Si a los tres años no he vuelto (51 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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En aquel corto trayecto, la muchacha crecida a las faldas de Peñalara comprendió que era una privilegiada, y un enorme sentimiento de culpa se extendió por su alma, deseando por momentos regresar al lado de las que tanto iban a tardar en salir. Y cuando lo hicieran, ya no serían las mismas, porque habrían dejado atrás su juventud, una parte de sus creencias y lo mejor de una vida. Sólo portarían con ellas la solidaridad inenarrable de la cárcel.

Por esas y otras muchas razones, por todas las Trinis, las Petras, las Paz y demás compañeras que habían compartido baldosín y catre, piojos, miseria y hambre, por su hijo, por Lorenzo,
el Lorito
, y Carmen, su madre, mujer de negro, por su abuela Justa, por la dignidad que nunca habían podido robarle, cuando bajó del Citroën de su cuñado Ramón pidió el documento de reclamación de Luis Masa Bartolomé a Matilde y se encaminó a la puerta de la maternal. Llamó y a la mandamás que le abrió sólo le dijo dos frases.

—Vengo a por mi hijo. Vaya usted a buscarle.

—Doña María te está esperando —atinó a murmurar la guardiana, tras unos segundos para intentar adivinar de qué le sonaban aquel rostro y aquella muchacha.

—Usted y yo nunca hemos compartido rancho, así que no me tutee. Usted tenía qué comer. Dígale a la Topete que quiero a mi hijo en la puerta. No voy a pasar.

Perpleja, la guardiana se giró para dirigirse al interior.

—Ah, y por favor, tengo permiso para ver a Trinidad Gallego y a Angelita Fernández.

La guardiana se encogió de hombros.

María Topete había dejado al niño en el suelo en cuanto escuchó el coche de gasógeno, las cuatro puertas y el timbre. Desde lo alto de la ventana de su despacho, mientras sujetaba a Luisito de una mano, observaba al espectacular cuarteto que se apeaba en la puerta de su prisión.

«Ellas parecen salidas de una película americana pecaminosa y ellos, un par de bobos», pensó con irritación mientras enviaba un último y maldito pensamiento a las debilidades que, como madre, había cometido Elvira Pérez de Santos.

Ya sabía quién era la mujer más fuerte y redonda: Matilde Reig, la querida de Juan March que todo el mundo fingía conocer como su secretaria. ¡Qué desfachatez! Y la pelandusca, vestida como una maniquí de revista. Sintió una punzada en el estómago que trató de reprimir al tiempo que pasaba una mano por el rostro de Luisito, que le reclamaba otra violeta de las que siempre llevaba en el vestido del uniforme.


Sita, oto melo, sita
.

—Aguarda, cariño, espera…

Antes de buscar en su bolsillo, se pasó el dedo índice por sus ojos azules, que en aquel momento no eran fríos. Cuando entró la guardiana y le transmitió lo que sospechaba, la Topete ya estaba detrás de su mesa y el niño, de pie, a su lado.

—Dice que no va a subir. No me ha dado el papel. Viene con tres personas más.

—Yo tampoco los quiero aquí.

—Quiere ver a la comadrona y a la mechera.

María esbozó una sonrisa amarga. Cogió al niño en brazos y se dirigió a la puerta. Unos metros antes, le bajó al suelo y, apretándole fuerte la mano, se dirigió a la salida.

Frente a frente, las dos mujeres se sostuvieron la mirada. Fue Jimena la que habló, tratando de no posar más los ojos en su niñito, porque entonces desfallecería. ¡Cuánto había crecido! Sintió detrás el movimiento de Luis y de Ramón, pero los paró en seco con un ademán. Alargó el brazo con el sobre a la Topete.

—Vengo a por mi hijo, el niño Luis Masa Bartolomé.

Ya no pudo más. Se agachó sobre sus zapatos bicolores y se quilo los guantes para acariciar la cara de su hijo mientras el corazón se le escapaba por la boca. Sintió cómo Luis se inclinaba tras ella y estuvo a punto de caerse. ¡Los tres!

—Mi vida, soy mamá. Tu mamá. He venido a recogerte con papá.

El niño dio un paso atrás, atemorizado, agarrándose más fuerte al borde de la falda del uniforme de la Topete, intentando esconderse tras ella, y Jimena estuvo a punto de despeñarse por el abismo. Mientras, Matilde se encaró con la Topete para pedirle que avisara a las dos compañeras de Jimena.

—Lamento contradecirla, señora —el «señora» perfectamente entonado—, pero la orden no establece que también sean familiares de la ex-cautiva. —Y la negativa, con la sonrisa despectiva, fue su triunfo.

En cuclillas, desde el suelo que era el borde del despeñadero, frente a su hijito, Jimena sintió la mano en el hombro de su marido, que le apretaba cada vez más fuerte. Alargó los brazos y, arrastrando al niño hacia ella, arrimó la boca a su oído para comenzar a murmurar:


Grandes guerras se publican en la tierra y en el mar y al conde Sol lo nombraron…

Y el pequeño Luis Masa Bartolomé terminó la estrofa —«capitán general»—, se relajó en los brazos de su madre y miró con cara extraña a aquel señor que lloraba detrás de ellos.

