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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... (9 page)

BOOK: Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven...
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Miré otra vez sus ojos y me di cuenta de la cantidad de semejanzas que existen entre un par de ojos desolados.

Su mirada fue el pasaporte perfecto para volver a mi pasado…

La segunda vez que pisé la UVI ya no entré poco a poco, sino con prisas, pues estaba temeroso de que me echaran rápidamente de allí.

Fui corriendo al lugar donde había visto por última vez al Sr. Martín, pero allí ya no había nadie. Tan sólo una cama vacía con el colchón recogido. Odio que los coloquen así; es señal de gran desgracia…

Me temí lo peor… La enfermera me miró con ese extraño rostro de quien no desea ser portador de malas noticias, pero sabe que es lo que debe hacer.

—Está en el ala de los muy graves —me soltó sin ninguna delicadeza.

Desconocía que hubiera un ala de muy graves en la UVI. Pensaba que estar en la UVI ya era gravísimo. Dudé si también habría un ala únicamente de tremendamente graves…

Luego, la vida me ha recordado en numerosas ocasiones que siempre hay un peldaño inferior al inferior y también uno superior al superior.

La enfermera me acompañó hasta una puerta que estaba cerrada. Daba la sensación de que aquella entrada comunicaba con otra sala que estaba totalmente aislada del resto de los enfermos, tanto visual como sonoramente.

Supongo que nadie quiere ver morir a otra persona, ni siquiera los que están al borde de la muerte.

Abrí la puerta y en aquella estancia insonorizada había cinco o seis enfermos más… El último de todos era el Sr. Martín…

Tenía el triple de cables que la última vez que le había visto. Todo aquello le ayudaba a respirar, a controlar su corazón y a extraer y a insertar todo tipo de substancias en su cuerpo.

Me guiñó el ojo. Eso me dio esperanzas para no derrumbarme.

Caminé hasta donde estaba. Me puse a su lado, cerca, muy cerca. Sentí su respiración; era muy débil en contraposición con la última vez que la había escuchado.

—¿Te han operado? ¿Estás bien? —fueron sus dos primeras preguntas.

—Sí, estoy bien Sr. Martín.

Sonrió y me tocó levemente el cuello a la altura donde antes estuvieron mis amígdalas.

—¿Y usted?

Hizo un gesto de circunstancias, de «Así es la vida»…

Existe ese gesto, os lo puedo asegurar y dice todo lo que acabo de explicaros.

Dejé nuevamente sus objetos fetiche en otra mesita al lado de su cama.

Aquella mesita era mucho más pequeña. Supongo que cuando la muerte se acerca, las mesitas también languidecen. Ya no tienes casi nada que guardar, por lo que tampoco necesitas mucho espacio…

Él sonrió al mirar aquellas fotos de faros y aquellos sobres con números en su interior.

—¿Sabes qué son los números que hay dentro?

Negué con la cabeza. Las palabras casi no me salían, temía que se muriese de un momento a otro.

—Mi padre era jugador de póquer. —Su voz también sonaba muy débil, pero se le entendía todo—. Desde pequeño, venía gente cada noche a jugar a casa. Traían puros, bebidas y pasaban ocho o diez horas seguidas jugando en el salón.

»Yo también dormía en aquel salón. En un sofá que había en una esquina del fondo. Mi padre me obligaba a dormir allí porque así podía vigilarme con un ojo mientras con el otro controlaba sus cinco cartas.

»Amaba el póquer tanto como a mí. Era un gran hombre que perdió a su mujer demasiado pronto y no quería perderse también la infancia de su hijo.

»Yo siempre le observaba con admiración cuando jugaba. Me entusiasmaba ver esas partidas de póquer llenas de matices y de emoción.

»Veía perder a unos, ganar a otros. Noche tras noche, la suerte cambiaba de mano y con él los ganadores y los perdedores.

»De tanto observarlos y sentirlos, al final sabía hasta con los ojos cerrados quién hacía trampas o tenía un farol o una escalera real. Todo por la forma en la que respiraban, los cigarrillos que se encendían o un ligero cambio de cadencia en la forma de apostar o hablar.

»Eran detalles casi imperceptibles, pero para mí eran parte de la banda sonora de mi sueño y distinguía sus matices tanto dormido como despierto. Me convertí en un experto y, de vez en cuando, ayudaba a ganar a mi padre.

»Desde los siete años me enamoré de esa pasión incontrolable a la que llaman “juego”.

»Aunque yo al juego le he llamado siempre “vida”. Vida con azar, porque, ¿la vida no es azar también, joven Dani?

Afirmé levemente. No podía dejar de mirarlo. Sus ojos habían virado del cansancio a la pasión.

