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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (36 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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–¡… y que comamos juntos! Pero no cangrejos de río, ni toda esa mierda, ¿eh? En un restaurante de verdad. Invito yo. –Callum le pasó por los hombros un brazo corpulento, y le dijo, bajando la voz–: Últimamente no te he visto mucho por la tele.

–Eso es porque no ves tele por cable o por satélite. Trabajo mucho por cable y por satélite.

–¿Por ejemplo?

–Pues estoy haciendo un nuevo programa que se llama
Sport Xtreme,
Xtreme, con equis. Clips de surf, entrevistas con gente que hace
snowboard
… Cosas así. De todo el mundo.

–O sea, que viajas mucho…

–Yo sólo presento los clips. El estudio está en Morden; o sea, que sí que viajo mucho, pero sólo a Morden.

–Bueno, lo dicho: si te apetece alguna vez cambiar de sector… De comida y bebida sabes bastante. También tienes don de gentes, cuando te lo propones. Negocios y gente son la misma cosa. Yo lo único que digo es que me parece que encajarías bien. Eso es todo.

Dexter suspiró por la nariz y miró a su viejo amigo, intentando sentir antipatía.

–Cal, que llevaste cada día los mismos pantalones durante tres años…

–Ya hace tiempo.

–Te pasaste todo un curso comiendo sólo carne picada de lata.

–¿Qué quieres que te diga? ¡La gente cambia! Bueno, ¿qué, qué me dices?

–Bueno, vale, te dejo que me invites a comer, pero te aviso de que yo de negocios no sé nada.

–Tranquilo. Al menos así nos ponemos al día. –Le dio un golpecito en el codo, como regañándole un poco–. Tú estuviste una buena temporada sin dar señales de vida.

–¿Sí? Es que estaba ocupado.

–Pero tampoco tanto.

–¡Oye, que también podrías haberme llamado tú!

–Ya lo hice; muchas veces, y nunca me devolvías la llamada.

–¿Ah, no? Lo siento. Tenía muchas cosas en la cabeza.

–Me enteré de lo de tu madre. –Callum miró su vaso–. Lo siento. Era encantadora, tu madre.

–No pasa nada. Ya hace mucho tiempo.

Durante un silencio cómodo y afectuoso, miraron a las viejas amistades que hablaban y se reían por el césped, bajo el sol de finales de la tarde. La última novia de Callum estaba cerca: una joven española menuda y muy guapa, bailarina de vídeos de
hip hop
, que estaba hablando con Sylvie, encorvada para oírla.

–Me gustará volver a hablar con Luisa –dijo Dexter.

–No debería cogerle demasiado cariño. –Callum se encogió de hombros–. Creo que ya no le queda mucho.

–Pues entonces es que hay cosas que no cambian.

Se acercó una camarera guapa, muy pendiente de su cofia, para rellenarles las copas. Los dos le sonrieron de oreja a oreja, y al sorprenderse mutuamente sonriendo, brindaron.

–Once años que ya no vivimos juntos. –Dexter sacudió incrédulamente la cabeza–. Once años. ¿Cómo coño puede ser?

–Veo a Emma Morley –dijo Callum, sin venir a cuento.

–Ya lo sé.

Al mirarla, vieron que hablaba con Miffy Buchanan, una antigua enemiga jurada. Incluso de tan lejos se dieron cuenta de que Emma apretaba los dientes.

–Me dijeron que os habíais peleado, tú y Emma.

–Sí, es verdad.

–Pero ¿ya estáis bien?

–No estoy seguro. Ya veremos.

–Es muy buena chica, Emma.

–Sí.

–Y está hecha una belleza.

–Sí que es verdad, sí.

–¿Tú alguna vez…?

–No. Casi. Un par de veces.

–¿Casi? –Callum resopló–. ¿Eso qué quiere decir?

Dexter cambió de tema.

–Pero tú bien, ¿no?

Callum bebió un poco de champán.

