Ramón no protestó porque le llamara jovencito ni movió un músculo cuando nombró a su amante como don Juan. Inmediatamente sintió que podía confiar en aquella mujer que siempre había gustado a su padre y a su abuelo y cada vez menos a su madre. Comenzó su relato procurando ser justo, no cargar las tintas en el dolor y sí en los hechos, incluyendo a su madre y a María Topete, la militancia de su hermano y haciendo hincapié en las dos víctimas principales: su cuñada y su sobrino. Estuvo dos horas hablando y sólo se dejó en el tintero sus profundos padecimientos por lo que él sentía como un pecado atroz, pese a que Vicenta le dijera que al corazón nadie lo podía dirigir.
Tomaron un par de cócteles y fumaron tabaco americano. Matilde le ofreció incluso uno de los puros Hoyo de Monterrey que llevaba siempre en el bolso, en una hermosa purera de haya y carey, para suministrar a su jefe cuando se le habían terminado. La mujer no despegó los labios nada más que para hacerle preguntas necesarias, claras, exactas, nombres y apellidos, fechas, que apuntaba diligentemente en un elegante cuaderno pequeño, forrado de tela de color dorado. No dejaba de ser una secretaria o colaboradora más que eficiente.
Cuando la luz que filtraba la cúpula del Palace ya sólo era una tenue sombra y todas las lámparas se encendieron, Ramón dio su relato por terminado y se bebió un vaso de agua de un trago.
—Desde luego, tu madre y la Topete han trabajado a fondo. ¡Cuánto esfuerzo para arruinar la vida de una muchacha de pueblo y de un niño! Perdóname, pero no voy a decirte nada que calme tu rabia y tu dolor contra tu madre. Mujeres como ella y la Topete han intentado arruinar también mi vida hace mucho tiempo. No sé si podré ayudarte todo lo que necesitas, pero sospecho que sí lo bastante.
Matilde bajó la voz, aunque toda la exposición de Ramón y sus preguntas habían tenido lugar en un tono muy mesurado.
—Pese a que las relaciones entre Juan y Franquito no pasan por el mejor momento, éste le debe mucho. Muchísimo. Y no te cuento nada los militarones. Ten por seguro que nos ayudará, aunque sólo sea por molestar en El Pardo. Están de los nervios con nosotros por la relación con los Borbón en Estoril. E histéricos por la evolución de la guerra. Los alemanes van a perder y Franco está aterrado. Las presiones de los nazis y los ingleses, cada uno en sentido contrario, como puedes imaginar, para que España entre en guerra o se mantenga neutral, le tienen noqueado. Juan está en medio de todo eso porque conoce bien los dos bandos. Y esa situación, aunque te parezca que no es la mejor, nos va a ayudar. O tu cuñada y su hijo salen de la cárcel, o dejo de llamarme Matilde Reig Figuerola y de haber nacido en Burriana. También voy a buscar a tu hermano. Mi jefe nos ayudará. O le encuentra él o no le encuentra nadie.
La oleada de agradecimiento que invadió a Ramón fue tan enorme que estuvo a punto de estrecharla entre sus brazos, pero se contuvo a tiempo. Después, pasaron a hablar de los negocios de los paños y de cómo le iban las cosas a él personalmente. Sólo respecto a sus sentimientos, Ramón fue prudente. Salió del Palace poco antes de las nueve de la noche, no sin antes escuchar unas palabras que fueron un bálsamo.
—Ramón —le dijo Matilde mientras, ya de pie los dos, ella se ponía los guantes—, soy consciente de que el tiempo corre en nuestra contra. Pero no te angusties. Yo te llamaré. José Luis, el de la recepción, ¿sabe dónde encontrarte?
—Por supuesto. Todos en recepción, además del director, me conocen.
Se despidieron en la puerta del hotel mientras las tristes luces de las pocas farolas de la Carrera de San Jerónimo iluminaban los leones del Congreso, un lugar que ya no servía para nada.
Aquella noche, Ramón durmió mejor, pero no profundamente. Lo último que pensó fue en cuántos hombres debían de llorar mientras se acariciaban en la soledad de su cuarto al recordar a una mujer que nunca podría ser suya.
El embajador inglés en España colgó el teléfono con una sonrisa satisfecha.
Sir Samuel Gurney Hoare era un buen protestante, pero no creía en los milagros. Churchill, su viejo contrincante político, le había enviado a España en misión diplomática, no tanto por quitárselo de encima, como muchos creían —que también—, y por sus iniciales simpatías hacia Hitler y Mussolini, como por sus contactos en las cañerías más secretas que circulaban por las embajadas de Europa. En ese momento, sabía muy bien que la guerra estaba a punto de entrar en una segunda fase definitiva, que sus simpatías hacia Hitler habían quedado sepultadas por los bombardeos salvajes sobre su Gran Bretaña natal y que Mussolini era la cuarta parte de lo que había aparentado.
