Siempre el mismo día (39 page)

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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

BOOK: Siempre el mismo día
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En vez de eso, lo que había era discusiones por cualquier pretexto, mezquindad y miradas de rencor a través de una fina niebla de polvo de yeso. Sylvie pasaba cada vez más tiempo en casa de sus padres, con la excusa de alejarse de los albañiles, aunque lo hacía más que nada para evitar a su apático e ineficaz marido. De vez en cuando llamaba para sugerirle que fuera a ver a su mutuo amigo Callum, el magnate de los cangrejos de río, y aceptara su oferta de trabajo, pero Dexter se resistía. No había que descartar que su carrera de presentador recuperara fuelle, o que encontrase trabajo como productor, o que se reciclase en cámara, o en montador. Mientras tanto, podía ayudar a los constructores, con el consiguiente recorte de los costes de mano de obra. Tal era la finalidad con la que preparaba té, iba a buscar galletas, aprendía rudimentos de polaco y jugaba a la PlayStation con el rotundo acompañamiento sonoro de la pulidora de suelos.

En otros tiempos, se había preguntado qué era de los viejos en la industria televisiva. Ya tenía la respuesta. Los montadores y cámaras con formación tenían veinticuatro o veinticinco años, y él carecía de experiencia como productor. Mayhem TV, su compañía independiente –y mucho–, ya no era tanto una empresa como una coartada para su inactividad. A finales del año fiscal, desapareció oficialmente para ahorrar gastos contables, y veinte resmas de hojas con optimista membrete fueron relegadas vergonzosamente al desván. Lo único bueno era volver a ver a Emma, con escapadas al cine cuando debería haber estado aprendiendo a enmasillar con Jerzy y Lech; pero el sentimiento de melancolía de salir de un cine en pleno día, un martes por la tarde, se había vuelto insoportable. ¿Y sus votos de paternidad perfecta? Ahora tenía responsabilidades. A principios de junio, finalmente, cedió, fue a ver a Callum O’Neill y le iniciaron en la familia de Natural Stuff.

Por eso este día de san Suituno se encuentra a Dexter Mayhew con camisa beis de manga corta y corbata marrón claro, supervisando la entrega de la enorme partida diaria de rúcula en la nueva sucursal de la estación Victoria. Hace el recuento de cajas de verdura mientras el camionero, que espera al lado con un sujetapapeles, le mira sin disimular. Dexter ya se lo ve venir.

–¿Usted no salía por la tele?

Ya estamos.

–Sí, en tiempos inmemoriales –responde, campechano.

–¿Cómo se llamaba?
marcha loca
, o algo así.

No levantes la vista.

–Sí, ése era uno. Bueno, qué, ¿firmo el albarán?

–Y salía con Suki Meadows.

Sonríe, sonríe, sonríe.

–Ya le digo que hace mucho, mucho tiempo. Una caja, dos, tres…

–Ahora ella sale en todas partes, ¿no?

–Seis, siete, ocho…

–Es guapísima.

–Muy simpática. Nueve, diez.

–¿Y qué tal estaba, lo de salir con ella?

–Mucho ruido.

–¿Y qué, a usted qué le pasó?

–La vida. Me pasó la vida. –Le quita el sujetapapeles–. Firmo aquí, ¿verdad?

–Eso mismo. Firme aquí.

Dexter pone su autógrafo en el albarán e introduce la mano en la primera caja para coger un puñado de rúcula y comprobar que esté fresca. «Rúcula, la lechuga iceberg de nuestra época», le gusta decir a Callum, pero Dexter la encuentra amarga.

