una sílaba. Sólo se esforzó en que sus piernas no se doblaran.
Despacio, Luis se desplazó como si los pies le pesaran para recorrer aquellos escasos metros. Hasta el último momento, cuando creyó que ella iba a desvanecerse, no reaccionó con una zancada más larga para sujetarla entre sus brazos y susurrar una única palabra que fue un quejido:
—¡Jimena!
Jimena no habló. Una laxitud de muerta se había apoderado de su cuerpo. Las escasas fuerzas que le quedaban la habían abandonado. Sólo cuando su marido puso la mano en su nuca y la condujo para esconder el rostro en su cuello, mientras con el otro brazo la sujetaba por la cintura, sólo entonces, al notar los golpes del corazón de Luis, con la garganta y el pecho a punto de estallar, Jimena supo que quería seguir viviendo. Si aquél era su Luis, salido de no se sabía dónde, ella no iba a morir. Para entonces, gotas de agua silenciosas empapaban el cuello almidonado de la camisa blanca, impoluta, del hombre. Hundió la cara en el cuello de cisne de su mujer para luego sacar la boca de aquel hoyo de huesos de cristal y piel transparente, y beber de su rostro el agua salada que resbalaba. Tragó a borbotones, como el sediento que encuentra el oasis después de días y días perdido, cuando ya va a desfallecer. Las lágrimas de Jimena bajaron por su garganta y entonces pudo susurrar lo que tantas veces había soñado:
—Tenía tanta sed, vida mía. Si a los tres años no vuelvo, viuda te puedes dar. Ya no. Ya estoy aquí, porque no me he dejado matar en estos años. Perdóname.
Sujetándola entre sus brazos, arrastrando sus pies, metidos en unos viejos zapatos con las punteras abiertas, Luis cruzó la puerta como si él ocupara el puesto de la Virgen en la Piedad, con una mujer medio en brazos, medio arrastrada, porque Jimena se negaba a levantar los pies de la tierra, como si al despegarse del suelo, el sueño fuera a desvanecerse.
Ésa fue la imagen que quedó para siempre en el recuerdo de Ramón y de Matilde cuando se giraron al oír chirriar los goznes de la puerta del convento. Un Luis que arrastraba a una Jimena por la cintura y escondía la cara de ella en su cuello. Ramón hizo ademán de acercarse a ayudar a su hermano, si es que las piernas le daban para llegar hasta ellos. Pero la Reig tiró el cigarrillo al suelo —no había dado más de tres caladas, pero suponía que la superiora estaba mirando por algún ventanuco y quería que la vieran con la boquilla negra y larga de ébano— y le sujetó del brazo con fuerza, para que se quedara donde estaba.
—Tu sitio está aquí. Abre la puerta del coche y metedla dentro. Ellos dos atrás, y esperadme mientras despacho con la superiora. No tardo nada.
La imponente mujer no tardó ni diez minutos en regresar del convento y, para entonces, Luis y Ramón ya habían acomodado a Jimena en el asiento de atrás. Su marido le seguía escondiendo el rostro en su cuello, pero de aquel cuerpo no salía nada. Ni un suspiro más alto que otro, ni un gemido, ni un parpadeo. Sólo una fuente de agua seguía empapando aquella camisa blanca y aquellas solapas grises de finas rayas. Tampoco levantó la mano para coger el pañuelo que Luis había sacado del bolsillo de su chaqueta. Sólo cuando Ramón pasó su palma por los cortos rizos, Jimena abrió sus ojos de pozo llenos de agua para dejar caer los párpados anegados de nuevo.
Matilde llegó al pie del coche, se inclinó sobre la puerta de atrás, en el lado en el que estaba la muchacha, y apoyó sus labios en la cabeza morena. Después, depositó el
Romancero
en su regazo.
—Todo ha terminado, cariño. La pesadilla ha terminado. Vámonos, Ramón.
Sólo entonces, antes de que se cerraran las puertas, Luis entendió las dos únicas palabras que murmuró su mujer.