—Cuando fui más mayor empecé a jugar al póquer —continuó—. Pero ése era su juego. Jamás podría ser mejor que mi padre. Él me lo enseñó todo, pero nunca lo dominé.

»Corazones, diamantes, tréboles y picas eran su pasión pero no la mía.

»Me enseñó una regla básica aplicable a cualquier juego: “Siempre apuesta lo que no necesites”. Eso es lo más importante para no arruinar tu vida ni la de los que te rodean… “Jamás lo incumplas, jamás”, me suplicó mi padre muchas veces.

»Con diez años me jugaba la mitad de mi semanada; con veinte años, la mitad de mi sueldo. Pero nunca perdí el control; siempre aposté lo que no necesitaba, el resto era para vivir.

»También me mostró que el goce de ganar nunca debía ser superior al de perder.

»Perder puede ser gozoso, pues te hace entender mejor el valor de ganar. Además, con el tiempo, las pérdidas siempre se acaban convirtiendo en ganancias.

Dejó de respirar unos segundos. Fue como si se apagara, pero antes de que pudiera avisar a nadie, continuó como si nada hubiera pasado. Fue tenebroso.

—Busqué durante diez años mi juego. Mi padre aseguraba que todos teníamos uno, aquel con el que nos sentíamos en consonancia y que conseguía que nuestra adrenalina se liberara de una manera totalmente placentera.

»El póquer jamás fue mi juego, ni el blackjack, ni las carreras de caballos ni las de galgos. Ni tan sólo notaba nada jugando a las quinielas o a la lotería.

»Hasta que apareció ella y con ella el juego de mi vida…

Rebuscó entre los sobres con números. Era complicado porque sus dedos estaban llenos de cables y de vendas, pero no cesó hasta encontrar lo que buscaba.

De uno de los sobres sacó una lista de números y también una foto de una chica. No sé cómo no la había visto antes.

En la foto, la chica estaba vestida con un traje extraño, con algo parecido a un uniforme. La instantánea estaba tomada desde el exterior de un castillo.

Ella estaba fumando, con la mirada perdida. Tenía un aire de maniquí o eso me pareció a mí.

—La tomé en un descanso. —Sonrió y, por primera vez, vi su dentadura—. Cada hora los empleados podían abandonar el casino unos minutos y salir a fumar. Yo siempre dejaba de jugar a la misma hora que ella y la observaba desde lejos.

»Era un placer inconmensurable mirarla desde la lejanía. Supongo que sobre todo porque siempre la tenía cerca, muy cerca… A menos de diez centímetros de mí cada noche.

»Ella era la jefa principal de la mesa de ruleta de un casino instalado en un precioso castillo.

»A mí la ruleta nunca me había dicho nada, hasta que la vi a ella lanzar la bola. Lanzaba con una elegancia suprema y giraba la ruleta con tal brío que el sonido que producía era casi adictivo.

»Te juro que cuando ella daba suerte, la gente apostaba el triple.

»Yo tan sólo me quedaba cerca de ella. La observaba, la olía, la sentía y de vez en cuando le daba un par de fichas para apostar al 17 y al 19.

»Ésos fueron mis primeros números fetiche; luego cambiaron. Y mucho más tarde se modificaron completamente…

La enfermera regresó con más medicación y él interrumpió la narración durante unos cuantos minutos. Creo que no deseaba compartir aquello con cualquiera. Me hizo sentir muy importante.

Cuando se marchó, no pude más que preguntarle lo que me rondaba por la cabeza desde que había empezado a contar aquella historia:

—¿Y se casó con ella?

Rió y tosió a partes iguales. Esa vez no me importó.

—Nunca llegué a hablarle. Nunca… La miré cientos de veces desde cerca y la observé miles desde lejos. Cuando la cambiaban de casino, la seguía hasta donde la enviaban y continuaba con la misma rutina. Cercanía y lejanía, observada y deseada.

»Y con los años, el deseo que sentía por ella lo trasladé al juego.

»Todo aquel amor lo derivé en la ruleta. Cada vez que su mano rozaba esa bola, yo jugaba con su magia. Era una forma de hacer el amor con ella, de sentir que hacíamos algo conjuntamente…

»Así encontré mi juego, mi pasión y mi goce… Y a partir de ahí, todo se descontroló y me convertí en un profesional de la ruleta.

El Sr. Martín agarró un par de sobres más, sacó unas hojas llenas de números garabateados y me los enseñó.

—Cada hoja repleta de números habla de una ruleta de un casino determinado. Las cifras de color rojo son números ganadores. Si juegas a ellos, siempre ganarás, sea la hora, el día o la estación que sea…

Me extrañó esa afirmación tan contundente. No había jugado nunca a la ruleta, pero no me parecía algo tan sencillo.