La auténtica central de Natural Stuff está en una nave industrial de Clerkenwell, limpia y moderna, con máquinas de zumo, pufs de bolas, baños unisex, internet de alta velocidad y
pin ball;
en las paredes hay gigantescos lienzos a lo Warhol de vacas, pollos y cangrejos de río. Es medio espacio de trabajo, medio cuarto de quinceañero. Los arquitectos no le han puesto la etiqueta de oficina, sino la de «espacio de sueños», en Helvética y minúsculas. Pero antes de que a Dexter le dejen acceder al espacio de sueños, tiene que aprender el oficio. Como Cal insiste mucho en que todos sus directivos se ensucien las manos, Dexter está haciendo un mes de prácticas como segundo encargado del puesto de avanzada más reciente del imperio. Lleva tres semanas limpiando las máquinas de zumos, poniéndose una redecilla en el pelo para hacer bocadillos, moliendo café y sirviendo a los clientes; y la sorpresa es que no le ha disgustado. A fin de cuentas, de eso se trata; negocios y gente es lo mismo, como suele decir Callum.

Lo peor es que le reconozcan, la compasión fugaz en la cara de los clientes al ver sirviendo sopa a un ex presentador de la tele. Los peores son los de su generación, la de los treinta y tantos. Haber sido famoso, aunque sólo fuera un poco, y haber dejado de serlo, haberse hecho mayor, y haber ganado acaso algunos kilos, es una especie de muerte en vida. Se quedan mirando a Dexter al otro lado de la caja como quien mira a un preso haciendo trabajos forzados. «En persona se te ve más bajo», dicen a veces; y es verdad, se siente más bajo. «Pero no pasa nada –tiene ganas de decir, mientras sirve sopa de lentejas al estilo de Goa con el cucharón–. Está bien. Estoy tranquilo. Aquí me encuentro a gusto, y sólo es provisional. Estoy aprendiendo un nuevo oficio, y estoy dando de comer a mi familia. ¿Quiere un poco de pan con la sopa? ¿Integral o multicereales?»

El turno de mañana de Natural Stuff va de las seis y media a las cuatro y media de la tarde. Después de hacer caja, se sube en el tren de Richmond con los que vuelven de las compras del sábado. Por último, veinte aburridos minutos a pie hasta la hilera de casas victorianas que por dentro son muchísimo más grandes de lo que parecen por fuera, y llega a Villa Cólicos. En el camino del jardín (tiene camino de jardín; ¿cómo es posible?), ve a Jerzy y Lech cerrando la puerta principal, y adopta el tono llano y el acento popular de rigor cuando se habla con paletos, aunque sean polacos.


Czes’c’! Jak sie’ masz?

–Buenas tardes, Dexter –dice Lech con indulgencia.

–¿La señora Mayhew está en la casa?

El verbo tiene que ir siempre detrás del sujeto, por norma.

–Sí, está en casa.

Baja la voz.

–¿Ellas cómo están hoy?

–Un poco… cansadas, creo.

Dexter frunce el ceño, y finge quedarse sin respiración.

–¿Me tendría que preocupar?

–Quizá un poco.

–Tomad. –Dexter mete la mano en el bolsillo interior y les da dos barritas de cereales y dátiles con miel de Natural Stuff, de contrabando–. Es robado, pero no se lo digáis a nadie, ¿está bien?

–Vale, Dexter.


Do widzenia
.

Sube por los escalones de entrada, y saca la llave a sabiendas de que es muy probable que en la casa haya alguien llorando. A veces parece que se turnen.

Jasmine Alison Viola Mayhew le espera en el recibidor, precariamente sentada en las láminas de plástico que protegen del polvo las planchas de madera recién decapadas. Con sus facciones pequeñitas y perfectas en medio de su cara ovalada, es su madre en miniatura. Dexter revive una vez más la sensación de amor intenso mezclado con un terror abyecto.

–Hola, Jas. Perdón por el retraso –dice al levantarla sobre su cabeza, rodeando su barriga con las manos–. ¿Cómo has pasado el día, Jas?

Una voz en el salón.

–Preferiría que no la llamaras así. Es Jasmine, no
Jazz
. –Sylvie está tumbada en el sofá cubierto con un plástico antipolvo, leyendo una revista–. Jazz Mayhew suena fatal. Parece una saxofonista de un grupo funk de lesbianas.
Jazz
.