La entrada de los americanos en la guerra hacía menos de un año, la contraofensiva rusa contra los ejércitos alemanes comandados por el propio Hitler —en un error garrafal de apreciación por parte del Führer, pensaba el embajador— y la neutralidad de España frente a las presiones alemanas y las suyas eran temas que le tenían muy ocupado, además del asunto del wolframio. Por Madrid y por Lisboa desfilaba una parte de los espías del viejo continente, por no hablar de los pocos judíos y refugiados que podían salvarse de la policía secreta española gracias a la ayuda de algunas otras legaciones diplomáticas.
Sir Samuel Hoare tenía sus amigos y sus propios contactos, aunque su entrada en la capital no fue precisamente halagüeña. El ciruelo de Serrano Súñer —la palabra se la había aprendido con ganas por su doble significado— le había enviado a cientos de estudiantes y falangistas para que se manifestaran a las puertas de la embajada al grito de «¡Gibraltar español!».
Aquel desagradable recibimiento le fue luego de gran utilidad. Las cancillerías que tenían sede en Madrid y todos los salones gubernamentales se habían enterado de lo que Hoare le había dicho al cuñadísimo del Caudillo cuando le llamó para enviarle más guardias para protegerle.
—No, señor Serrano. Gracias. Me conformo con que no me mande más estudiantes.
Esta anécdota, relatada una y otra vez, le había granjeado muchas simpatías, porque ya no corrían los mejores tiempos para el otrora poderoso y conspirador ministro de Exteriores de Franco. Ramón Serrano Súñer era mucho más pronazi de lo que lo había sido Hoare durante los años treinta, y ahora, con los aliados al alza y las victorias alemanas en la picota, estaba de capa caída. Otros hombres volvían a ser claves de nuevo y tocaban todos los palos. Y uno de ellos, quizá el más importante por sus contactos con todos los bandos, era un viejo conocido suyo, el empresario y banquero Juan March.
Acababa de colgarle el teléfono y estaba muy satisfecho. Aunque no creía en los milagros, sí lo hacía en su excelente memoria. Si todo era como recordaba —y estaba seguro de ello en un noventa por ciento—, podría más que satisfacer el favor que le había pedido el banquero mallorquín. Buscando entre sus carpetas de la mesa, rememoró la breve conversación.
—Embajador, ¿cómo estás?
—Bien, bien, Juan. ¿Dónde estás?
—En Madrid, en el Palace. Ya sabes, nos vemos cuando quieras. Pero, oye, que luego queden nuestras secretarias. Te llamo para pedirte un favor. Necesito que recibas a un hombre. Ya te explicaré la historia, pero la cuestión es que necesito unos papeles para una mujer y un niño, a los que tú vas a avalar para sacarlos de España, ¿verdad?
—Ya sabes que si está en mi mano…
—Está en tu mano. Es una tarea humanitaria.
—¿Judíos?
—No, mucho más fácil.
—¿Cómo se llama el hombre al que tengo que recibir?
—Espera, lo tengo aquí. Sí, aquí está. Ramón Masa Pérez de Santos.
—Ah, ya sé para qué viene. Tengo la petición de un familiar suyo, debe de ser hermano, en una carpeta que me llegó por valija desde Londres hace unos días.
—Pero ¿qué me estás diciendo? ¿Estás seguro? No sabemos si el hermano está vivo o muerto.
—Desde luego, hace un mes o dos, estaba vivo.
—¿Seguro, Sam? —Al banquero se le escapó el diminutivo con el que le trataba familiarmente desde que le había conocido en Londres, en los tiempos en los que frecuentaba esa ciudad, previamente a las negociaciones para el alquiler del
Dragón Rapide
.
—Juan, tú sabes cómo es mi español. Y lo que agradezco un apellido donde hay dos palabras con sentido: Masa y Santos. Por eso le he perdonado el Pérez. Pero espera, que te lo confirmo. Lo tengo en la carpeta verde de asuntos pendientes, aquí encima.
Durante unos segundos, el banquero sólo escuchó el ruido de papeles.
—Lo tengo. Un español, llegado a Londres herido, miembro de la resistencia francesa, pide que le ayudemos a buscar a su mujer y a un hijo que cree tener. Se llama Luis Masa Pérez de Santos.
—Gracias, embajador. Te voy a pasar con Matilde. —Hoare no necesitaba más explicaciones, conocía a Matilde de sobra—. Dale tú mismo la noticia. Ya quedaréis. Luego hablamos tú y yo. Tengo algo para ti que te interesará referente al wolframio.
El sir de Su Graciosa Majestad británica colgó el teléfono muy satisfecho. Tanto por la conversación que había cerrado con el banquero y la cita que se habían apuntado ambos —los alemanes lo iban a sentir— como por la alegría que le había dado a Matilde Reig. A él, aquella española que desafiaba todo tipo de convencionalismos siempre le había hecho mucha gracia. Y los favores ya se cobrarían, porque March siempre sabía corresponder en ese tráfico como el gran comerciante que era.
