—Le cambio de teta y me cuentas cómo llegaste…
—Mira que eres pesada, hija…
La primera vez que Angelita cruzó la puerta de la prisión de Ventas ya había parido a su Pepita, por más esfuerzos que había hecho para echarla fuera de su barriga antes de los nueve meses. El primer día que le dijo a la Posturas que ella quería perder el bebé, que no quería tenerlo, Angelita pensó que su madre le iba a cruzar la cara más fuerte aún que cuando Colás se chivó de los escondites en los soportales.
Pero la tía Posturas supo frenarse a tiempo.
—¿Que no vas a tener a mi nieto o a mi nieta? Sí, claro que sí. Lo tendrás, porque si has sido mujer para hacerlo, lo serás para parirlo.
Durante nueve meses, Angelita empujó y empujó cada vez que iba al baño, pensó en las agujas de hacer punto, pero le daba miedo físico y de Dios. Por eso, trabajó como una burra, cargó con los peores pesos de la casa de los señoritos —hasta que la echaron cuando ya no pudo disimular su panza—, se cruzó por mitad de las calles del pueblo cada vez que las sirenas amenazaban bombardeo o se oían los aviones y los tiros del cercano frente de Brunete, donde cientos de miles de hombres libraban una batalla que marcaría aquella guerra salvaje que se había llevado a todos los hombres del pueblo al frente. A los ricos y a los pobres.
Sólo quedaban los viejos, las mujeres y los niños. Y ella, con su panza enorme, rodeada de tiros, de aviones, de olor a más muertos y a sangre, por más que desde pequeña había tenido terror a esos cadáveres que ahora cruzaban cargados en los camiones que venían del frente de Brunete y que dejaban un reguero de sangre por el centro de las calles grandes del pueblo. Cabezas con vendas blancas ensangrentadas, brazos en cabestrillo que sujetaban frentes que ya no volverían a erguirse. Y ella con aquella panza.
El día que sintió las primeras contracciones estaba escondida con otras gentes en las afueras del pueblo, huyendo de la batalla cercana. Angelita supo que ésa era su última oportunidad. Sin decir nada a su madre, se tiró hacia las Tardecillas, donde estaban los matorrales más altos, y, en cuclillas, comenzó a empujar. Sola, maldiciendo por lo bajo, segura como estaba de que si la criatura caía al suelo, allí podría dejarla. Cortaría el cordón umbilical con los dientes, como le había dicho la Milagros, la de las Grillas. Y si alguien la recogía, bien. Si no, ya le diría a su madre que todo había ido mal, que había nacido muerta. Fue la Milagros precisamente quien se la encontró pariendo y la sujetó cuando ya la cabeza de la criatura estaba lista para salir.
Cuando Angelita lanzó el grito final, el que no pudo contener, el más desgarrador de todos, para echar fuera la cabeza de la Pepi, no pudo resistir la tentación de sujetar aquella bola peluda entre sus manos y tirar, tirar hacia fuera, hasta verla delante de ella, entera. La Milagros la terminó de ayudar. Sin placenta, sucia y hermosa, con sus manitas y pies agitándose entre las manos de la madre, mientras entre las piernas aún corría la sangre de la pelvis rasgada, Angelita, olvidándose del dolor, observó que era una niña. Algo cruzó su corazón, su alma, y, como un animal que cuida de su cría, ella y Milagros limpiaron como pudieron los ojos y la carita de la niña. Cortó con los dientes el cordón y envolvió a la cría en su falda. Le dijo a la Milagros que la dejara mientras se sacaba una teta para poner a la niña a mamar. Nunca recordó muy bien cómo llegó hasta su casa, cómo la cogió en brazos la tía Posturas. Esta vez la abrazó. Y, gritando, la llevó hasta la cama.
—¡Loca, hija, estás loca! Déjame ver. Es una niña, una lástima.
La Posturas corría ya a la cocina, para poner agua a hervir y sacar una palangana y toallas limpias.