Dexter se echa al hombro a su hija y llega hasta la puerta.

–Es que si le pones de nombre Jasmine, la llamarán Jas.

–No se lo he puesto yo. Se lo pusimos los dos. Además, ya sé que la llamarán así. Sólo digo que no me gusta.

–Perfecto, pues voy a cambiar del todo mi manera de hablar con mi hija.

–Yo encantada.

Dexter se sienta en el extremo del sofá, mirando su reloj con exageración, y piensa: ¡Nuevo récord mundial! ¿Cuánto hace que he llegado a casa, cuarenta y cinco segundos? ¡Pues ya he hecho algo mal! Es un comentario con la mezcla justa de autocompasión y hostilidad; como le gusta, está a punto de decirlo en voz alta, pero entonces Sylvie se sienta y frunce el ceño, con los ojos húmedos, abrazándose las rodillas.

–Lo siento, cariño; es que he tenido un día horrible.

–¿Qué pasa?

–Que no quiere dormir nada de nada. Lleva todo el día despierta, desde las cinco de la mañana. Ni un minuto.

Dexter se pone un puño en la cintura.

–Bueno, cariño, es que si le dieras descafeinado, como te dije…

Pero es un tipo de broma que no le sale con naturalidad, y Sylvie no sonríe.

–Ha estado llorando y quejándose todo el día. Fuera hace tanto calor, y dentro me aburro tanto, con Jerzy y Lech dando golpes… En fin, que estoy agobiada, nada más. –Dexter se sienta, le pasa un brazo por los hombros y le da un beso en la frente–. Te juro que si salgo otra vez a dar un paseo por el puto parque, me pondré a gritar.

–Ya falta poco.

–Una vuelta al lago, otra vuelta al lago… Luego a los columpios, y otra vuelta al lago. ¿Sabes qué ha sido lo mejor del día? Creía que se me habían acabado los pañales. Ya me veía yendo a Waitrose a comprar más, pero entonces los he encontrado. He encontrado cuatro pañales, y me he emocionado tanto…

–Bueno, pero el mes que viene vuelves al trabajo.

–¡Menos mal! –Sylvie se deja caer de lado, apoyando la cabeza en el hombro de Dexter, y suspira–. No sé si ir, esta noche.

–¡Tienes que ir! ¡Si hace semanas que lo esperas!

–La verdad es que no estoy de humor. Una despedida de soltera… Soy demasiado vieja para despedidas de soltera.

–No digas tonterías.

–Además, me da miedo.

–¿Miedo por qué? ¿Por mí?

–Por dejarte solo.

–Sylvie, tengo treinta y cinco años; no es la primera vez que estoy solo en una casa. Además, no estaré solo. Me cuidará Jas. ¿A que estaremos bien, Jas? Min. Jasmine.

–¿Seguro?

–Segurísimo.

No se fía de mí –piensa Dexter–. Se cree que beberé. Pues no, no beberé.

La despedida de soltera es para Rachel, la más flaca y ruin de las amigas de su mujer. Han reservado un hotel para quedarse a dormir, y un camarero guapo al que pueden dar el uso que prefieran. Limusina, restaurante, mesa en un club nocturno,
brunch
al día siguiente… Todo planeado mediante una serie de
e-mails
autoritarios para eliminar cualquier posibilidad de espontaneidad o alegría. Sylvie no volverá hasta el día siguiente por la tarde. Es la primera vez que Dexter se queda toda la noche al frente de la casa. Sylvie está en el cuarto de baño, maquillándose y vigilando cómo baña él a Jasmine.

–Pues eso, que la acuestas sobre las ocho, ¿vale? O sea, dentro de cuarenta minutos.

–Perfecto.

–Hay leche en polvo de sobra, y ya he hecho el puré de verduritas. –«Verduritas»: es irritante su manera de decir «verduritas»–. Está en la nevera.

–La verdurita en la nevera. Eso ya lo sé.