Sentada al lado de Luis en el escaño de la vieja cocina, Jimena miraba a su madre y a sus hermanas faenar para preparar la cena. Habían pasado los años e Irene ya no se sentaba entre su hermana y su marido, como aquella noche de la Peña Hueca, ni ellos temblaban mojados por las aguas del Garcisancho.

Sus hermanas no la dejaban moverse y ella cruzaba las últimas miradas de ternura con Carmen, una madre que hasta aquella noche parecía no haber comprendido y ahora la miraba devorándola, como si lo hubiera adivinado todo. Al día siguiente volverían a Madrid. Desde allí a Gibraltar, donde la gente de March y de Hoare les tenían preparado el embarque hacia Londres.

El miedo a que todo fuera un sueño la asaltó de nuevo. Pero no. La realidad estaba allí. Frente a ella. Era real su padre, Lorenzo,
el Lorito
, que en el escaño de enfrente acunaba en brazos a su nieto mientras le recitaba la loba parda y luego atacaba con el conde Sol.

Despacio, los párpados de Luis caían lentamente. Tan lentamente como los copos que parecían trapos cubrían las calles y el olmo centenario de la plaza de Rascafría.

Epílogo

Es verosímil que Jimena Bartolomé Morera y Luis Masa Pérez de Santos regresaran a España hacia 1977, con Franco enterrado y la Transición en marcha. Jimena seguro que tuvo tiempo de volver a Rascafría, estar con sus padres, ya muy ancianos, y sus tres hermanas, casadas con tres mozos serranos. Tuvo la suerte y la tristeza de estar al lado de sus progenitores cuando murieron. Éstos llegaron a ver a su nieto Luis convertido en un arquitecto con un futuro prometedor en la capital azteca y a las familias que formaron sus hermanas en México.

Durante los años setenta y ochenta, la pareja repartió su tiempo entre España y México, donde finalmente habían recalado tras unos meses en Londres, después de dejar España por Gibraltar.

Es verosímil también que, gracias al dinero enviado por Ramón, ambos pudieran realizar estudios, apoyados por el importante número de exiliados españoles que encontraron en México, muchos de ellos viejos conocidos del padre de Luis. Quizá el joven acabó su ingeniería y Jimena pudo estudiar enfermería, una vocación que ya se había despertado en ella a la sombra de Trinidad Gallego y tras su experiencia en La Calzada de Oropesa.

Luis no estuvo presente en la muerte de su madre, ocurrida en los años sesenta. Una vez más, fue Ramón quien le solucionó la papeleta y se ocupó de los últimos días de doña Elvira, que murió acomodada, pero sufriendo el distanciamiento de sus dos hijos, aunque el pequeño estuviera en España.

Ramón sí que iría a México para pasar parte de las vacaciones con su hermano y su cuñada. Le solía acompañar Margarita, una joven que Matilde Reig le presentó y con la que nunca se casó, pero que sí compartió su vida.

Es verosímil que otra presa histórica del PCE, Tomasa Cuevas, amiga de Petra Cuevas, Paz Azzati, María Valés, Juana Doña, Mercedes Núñez, Trini Gallego y tantas y tantas otras, intentara recabar el testimonio de Jimena para los tres tomos de
Mujeres en las cárceles franquistas
y la chica de Rascafría prefiriera no poner su nombre. Lo que el lector debe saber es que sin ese magnífico trabajo de Tomasa Cuevas, que en los inicios de la Transición y magnetofón en ristre recorrió la Península para grabar las experiencias de sus compañeras de cárcel, esta novela nunca hubiera sido la misma.

Cualquiera de las mujeres que Tomasa entrevistó podía haber sido la protagonista de esta historia, junto con María Topete. Pero ¡era tan difícil la elección! Jimena ha intentado ser un poco el reflejo de todas ellas.

Hasta aquí lo verosímil.

Lo que es cierto es que María Topete Fernández murió en su piso de Velázquez, 15, en Madrid, un día del año 2000. A los cien años. Hasta el último momento, mantuvo la cabeza lúcida. Murió rodeada de un puñado de sobrinos nietos que siempre la quisieron y que jamás sospecharon que aquella anciana elegante, seria y que los fines de semana les hacía macarrones y un pollo exquisito, todo ofrecido en una casa en la que la muchacha llevaba guantes para servir la mesa, había sido una carcelera brutal para las mujeres rojas y republicanas.

Nunca una mujer estuvo tanto tiempo —veintiséis años— al frente de una prisión.

Fue de una dureza de pedernal. Como si el corazón se le congelara cada vez que franqueaba la puerta de la prisión maternal de San Isidro, en donde fue reina y señora hasta que en 1944 volvió a Ventas. Allí, en el departamento de madres, reinó hasta 1966, fecha en la que se jubiló tras haber conseguido una prórroga.

Al igual que en San Isidro, en Ventas tenía un despacho y unos aposentos pequeños y dignos, donde se quedaba muchas veces a dormir, sobre todo en los primeros tiempos. Su nombre se convirtió en una leyenda entre presas y funcionarias, con sus luces y sus sombras. Más estas últimas.