Así llegó al mundo, el 22 de junio de 1937, entre los matorrales de las Tardecillas, Pepita Pérez Fernández, natural de Valdemorillo. Su primer recuerdo no fueron esos matorrales ni el ruido de los bombardeos ni los tiros de la batalla de Brunete. Tampoco el olor de la retama, la manzanilla, el tomillo o el cantueso estaban entre sus preferidos, aunque cuando su cabeza asomó entre las piernas de su madre fue lo primero que respiró al lanzar su llanto.
Lo primero que recordaría toda la vida Pepita Pérez Fernández al cerrar los ojos serían los grandes ventanales de la maternal de Ventas, los ojos azules de María Topete y la carita de su hermana Tere en el cuco de un patio de prisiones.
Hacía rato que Jimena había terminado la lata de sardinas. Angelita no había parado de hablar mientras le limpiaba el aceite que le resbalaba por las comisuras, le cambió al niño y se lo volvió a poner en el regazo.
—Se acabó, guapa. Nadie me ha hecho hablar tanto como tú. Me largo.
Jimena miró a la cara a Angelita. Aquel día sobraban las gracias. La observó detenidamente, intentando imaginarla entre los matorrales mientras paría a Pepi. ¿Había sido tan cruda con la verdad? ¿Cómo podía no querer a su hija? No se atrevió a preguntárselo.
—No me mires así. Tú no sabes lo que es vivir con los muertos agarrándome el alma. Siempre he necesitado un hombre en el que cobijarme. El miedo es superior a mis fuerzas.
—No te miro de ninguna manera, Angelita. Si acaso, con admiración.
—Me desprecias porque bebo…
—No, me da rabia.
—No lo puedo evitar. Bueno, se acabaron las tonterías. Como cuentes algo a alguna de esas políticas, te rajo. No quiero la compasión de nadie. Ésas son mis cosas. Ahí te quedas.
Jimena se quedó meditabunda. Angelita tenía a Pepi a su lado, aunque a veces parecía importarle poco. Mientras digería la historia de la mechera, por su agotada cabeza pasaron los rumores de los últimos meses.
Una de sus compañeras, no se acordaba de si había sido Paz o Antonia o quién, le había contado la historia de una mujer llamada Julia Lázaro. La habían apresado y, mientras soportaba los interrogatorios, siete policías la violaron. Finalmente, había ingresado en Ventas con su hermana María y pronto se dio cuenta de que estaba embarazada. Estaba condenada a muerte y la dejaron en la sala de las penadas hasta que parió. La ley prohibía fusilar a las embarazadas, aunque todas sabían que en ocasiones no se respetaba.
Tras fusilar a Julia, su hermana había dudado sobre qué hacer con aquel sobrino. Era el hijo de su hermana, pero también el recuerdo de las atrocidades a las que había sido sometida la fusilada, y la manera en que se había engendrado el bebé la torturaba. La Topete aprovechó las dudas de la hermana durante los primeros días, tras el fusilamiento de Julia, y se quedó con el niño. Cuando la muchacha quiso recuperar al bebé ya era demasiado tarde. Y todo eso había sucedido no hacía mucho.
Jimena tenía miedo. Miedo de que ahora que había parido la llamaran a diligencias y la fusilaran, miedo de que le quitaran a su hijo, miedo de María Topete, miedo de no tener leche. No se podía alterar.
—Angelita, por favor, avisa como sea a Ramón de que es un niño y se llama Luis.
La madre tenía la mano de la mechera sujeta a la suya.
—Júrame que lo harás, ¿me oyes? Lo harás. No quiero que se lleven al niño. No quiero que me maten. Mi hijo, Angelita.
—Tranquilízate. Mañana, con el camión que trae los encargos, le enviaré recado. Ahora descansa o no te subirá la tetada.