–Si no le gusta, en el armario hay potitos, pero sólo son para emergencias.

–¿Y patatas chips? Le puedo dar patatas chips, ¿verdad? Si aparto la sal…

Sylvie chasquea la lengua, sacude la cabeza y se pone pintalabios.

–Aguántale la cabeza.

–¿… y cacahuetes salados? Ya es bastante mayor, ¿no? ¿Un bol de cacahuetes?

Dexter se gira para mirarla por encima del hombro, por si se diera el milagro de que sonriese, y como tantas veces, le sorprende lo guapa que está, sencilla pero elegante, con un vestido negro corto y tacones, y el pelo todavía un poco mojado de la ducha. Saca una mano del baño de Jasmine y la pone en la morena pantorrilla de su mujer.

–Por cierto, estás impresionante.

–Tienes las manos mojadas.

Ella aparta la pierna. Ya hace seis semanas que no hacen el amor. Dexter se esperaba algo de frialdad e irritabilidad después del parto, pero ha pasado bastante tiempo, y a veces ella le mira de una manera como…, no, con desprecio no, pero con…

–Me gustaría que volvieras esta noche –dice él.

… decepción. Eso, con decepción.

–Ten cuidado con Jasmine. ¡Aguántale la cabeza!

–¡Sé hacerlo! –replica–. ¡Pero bueno!

Otra vez: la mirada. No cabe duda de que si Sylvie tuviera un ticket de compra, a estas alturas ya le habría devuelto: éste no funciona. No es lo que quería.

Llaman al timbre.

–Es mi taxi. Si hay algo urgente, llámame al móvil, no al hotel, ¿vale?

Sylvie se inclina y roza con los labios la coronilla de Dexter. Después se agacha hacia la bañera y le da otro beso, más convincente, a su hija.

–Buenas noches, cielo mío. Cuida a papá por mí…

Jasmine se enfurruña. Cuando su madre sale del cuarto de baño, pone cara de pánico. Dexter lo ve, y se ríe.

–¿Adónde vas, mamá? –susurra–. ¡No me dejes con este idiota!

En el piso de abajo se cierra por fin la puerta. Sylvie se ha ido. Ya está solo, libre finalmente para realizar toda una serie de actos idiotas.

Todo empieza con el televisor de la cocina. Jasmine ya está gritando cuando Dexter pugna por atarle las correas de la trona. Con Sylvie también lo hace, pero ahora se retuerce y chilla a grito pelado, como un fardo compacto de músculos y ruido, que se debate con una fuerza sorprendente, y aparentemente sin motivo. Dexter se sorprende pensando: Aprende a hablar, ¿vale? Aprende a hablar algún puto idioma, y dime qué hago mal. ¿Cuánto tardará en hablar? ¿Un año? ¿Dieciocho meses? Esto de negarse a dominar el lenguaje cuando más se necesita es demencial, un absurdo error de diseño. Deberían salir hablando. No para dar conversación, ni decir ocurrencias, sino información práctica básica. Padre, tengo ventosidades. Este centro de actividades me agota. Sufro de cólicos.

Por fin la ha encajado, pero ahora alterna gritos y lloros. Dexter le mete la comida en la boca cuando puede. De vez en cuando, se para a quitarle los restos de puré con el borde de la cuchara, como si la afeitase con espuma. Con la esperanza de calmarla, enciende el pequeño televisor portátil de la encimera, el que a Sylvie no le parece bien que tengan. Al ser sábado, en horario de máxima audiencia, ve inevitablemente a Suki Meadows, cuya cara le sonríe efusivamente, en directo desde los estudios centrales, donde brama los resultados de la lotería para todo un país expectante. Dexter siente que se le contrae el estómago con un pequeño espasmo de envidia. Luego chasquea la lengua y sacude la cabeza, y justo cuando va a cambiar de canal, se da cuenta de que Jasmine está callada y quieta, hipnotizada por cómo berrea «uala» la ex novia de su padre.

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