–Mira, Dex, tengo treinta y cuatro años, una novia guapa, casa propia y negocio propio. Trabajo mucho en algo que me gusta, y gano bastante dinero. –Le puso una mano en el hombro–. ¡Y tú… tú tienes un programa de tele nocturno! La vida nos ha tratado bien a todos.

Por orgullo herido, en parte, pero también por un sentimiento renacido de rivalidad, Dexter decidió contárselo.

–Oye, ¿quieres oír algo gracioso?

Emma oyó el grito de Callum O’Neill en la otra punta del prado, y al mirar hacia esa parte le vio con la cabeza de Dexter entre los brazos, clavándole los nudillos en el cuero cabelludo. Sonrió, antes de volver a concentrarse de lleno en odiar a Miffy Buchanan.

–Oye, me he enterado de que estás sin trabajo –decía Miffy.

–Bueno, yo prefiero verlo como que trabajo por mi cuenta.

–¿De escritora?

–Sólo uno o dos años. Un período sabático.

–Pero ¿aún no te han publicado nada?

–Todavía no, aunque sí que me han pagado un pequeño anticipo por…

–Mm –dijo con escepticismo–. Harriet Bowen ya lleva publicadas tres novelas.

–Sí, ya me lo han dicho. Varias veces.

–Y encima tiene tres hijos.

–Pues ya ves.

–¿Tú no has visto a los dos míos?

Cerca había dos niños inmensos, con terno, restregándose mutuamente canapés en la cara.

–IVAN, NO MUERDAS.

–Son muy monos.

–¿A que sí? ¿Y tú, ya has tenido algún hijo? –dijo Miffy, como si se excluyeran entre sí: o novelas, o hijos.

–No…

–¿Sales con alguien?

–No…

–¿Nadie?

–No…

–¿Alguien en perspectiva?

–No…

–Pues se te ve mucho mejor que antes. –Miffy la observó de los pies a la cabeza, como si se estuviera planteando comprarla en una subasta–. ¡De hecho, aquí eres de los pocos que han perdido peso! ¡Vaya, tampoco es que hayas sido nunca gorda, gorda; sólo tenías grasa adolescente, pero se te ha ido!

Emma notó que se le tensaban los dedos en torno a la copa de champán.

–Ah, pues me alegro de saber que me han servido de algo estos últimos once años.

–Antes también tenías mucho acento del norte, pero ahora hablas como todo el mundo.

–¿Ah, sí? –dijo Emma, horrorizada–. Pues qué pena. No lo he perdido adrede.

–Yo, francamente, siempre he pensado que lo exagerabas; que era pose, ya me entiendes.

–¿¿Qué??

–Tu acento. Sabes, ¿no? ¡Mineros unidos, no nos moverán! Me parecía que con los demás siempre hacías un poco bandera de tu acento. ¡En cambio ahora vuelves a hablar normal!

Emma siempre había envidiado a las personas que dicen lo que piensan y tal como lo sienten, al margen de las convenciones. Ella nunca había sido así. No obstante, sintió formarse una palabrota en su labio inferior.

–… y siempre estabas tan enfadada por todo…

–No, Miffy, si enfadarme todavía me enfado.

–Dios mío, pero si es Dexter Mayhew… –Miffy había pasado a susurrarle al oído, apretándole un hombro con la mano–. ¿Sabes que estuvimos liados?

–Sí, ya me lo habías dicho. Muchas, muchas veces.

–Sigue muy guapo. ¿A que sigue muy guapo? –Suspiró como si fuera a desmayarse–. ¿Cómo es que nunca salisteis?

–No sé. ¿Por mi acento? ¿Por la grasa adolescente?

–Tan mal tampoco estabas. Oye, ¿has visto a su novia? ¿A que es guapa? ¿Tú no la ves preciosa?

Al girarse para oír la respuesta, le sorprendió ver que Emma ya se había ido.

Los invitados estaban confluyendo hacia la carpa, apiñándose nerviosos frente al plano de las mesas como si hubieran salido las notas de los exámenes. Dexter y Emma coincidieron en la multitud.