Angelita cumplió con la palabra dada a Jimena. Avisó a Ramón de que era tío, asegurando al camionero que el señor al que llevaba el recado en el almacén de Pontejos estaba a bien con Franco y los altísimos y tenía poderes. Pero doña Elvira también se enteró de que había sido abuela, un cargo que no deseaba de ninguna de las maneras. Se enteró por otros medios, a través de una enviada de María Topete, quien quería citarse con ella.
Con el triunfo de los nacionales, lentamente, la normalidad volvía entre las clases ricas, los ganadores de la guerra. Los empresarios navieros Aznar habían comprado dos de las mejores fincas de caza de España: Cabañeros y La Cepilla. Sus excelentes relaciones con el régimen les ponían en una situación privilegiada. En la España del estraperlo y el hambre, los barcos de los hermanos Aznar traían al país alimentos y material deportivo imposible de encontrar en la España grisácea y moribunda, y más aún para practicar deportes como el polo, el golf o la pala.
Importaban también tabaco y revistas del extranjero, tanto de caza como de moda. Sus esposas, Encarnita Coste Acha y María Ybarra Gorbeña, estaban al día de lo que se llevaba en el resto de las grandes capitales europeas, aunque estuvieran en guerra. Y, por supuesto, en Nueva York, adonde había huido una buena parte de la élite europea que no comulgaba con el avance de los nazis. Pero las esposas jugaban un papel secundario en los negocios de sus maridos, como todas las damas de aquella oligarquía. Para colmo, el recato que la religión había impuesto a las mujeres en la indumentaria y la máxima de que sentir placer era un pecado iba amojamando el rostro de las más bellas, salvo honrosas y famosas excepciones, que solían contarse entre las barraganas de lujo de los empresarios y los militares.
Las primorosas mercancías que introducían los barcos de los hermanos Aznar y transmitían el
glamour
ausente de aquella España de sables y fusiles, repleta de señoras de generales y militares sin ninguna clase, llegaban directamente desde América. José Luis y Juan Antonio supieron dónde repartir, cómo distribuir sus favores y conseguir influencias mediante aquellos paquetes tan deseados por los grandes del estraperlo.
La finca de La Cepilla formaba parte de ese entramado y Encarnita era la encargada de convertirla en un lugar para recibir y practicar la caza, la gran afición de todos los miembros del Gobierno y de la clase económica naciente, tan vinculada al franquismo.
Se cazaba y se cerraban negocios alrededor de exquisitos aperitivos, previos al gran almuerzo, tras la primera salida de amanecida. En ese ambiente repleto de empresarios, con algún ministro siempre, falangistas que no entusiasmaban a los financieros, militares y trepas del régimen, Encarnita invitaba algunos domingos a María y a su hermana, Blanca, ambas ya solteronas, pero encantadoras, dignas. Eran una atracción entre las otras damas, casi todas casadas, y alguna pelandusca de altos vuelos que se colaba en la cacería.
Las hermanas Topete, tan elegantes, distantes y entregadas al servicio de los demás como las tres hermanas que ya servían en el Sagrado Corazón de Jesús, daban la oportunidad al resto de las señoras de lavar su conciencia con Dios, porque ayudar al proyecto de María en los talleres que iba a montar en la cárcel o apoyar a las hermanas del Sagrado Corazón de Jesús era un camino seguro para la permanencia en ese limbo exquisito de lo que se iba configurando como buena sociedad, a caballo entre los militares de Franco y la aristocracia que los despreciaba y lo disimulaba.
María se tragó el orgullo de la cuñada despechada que pudo ser, lo enterró en su cuerpo envarado como quien se ha tragado un sable y se fue convirtiendo cada día más en una presencia acostumbrada, admirada y requerida no sólo por su amiga Encarnita, sino por la mismísima mujer de Juan Antonio, su antiguo novio, María Ybarra. Las dos Marías llegaron a ser amigas.