—Eso es imposible. No puede saber qué números saldrán y, aunque así fuera, cuando sustituyeran las ruletas, los números ganadores se modificarían también, ¿no? —pregunté.

—No… —Sonrió—. He estado tantas veces en tantos casinos que te puedo asegurar que lo importante no es la ruleta, sino el terreno donde está instalada. La gravedad y el azar hace que siempre haya números elegidos por la fortuna —dijo con una seguridad aplastante.

Cogió todos los sobres y me los dio.

—Son para ti. Valen mucho dinero. Quiero que te los quedes, joven Dani, y juega sólo cuando lo necesites.

Acepté aquel montón de papeles arrugados sin saber qué decir. Nadie en mi vida me había incitado a introducirme en el mundo del juego.

—¿Y ella? —pregunté—. ¿Murió?

Tardó en responder. Tardó mucho.

—La perdí de vista hace años… Me he pasado la vida buscándola.

—¿Para decirle lo que sentía…? —indagué.

—No. —Sonrió tanto que esta vez llegué a verle parte del paladar—. Para verla de lejos y de cerca. Hay personas en este mundo, joven Dani, que te alimentan con sólo verlas. No necesitas más. Te dan energía…

«Energía». El mismo concepto que años después escucharía en boca de George…

Pero en aquella época no entendí nada sobre aquella ruleta, sobre aquella misteriosa chica ni sobre aquella energía.

Yo pensaba que me enseñaría las claves de la felicidad y, en cambio, me hablaba de adicciones y de cobardía ante el amor.

No le dije lo que pensaba, pero él nuevamente leyó mi mente.

—La felicidad no existe, Dani. —Fue de las pocas veces que no añadió lo de «joven»—. Sólo existe ser feliz cada día.

»Si piensas en el concepto global de felicidad todo cae por su propio peso.

»Mira por la ventana…

Me señaló un pequeño cristal, casi minúsculo, que daba a la calle. Me acerqué. Me horrorizó saber que los muy graves no tenían ventanales enormes… Necesitan tanto ese exterior para poder despedirse del mundo.

—¿Ves toda esa gente caminando sin sentido pero en direcciones concretas? —me preguntó.

Miré a esa gente, lo que no sé es cómo él la veía. Desde donde me encontraba no podía llegar a divisar la calle.

—La veo —respondí.

—¿Te das cuenta como todos van hacia algún lugar, con algún propósito? Ni tú ni yo nos cambiaríamos ahora mismo por ellos. Y eso es porque nos gusta nuestra vida, nuestro rostro, nuestro camino… No podemos entender adónde van, qué necesitan hacer…

»Pero todo cambia por la noche… En plena madrugada fíjate en los edificios altos y verás que hay pocas luces encendidas, muy pocas. Casi todo el mundo duerme, tan sólo hay algunos que están despiertos… Y ésos son los que buscan y los que encuentran.

»A esas altas horas de la noche, en las que todo el mundo duerme, ellos están amando o gozando de conversaciones intensas… Y ese sentimiento y esas palabras cambian su vida.

»Joven Dani, siempre debes poner en tu vida más noches que días…

»Y cuando alguna vez estés perdido y no tengas rumbo fijo, juega al “qué haría otro si estuviera en mí”…

Se hizo el silencio durante unos segundos. Volvió a quedarse en pausa. Esta vez tardó mucho más en volver. Noté que le restaba muy poco fuelle.

Pronuncié tres veces su nombre en voz alta, pero no volvió. Apreté su mano con fuerza, tampoco…

Finalmente, probé a seguir la conversación como si nada hubiera pasado.

—¿Qué haría alguien si estuviera en mí? —repetí.

Y entonces volvió; fue como si la narración le alimentara. Contarme aquello le daba fuerzas.

—Sí, exacto. Encuentra a otra persona con la que compartas energía y pregúntale qué haría en tu vida si estuviera en ella por dos días. ¿Qué cosas cambiaría de ella? ¿Cómo se cortaría el pelo? ¿Qué comería? ¿Qué actividades realizaría?… En definitiva, ¿cómo viviría tu vida si fuera temporal su presencia en ella?

—¿Y funciona…?

—Claro que sí… —Sonrió—. Yo he jugado a ello infinidad de veces y siempre me ha dado impulso para seguir.

»Pero para practicarlo has de encontrar a otra persona con la que jugar, y eso no es fácil.

»Esa persona debe ser especial y tiene que saber mirarte desde fuera, para poder darte otra perspectiva de tu vida cuando estés perdido…

Le miré varias veces sin saber cómo digerir tanta fuerza. Él volvió nuevamente a apagarse. Su respiración se ralentizó después de esa última frase, sus constantes se dispararon y todos los aparatos que le envolvían comenzaron a sonar.

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