–Mesa cinco –dijo Dexter.

–Yo en la veinticuatro –dijo Emma–. La mesa cinco está bastante cerca de la novia. La veinticuatro, cerca de los baños químicos.

–No te lo tomes como algo personal.

–¿Qué hay de plato principal?

–Según los rumores, salmón.

–Salmón. Salmón, salmón, salmón, salmón. En estas bodas como tanto salmón, que me dan ganas de nadar río arriba dos veces al año.

–Ven a la mesa cinco. Cambiaremos las tarjetas.

–¿Modificar la distribución de las mesas? Por menos de eso te fusilan. La guillotina la tienen al fondo.

Dexter se rio.

–Luego hablamos, ¿vale?

–Ven a buscarme.

–O ven tú a buscarme.

–O vienes tú a buscarme.

–O me buscas tú a mí.

En castigo por algún desaire del pasado, a Emma la habían puesto entre los ancianos tíos neozelandeses del novio, y las expresiones «paisaje muy bonito» y «calidad de vida altísima» alternaron durante sus buenas tres horas. De vez en cuando la distraía una explosión de risas proveniente de la mesa cinco: Dexter, Sylvie, Callum y su novia Luisa, la mesa del
glamour
. Emma se sirvió otra copa de vino, y volvió a preguntar por el paisaje y la calidad de vida. Ballenas. ¿Habían visto ballenas vivas?, preguntó, mirando de reojo y con envidia la mesa cinco.

En la mesa cinco, Dexter miraba de reojo y con envidia la mesa veinticuatro. Sylvie se había inventado un nuevo juego: poner rápidamente la mano sobre la copa de vino de Dexter cada vez que él cogía la botella, convirtiendo la larga comida en un severo test de reflejos.

–Tendrás cuidado, ¿verdad? –le susurraba cada vez que él marcaba un punto.

Él le aseguraba que sí, pero el resultado era de cierto aburrimiento, y de envidiar cada vez más la exasperante soltura de Callum. En la mesa veinticuatro, veía conversar a Emma educada y seriamente con una pareja mayor y morena, fijándose en su manera atenta de escuchar, en cómo le había puesto la mano en el brazo a él, y en cómo se reía de sus chistes, cuando no les hacía una foto con la cámara desechable, o se arrimaba para salir con ellos en la foto. Reparó en su vestido azul, de un tipo que diez años antes jamás se habría puesto; también reparó en que la cremallera de la espalda se le había bajado casi diez centímetros, y la falda se le había arremangado hasta la mitad del muslo. Fue el origen de un recuerdo fugaz, pero que conservaba una gran nitidez: Emma en un dormitorio de Edimburgo, en la calle Rankeillor. La luz del alba por las cortinas, una cama individual baja, la falda de Emma arremangada en la cintura y sus brazos por encima de la cabeza. ¿Qué había cambiado desde entonces? Tampoco tanto. Se le formaban las mismas arrugas en los lados de la boca al reír, aunque las tuviera un poco más marcadas. Seguía teniendo los mismos ojos, brillantes y perspicaces, y se seguía riendo con la boca apretada, como si se guardara algún secreto. En varios aspectos, era mucho más atractiva que a los veintidós años. Para empezar, ya no se cortaba el pelo ella misma, y había perdido algo de su palidez de biblioteca, de su estar siempre irritada, enfurruñada, mirándose los zapatos. Dexter se preguntó qué sentiría si viera su cara por primera vez; si le hubiera tocado en la mesa veinticuatro, y al sentarse se hubiera presentado. Pensó que de todos los que estaban allí, sólo habría tenido ganas de hablar con ella. Cogió la copa y apartó la silla.