En una de esas tardes de La Cepilla, la directora de madres lactantes, centro de atención porque contaba con disimulado orgullo su trabajo y sus logros entre esas madres rojas, prostitutas y demás descarriadas que tanto trabajo le daban —«los pobres niños no tienen la culpa, podéis ayudarme a recuperarlos»—, tuvo un aparte con doña Elvira Pérez de Santos, entusiasmada porque la habían invitado a aquella casona por la que pasaba el todo Madrid. Los hombres, a cazar y a negociar; las mujeres, a confirmar sus bondades.
—El niño está bien. Lo que no sé es si ella va a poder darle de mamar. Está muy flaca y creo que algo anémica, Elvira. No quiere que lo dé a amamantar a otra mujer.
—Allá ella. Si quieres que te diga la verdad, no siento nada por esa criatura. Es más, ni siquiera sé si será de mi hijo Luis.
—Sea o no de tu hijo, y esa chica será roja pero no creo que prostituta, hay que salvar al niño. Si tú no lo quieres, yo puedo hacer algo con tu autorización. Pero para eso tendrás que reconocer que es tu nieto. Con tu hijo desaparecido, será fácil hacerte responsable. Luego me lo das. Si se cría allí dentro, entre las rojas, sucederá lo que dice el coronel Vallejo-Nágera, le contaminarán de marxismo. No sé siquiera si consentirá en que le bauticemos, aunque de eso ya me encargo yo. Todos los que nacen los bautizamos, quieran o no.
—¿Y ella qué te ha dicho?
—Nada. La vi un momento. No le había subido la leche aún, aunque, cuando volví por la noche, parece que el niño intentaba comer algo. Piénsalo, Elvira. Necesitamos muchos niños para salvar esta España que estamos edificando. Sangre nueva que hay que limpiar. Engrandecerán nuestra patria y nuestra Iglesia. También podemos enviarle a los colegios del Patronato para la Redención de Penas, al Auxilio Social o a un buen seminario. O buscarle una buena familia.
—Da lo mismo. El que nos va a dar guerra es mi hijo Ramón. No sé cómo, pero se ha enterado de que el niño ha nacido y le ha mandado a decir que le llamará Luis. Como ves, es una lagarta.
—Acaba de dar a luz. Y no está bautizado. Pero insisto, que sepas que si tú no quieres hacerte cargo de ese niño, mi obligación es salvarle.
—Como tú lo veas, pero…
Ahí terminó la charla de las dos mujeres en una de las salas pequeñas de la finca, al pie de una chimenea encendida, adornada de cornamentas. Pronto se acercaron Encarnita y otras damas reclamando a María para que les explicara las terribles cosas que hacían y decían las rojas en prisión. Lo sucias que eran, lo rebeldes que aún se mostraban. ¿Qué se podía hacer por redimir a sus hijos?
Cuando al día siguiente María Topete entró en la sala de enfermas y de recién paridas, Jimena estaba recostada en la cama de barrotes blancos y su bebé, en el regazo, chupaba de la teta con ansiedad.
—¿Tiene leche o es sólo calostro?
—Tengo leche desde el día después del parto.
—Habrá que ver si el niño engorda. Pesadle. Tiene aspecto de anémica —dijo la funcionaria a la enfermera.
—Estoy perfectamente —señaló Jimena.
—No le puede estar dando de mamar cada vez que llore. Tiene que ponerle un horario. Mañana se lo retiraremos para que no se acostumbre mal y se lo traeremos para que le dé de mamar.
Hasta ese momento, el diálogo entre ambas mujeres había sido un escupir las palabras, sin mirarse ninguna de las dos a la cara. Jimena estuvo a punto de levantar la cabeza ante la afirmación de la directora. Ya lo sabía. Se contuvo a tiempo. Lo sabía porque lo hacía con las otras presas. Intentaba separar a los niños y llevárselos a la otra sala, para que las madres no les pegaran los piojos, la sarna u otras enfermedades. Eso decía ella.