Aunque no creía en los milagros, sir Samuel Hoare se felicitó por su excelente memoria y su español. Si el banquero y empresario March, un pirata, como le bautizaron los republicanos, tenía razón y Franco le recibía en el Pazo de Meirás para resolver el tema del wolframio gallego —imprescindible para los nazis en el revestimiento del armamento de guerra—, él, desde luego, podía sacar de España tranquilamente a uno, dos y tres españoles con documentación inglesa. Lo que le pidiera el poderoso mallorquín.
Ajena por completo a lo que se cernía sobre su destino, Jimena era un fantasma esquelético y pálido que se deslizaba sin pisar los sucios suelos del convento cárcel de La Calzada de Oropesa. Serapia, la camarada de Trini que ayudaba a las oblatas en tareas de administración, se había convertido en su ángel de la guarda, pero no sabía si podía ayudarla.
No había forma de ayudar a quien quería dejarse morir, y eso es lo que había decidido aquella muchacha. Morirse. Si, tras la visión de Ramón en la plaza, la esperanza de Jimena de que acabara la pesadilla la despertó del letargo durante unos días, al poco tiempo entró en un estado lamentable, en el que se movía como un ser amorfo, sin objetivos, sonámbula. Sus profundos ojos sólo miraban la nada. Pocos días después del encuentro con su cuñado en la procesión del agua, una noche todas sus expectativas se hundieron en un negro abismo al comprender la inmensidad de lo que le habían hecho.
En el hipotético caso de que Ramón pudiera sacarla de allí, ya nunca podría recuperar a su hijo. Jamás entregarían un niño a una madre que había estado en un reformatorio de putas, y menos la Topete. A ella no la había convencido para que entregara a su niño en adopción, como a Pepi, pero no lo necesitaba. Con sus antecedentes y un padre comunista, huido y quizá muerto, ya había visto y aprendido lo suficiente en aquellos años de calvario como para saber que no volvería a ver a Luisito en su vida. Una noche, perdida la lucidez, la conciencia de su futuro le hizo decidir que no quería vivir, que se moriría. Habían pasado tres años. «
Si a los tres años no vuelvo, viuda te puedes llamar
», decía el conde Sol, y Luis no había vuelto.
Quizá estuviera muerto junto a cualquier tapia de cualquier cementerio, en cualquier cuneta, en algún barranco de los Pirineos. Daba igual. Habría muerto como cientos de miles de españoles, maridos, padres o hermanos de los miles de mujeres que habían estado con ella en las cárceles. Sólo que muchas de ellas sabían por qué estaban encerradas. Y a ella nadie le había dicho por qué. Con el tiempo, supo que era la mujer de un comunista, pero, sobre todo, de un hombre bueno y culto, generoso, que había luchado donde creía que debía. Más tarde confirmó que tan grave para su futuro como la militancia y los ideales de Luis había sido la maldad de su suegra. Jimena, ahora madre, no concebía cómo había sido una mujer tan ruin, capaz de sacrificar lo único que quizá le quedaba de su hijo mayor —a su nieto— y a ella misma. ¿Qué moral le habían metido en la cabeza a doña Elvira?
Y, por último, estaba lo más intangible. Lo más complicado de explicar. El odio, la venganza, el resentimiento de una mujer como María Topete. Pero ¿por qué? Aquella mujer lo había tenido todo. Había estado unos pocos meses en la cárcel, sí, pero seguro que había sido menos duro que lo que ella aplicó después cuando se convirtió en carcelera. ¿Y por qué se había cebado en ella, si eran miles y miles las presas, muchas jóvenes madres, con una ideología mucho más pronunciada que la suya, más formadas, más peligrosas?
Jimena no era tonta, ni bruta, ni inculta, ni puta, ni siquiera roja declarada. Era una simple mujer a la que había que aplastar para que no rompiera la arquitectura interior de la carcelera y de otras muchas mujeres que la secundaban. Les había robado a Luis Masa, un joven de su clase. ¿Con qué artimañas le habría envenenado la sangre? Porque a esas alturas, la carcelera, doña Elvira y cualquier otra mujer de esa sociedad opresiva, cruel, de falsa caridad cristiana, echaría la culpa a Jimena de todo lo que hubiera hecho o dicho Luis.
De todo eso la culpaban. Y por eso la castigaban con años de encierro sin ninguna explicación. Le habían robado la luz del sol, las risas y las caricias de su hijo, que eran el único alimento para su alma. ¡Cuán larga le parecía en ese momento aquella escasa hora al día que había tenido para estar con él! La ausencia del agua, del cielo, del río, del olor de la leña de pino, del humo, de Peñalara, de sus padres, de sus hermanas, de los copos de nieve como trapos que su hijo nunca vería con ella, de las violetas silvestres y de las lilas, de las que ya nunca podría enseñarle el olor, de la perra trujillana sentada a los pies de la estufa de su padre, de los pinos empapados por el aguaviento de otoño y de primavera, del amanecer sobre el Puerto de la Morcuera… De Luis, de sus besos, de sus manos perdidas en su cuerpo, de sus temblores y sus gemidos, de sus miedos y sus pasiones compartidas. Luis nunca conocería a su hijo. Por todas estas razones, Jimena había decidido que ya no quería vivir.