Durante aquellos terribles años negros de la posguerra, no hubo presa que pasara por la cárcel de Ventas que no recordara su figura, su crueldad, su frialdad, su distanciamiento y el miedo que infundía. Las memorias de todas ellas —tanto en los libros de Tomasa Cuevas como en los de los historiadores Ricard Vinyes, Fernando Hernández Holgado o Mirta Núñez— han dejado un rastro más que extenso de quién fue la Topete. La maternal de San Isidro fue su culmen del dolor y el daño que hizo a tantas mujeres.

Por esta razón, algunos de los episodios que se relatan sobre el personaje de María Topete están novelados, en un afán de intentar comprender las causas que hicieron que el carácter de esta mujer resultara de tal dureza para las presas, mientras que para sus familiares y amigos esas facetas fueran desconocidas.

En los testimonios recabados para esta historia —excluidos los de sus sobrinos nietos—, esa dureza se mitigaba con los niños. Quizá los hijos que no pudo tener los intentó siempre adoptar de una u otra forma, ya fuera enviándolos a los conventos, a los seminarios o a los colegios del Auxilio Social, convencida como estuvo de que lo importante era que aquellos ángeles crecieran lejos de las malas influencias de sus padres y sus madres, unas veces por sus ideas, otras por sus comportamientos en la vida, ya fueran prostitutas o mecheras, como Angelita.

Ahí se abre una brecha sobre los niños perdidos del franquismo.

Aún hoy, la niña Pepita —a la que únicamente hemos cambiado los apellidos y que sigue buscando a su hermana Tere—, la hija de la mechera Angelita, recuerda a la señorita Topete con una mezcla de la ternura que le quedó de su brutal infancia y con el dolor de saber —ya de adulta— que ella y su madre dieron a Tere en adopción. Hoy, Pepi es una mujer peleona, que ha cumplido los setenta y lucha por no llorar cada vez que recuerda su vida hasta que salió de los colegios del Auxilio Social para marcharse a servir. Sigue esperando a Tere, de la que hace unos años supo que estaba viva.

Esta novela, además de sin Tomasa Cuevas y Pepita, tampoco hubiera sido la misma sin la increíble, la única, la nonagenaria y privilegiada cabeza de Trinidad Gallego.

Una «
dona
del 36» que cada día lucha desde su luminoso piso de Barcelona, donde recibe a historiadores, periodistas, novelistas y todos los demás
istas
que ustedes deseen, con una generosidad y unas ganas que nunca un papel podrá reflejar. Para Trini, al igual que para todas las presas políticas que la conocieron y la sufrieron en la posguerra, la Topete nunca dejó de ser una mujer castrada, empeñada en robar a las rojas los niños que ella no tenía.

Volviendo a María Topete, están también los recuerdos de las funcionarias que la conocieron a finales de los años cincuenta, cuando ya era toda una leyenda pero había comenzado su ocaso. Entre 1957 y 1958 accedieron a la carrera de funcionarios de Prisiones licenciados universitarios y otras generaciones mejor preparadas. Ése fue el caso de Ana de la Rocha —después directora de Ventas y asesora con una objetividad encomiable para esta novela—, de Francisca Tolbaños y Ana Alfonso. Las tres conocieron a una Topete que no levantaba la mano a nadie ni necesitaba levantar la voz, pero que seguía manteniendo su aura intocable y fría. Eso sí, siempre dentro de la maternal, porque fuera, en lo que a la institución de Prisiones se refería, ya había dejado de estar en primera línea.

A todas ellas, la Topete les sorprendió por su rigidez y frialdad, pero también por su cuidado inmaculado para con los niños. Obsesionada con la alimentación de las criaturas, con la limpieza y la crianza, la maternal de Ventas fue un lugar que después, cuando a finales de los sesenta y setenta comenzó a entrar la droga y entre las madres presas se extendió la desidia, más de una se acordó del modelo rígido y disciplinario de la Topete, que para los niños y muchas de las mujeres —sus talleres de costura y bordados hicieron escuela— fue operativo y práctico. Cuando abandonaban la cárcel sabían a qué dedicarse.

Con María Topete y sus talleres de costura se asentó la etapa de colaboración con las «bubillas». Todos sus contactos con la aristocracia y el mundo empresarial mencionados en este libro son ciertos. Las «bubillas» era el apodo con que funcionarias y presas llamaban a las marquesas, condesas y esposas del régimen o de grandes empresarios que, uno o dos días a la semana, iban a la prisión y ayudaban a María con las presas, siempre bajo la supervisión omnímoda del capellán de turno. Esa colaboración fue evolucionando y hoy hay organizaciones de esas damas que cumplen una tarea reconocida en ayuda y apoyo a prisiones y a la colocación de los excarcelados en su nueva vida. Eso es lo que también he aprendido con Concha Yagüe, autora de
Madres en prisión
, ex directora de la cárcel de Alcalá de Guadaíra y subdirectora de Tratamiento y Gestión Penitenciaria, otra mujer clave para esta novela.

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