—Mi hijo…
El hombre volvió a recorrer con su boca aquel rostro amado, ahora enrojecido por el caudal sin ruido que seguía manando de aquellos enormes ojos y que trató de secar a la altura de la barbilla con el pañuelo blanco, para luego levantarle la cara con el dedo índice y rozar sus labios agrietados.
—Nuestro hijo…
—Vamos a por él, Jimena. Pero antes, pararemos a desayunar unos huevos con jamón. Y tú y yo nos vamos a adecentar estas caras tan hermosas que tenemos, querida.
Mientras esbozaba una sonrisa, la gran Matilde de casquete y traje de chaqueta beis sacó un pañuelo de encaje del bolso y se lo pasó a Ramón. Lo pensó un segundo y, antes de que él soltara las manos del volante, se inclinó y le limpió las mejillas húmedas.
Nadie más volvió a hablar en el coche hasta que entraron en Madrid y pararon a la puerta del Palace.
Matilde no había dejado ni un detalle al azar. Sólo las emociones. Cuando estuvieron en su suite, pidió el almuerzo y llamó a una doncella. Entre las dos ayudaron a Jimena a darse un baño, a vestirse con la ropa que Matilde había encargado gracias a las medidas que Ramón llevaba grabadas a fuego en su cerebro. Con todo, la magnífica ropa le quedaba holgada. Jimena no era más que un trozo de hueso y poca carne. Una muñeca a la que llevaban de un lugar a otro en aquel dormitorio de lujo exquisito y asombroso a tan sólo un par de horas del averno en el que ella había vivido.
Cuando salió a la sala, sujeta del brazo por Matilde, los dos hombres no daban crédito a lo que estaban viendo. Una maniquí flaca en demasía, pero con unas piernas perfectas y un óvalo de cara más perfecto aún, con unas mejillas retocadas ligeramente con colorete y unos labios con
rouge
que contrastaban con aquel cabello bien peinado y ensortijado. Una perla blanca y menuda en cada lóbulo y un collar del mismo tamaño de perla rodeaba el cuello de cisne, que se perdía en un traje de chaqueta blanco marfil y unos zapatos de medio tacón, a dos colores, blanco y negro, con medias de costura.
Matilde sonrió y se sintió satisfecha al observar la cara de pánfilos de sus dos antiguos niños de Burriana.
—Me falta lo mejor —dijo, agitando en sus manos otro casquete del mismo blanco que el traje y unos guantes—. Si la tal Coco la viera, diría que es la clase y la sofisticación personificadas. Pero vosotros, chicos, no sabéis quién es Coco. Jimena, si mañana paseáramos por Biarritz, en una semana habrías puesto de moda ese pelo travieso y esa mirada perdida. Ahora, a comer. Con cuidado. Tenemos media hora para ir a por Luisito y a por la Topete, queridos.
Jimena tampoco pudo balbucir ni una palabra. Pero sí que tomó una taza de café con leche y un trozo de pan blanco. ¡Existía el pan blanco! No quería, no podía pensar. Temía despertarse del sueño, pero allí estaba la mano de Luis sujetando sus dedos cada vez que el plato y la taza temblaban demasiado entre sus manos. Ya no lloraba.
Si para La Calzada de Oropesa Matilde había preparado todo a la perfección, para la puesta en escena del chalé de la maternal de San Isidro había echado el resto. A esas alturas ya sabía muy bien quién era la Topete y todas sus amistades. Tampoco le había costado mucho, porque una parte importante de los hombres que rodeaban a la carcelera —incluidos los maridos de sus amigas aristócratas— habían intentado en alguna ocasión contactar con Juan March, ya fuera para pedirle un favor o dinero o influencia, o sólo para decir que habían estado con el poderoso banquero. Y para acceder al magnate mallorquín, inevitablemente había que pasar por el filtro endemoniado de su secretaria.