Sin embargo, ya se oían golpes de cuchillo en el cristal. Los discursos. Tal como exigía la tradición, el padre de la novia estuvo borracho y rústico, y el padrino, borracho y sin gracia, además de olvidar mencionar a la novia. A cada copa de vino tinto, Emma se sentía con menos fuerzas. Empezó a pensar en la habitación de hotel del edificio principal, el albornoz blanco y limpio y la reproducción de cama con dosel. Seguro que había una de esas duchas de pie con doble entrada por las que todo el mundo andaba como loco, y un número exagerado de toallas para una sola persona. Justo entonces empezó a prepararse el grupo musical, como si la incitase a tomar una decisión: el bajista tocó el
riff
de
Another One Bites the Dust
, y Emma resolvió que era el momento de dar por concluida la velada, llevarse su trozo de tarta nupcial en la bolsa especial de terciopelo con cordón, irse a su habitación y dormir la boda.

–Perdona, ¿no te conozco de algo?

Una mano en su brazo, y una voz a sus espaldas. Dexter estaba en cuclillas a su lado, con sonrisa de borracho y una botella de champán en la mano.

Emma levantó la copa.

–Supongo que podría ser.

Empezó a tocar el grupo, con un ruido de acople, y toda la atención quedó volcada en la pista, donde Malcolm y Tilly daban pasos de baile de los sesenta al compás de su canción especial,
Brown-Eyed Girl
, girando reumáticamente las caderas con los cuatro pulgares en alto.

–Virgen santa. ¿Cuándo hemos empezado a bailar todos como viejos?

–Habla por ti –dijo Dexter, sentado al borde de una silla.

–¿Tú sabes bailar?

–¿No te acuerdas?

Emma sacudió la cabeza.

–No digo en un podio, con silbato y sin camisa; digo bailar de verdad.

–Pues claro que sé. –Dexter le cogió la mano–. ¿Quieres que te lo demuestre?

–Luego, quizá.

Ahora tenían que gritar. Dexter se levantó y le tiró de la mano.

–Vamos a algún sitio. Los dos solos.

–¿Adónde?

–No lo sé. Parece que hay un laberinto.

–¿Un laberinto? –Transcurrido un momento, Emma se levantó–. ¿Y por qué no me lo habías dicho?

Cogieron dos copas y salieron discretamente de la carpa. Fuera era de noche, y aún hacía calor. Bajo un revoloteo de murciélagos por un aire negro y estival, cruzaron la rosaleda del brazo, yendo hacia el laberinto.

–¿Qué, cómo sienta? –preguntó ella–. Que otro hombre te quite a una antigua novia.

–Tilly Killick no es una antigua novia.

–Ay, Dexter… –Emma sacudió despacio la cabeza–. ¿Cuándo aprenderás?

–No sé de qué hablas.

–Debió de ser… Déjame que piense… Diciembre de 1992, en aquel piso de Clapton, el que olía a cebolla frita.

Dexter hizo una mueca.

–¿Cómo sabes tú eso?

–Hombre, cuando salí para Woolworths os estabais dando masajes en los pies con mi mejor aceite de oliva, y cuando volví de Woolworths, ella estaba llorando, y había huellas de aceite de oliva por toda mi mejor alfombra, y por el sofá, y por la mesa de la cocina, y me acuerdo de que también había alguna en la pared. Total, que examiné atentamente las pruebas forenses y llegué a esa conclusión. Ah, también te dejaste tu dispositivo anticonceptivo en la cocina, sobre el cubo de la basura, que fue todo un detalle.

–¿De verdad? Lo siento.

–Sin contar con que ella me lo contó.

–¿Ah, sí? –Dexter, traicionado, sacudió la cabeza–. ¡Tenía que ser un secreto entre los dos!

–Ya, pero es que las mujeres hablan de estos temas. No sirve de nada hacer un pacto de silencio, porque tarde o temprano sale a relucir.

–A partir de ahora lo tendré en cuenta.

Ya habían llegado a la entrada del laberinto, hecha de setos muy bien recortados, de no menos de tres metros de altura, con una puerta de madera maciza. Emma puso la mano en el tirador de hierro y se detuvo.

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