En cuanto Matilde y Ramón se despidieron la noche que habían quedado en el Palace, hacía unas semanas, habló con Hoare y algún otro diplomático más, por si acaso, y no tardó en informarse del pasado y del presente de toda la familia Topete y sus allegados. Pero especialmente de quién era María Topete Fernández y su entorno, justo el estilo de mujeres que le habían tratado de hacer la vida imposible a ella, tal y como le había confiado a Ramón antes de conocer los detalles que confirmaron sus sospechas.
Había tenido tiempo suficiente de medir las posibilidades de la escena —porque del éxito de su jefe y de Hoare en la liberación de la madre y del hijo no había dudado nunca, y el golpe de suerte de encontrar a Luis Masa con Hoare la había convencido de que todo estaba predestinado— y de planear el desarrollo de los acontecimientos, incluidos los tiempos. Las horas del día, el traje de chaqueta blanco roto que escogió para Jimena como si de una novia se tratase, los guantes del mismo color, el bolso y el casquete. Sólo los zapatos con un toque de negro, todo en un estilo de figurín perfecto.
Matilde había preguntado a Ramón cómo era Jimena, y la mujer sonreía con ternura al escuchar al joven mientras se compadecía de él. Llevaba escrito en la cara que estaba enamorado de su cuñada, pero la nobleza de los Masa y del viejo zapatero materno, que nada tenía que ver con la boba de su hija Elvira, le ayudaría a superar todo aquello. Luis estaba a punto de llegar a Madrid, según Hoare, y Matilde intuía lo que Ramón iba a sufrir.
Matilde se hizo una idea muy clara de cómo era Jimena. Mientras encargaba toda la indumentaria, pensó en algún momento si a la muchacha le gustaría aquel tipo de venganza, que ella sabía que era la suya propia.
Cuando vio la cara de embobados de los Masa y el porte hierático y algo ido de Jimena, sintió en su interior que alguna vez, sólo alguna vez, la vida podía hacer justicia. Una oleada de satisfacción y calor recorrió su cuerpo. No estaba dispuesta a perderse ni un momento la expresión de la temible carcelera.
Con lo que no había contado Matilde fue con el efecto de elixir del café y el pan blanco en su protegida ni con la ira dormida que una mujer masacrada, humillada y malherida por los colmillos de otra puede sentir al despertar y recordar en unos minutos el dolor de tres años de oscuridad.
En el trayecto del Palace a la maternal de la Carrera de San Isidro, Jimena no volvió a esconder la cara en el cuello de su marido, aunque sí dejó que él le cogiera sus manos enguantadas. No apartó los ojos de la ventanilla del coche y sus tres acompañantes, de nuevo silenciosos, pensaron que estaba asombrada, mirando las calles, evaluando su libertad y muerta de temor por su hijo.
Pero sólo lo último era cierto. En aquel trayecto de escasos veinte minutos, lo que Jimena sintió fue la risa y el llanto de Luisito, mezclado con las manos deshechas de Petra por las torturas en Gobernación y su llanto ante la hija muerta; los ojos silenciosos de Trini y el abrazo de su compañera de cárcel mientras sonaban los tiros del Cementerio del Este y contaban los disparos de gracia; la mirada de la abuela Canuta, enfadada con San Antonio, que no había logrado salvarle la vida y por eso la llevaban al paredón; los cuerpos de los niños hinchados y comidos por los gusanos en los Altos del Hipódromo; cientos de presas aporreando las puertas en la despedida de Matilde Landa y la mirada triste de la maestra Sánchez Arbós; sus propios gritos al parir y las heridas de chancro de las prostitutas de La Calzada de Oropesa; el dolor de Paz y de tantas y tantas otras, de las que jamás podría escribir todos los nombres, y que nunca, nunca ya, porque el silencio de los cementerios había acallado a miles, o porque los altos muros de las inmundas prisiones tapaban sus gritos de ira y protesta, tendrían la oportunidad única que ella estaba viviendo. Y como fondo de todo ello, de tanto dolor absurdo, de tanta muerte sin sentido, el rostro de María Topete, de la Drácula, de la Veneno, de tanta hiel y odio.