Siempre el mismo día (5 page)

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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

BOOK: Siempre el mismo día
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–¿Sabes qué? Que a veces me parece que hemos ido demasiado lejos con lo de ser padres liberales.

–Totalmente de acuerdo. Me habéis maleado. Pásame las cerillas.

–No es muy inteligente, la verdad. Te debes de creer que pareces un actor de cine, pero qué quieres que te diga; te queda fatal.

–Pues ¿por qué fumas tú entonces?

–Porque a mí me queda sensacional. –Se puso un cigarrillo entre los labios, que Dexter le encendió con su cerilla–. Además, voy a dejarlo. Es el último. Bueno, rápido, aprovechando que no está tu padre… –Se acercó un poco más, conspiradora–. Cuéntame tu vida amorosa.

–¡No!

–¡Venga, Dex! Ya sabes que no tengo más remedio que vivir a través de mis hijos, y tu hermana es tan virginal…

–¿Está usted borracha, señora?

–Nunca entenderé que haya tenido dos hijos…

–Estás borracha.

–Te recuerdo que no bebo. –Una noche, cuando Dexter tenía doce años, su madre se lo había llevado a la cocina, y en voz baja, ceremoniosamente, le había enseñado a preparar un dry martini, como si fuera un rito solemne–. Venga, suéltalo; y no te dejes ni un detalle jugoso.

–No tengo nada que decir.

–¿Nadie en Roma? ¿Ninguna católica modosa?

–No.

–Alumnas tampoco, espero.

–Pues claro que no.

–¿Y en casa? ¿De quién son esas cartas tan largas y manchadas de lágrimas que te reenviamos constantemente?

–No te importa.

–¡No me hagas volver a abrirlas con vapor! ¡Cuéntamelo!

–No hay nada que contar.

Se apoyó en el respaldo.

–Pues me decepcionas. ¿Y aquella chica tan maja que vino unos días a casa?

–¿Qué chica?

–Una guapa, muy seria, del norte, que se emborrachó y empezó a pegarle gritos a tu padre sobre los sandinistas.

–¿Esa? Emma Morley.

–Emma Morley. Me cayó bien. A tu padre también, aunque le tratase de fascista burgués. –Dexter se estremeció al acordarse–. A mí me da igual. Al menos tenía un poco de chispa, y de pasión; no como las tontas macizas que solemos encontrarnos en la mesa, al desayunar. «Sí, señora Mayhew; no, señora Mayhew.» Piensa que por las noches te oigo ir de puntillas al cuarto de invitados…

–Estás borracha de verdad, ¿no?

–Bueno, y Emma ¿qué?

–Sólo es una amiga.

–¿Ah, sí? Pues no estoy yo tan segura. De hecho, me parece que le gustas.

–Les gusto a todas. Es mi desgracia.

Mentalmente le había sonado bien, con un toque canalla y de no tomarse en serio, pero al quedar los dos en silencio, volvió a tener la sensación de hacer el tonto, como en las fiestas en las que su madre le dejaba sentarse junto a los mayores, y él le fallaba con su presunción. Ella le sonrió con indulgencia, apretando su mano encima de la mesa.

–Sé buen chico, ¿vale?

–Ya lo soy. Yo siempre soy buen chico.

–Pero tampoco demasiado; vaya, que no te tomes lo de ser buen chico como una religión.

–Tranquila.

Dexter empezó a mirar la Piazza, incómodo.

Su madre le tocó el brazo.

–Bueno, ¿quieres otra botella de vino o volvemos al hotel, a ver cómo anda tu padre de los juanetes?

Callejearon hacia el norte, hacia la Piazza del Popolo, en paralelo a la Via del Corso. Dexter, que adaptaba el recorrido sobre la marcha para hacerlo lo más pintoresco posible, se empezó a encontrar mejor, disfrutando de la satisfacción de conocer bien una ciudad. Su madre se le colgó del brazo, algo bebida.

–¿Y qué, cuánto tiempo piensas quedarte?

–No lo sé. Puede que hasta octubre.

–Pero luego volverás a casa y sentarás la cabeza, ¿no?

–Sí, claro.

–No quiero decir que vivas con nosotros. Eso nunca te lo haría. Pero ya sabes que te ayudaríamos con la fianza del piso.

–No hay prisa, ¿no?

–Bueno, Dexter, ya ha pasado todo un año… ¿Cuántas vacaciones necesitas? Porque en la universidad tampoco es que te deslomases…

–¡Si no estoy de vacaciones, estoy trabajando!

–¿Y el periodismo? ¿No habías dicho algo de que querías ser periodista?

Lo había comentado de pasada, pero sólo para despistar, como coartada. Al acercarse a los veinte años, había tenido la impresión de que se restringían gradualmente las posibilidades. Ahora ya había varios trabajos con buena pinta –cardiocirujano, arquitecto– que le estarían vedados permanentemente, y el periodismo parecía ir por el mismo camino. No escribía especialmente bien, sabía poco de política, hablaba un francés malo, de restaurante, carecía de formación y de currículum, y sus únicas bazas eran un pasaporte y una imagen muy clara de sí mismo fumando en el trópico bajo un ventilador, con una Nikon hecha polvo y una botella de whisky al pie de la cama.

Lo que de verdad quería ser era fotógrafo, claro. A los dieciséis años había hecho un proyecto, «Texturas», lleno de primeros planos en blanco y negro de cortezas y conchas, que por lo visto había dejado «alucinado» a su profesor de arte. Desde entonces no había hecho nada que le satisficiera en la misma medida que «Texturas», con sus imágenes muy contrastadas de la escarcha en las ventanas y la grava en el camino de la casa. Ser periodista entrañaba tener que lidiar con algo tan difícil como las palabras y las ideas. En cambio, se veía capacitado para dar la talla como fotógrafo, aunque sólo fuera por lo que consideraba un sentido muy marcado de cuándo estaban las cosas en su sitio. En ese momento su principal criterio para elegir profesión era que sonase bien en un bar, gritada en la oreja de una chica, y no podía negarse que «soy fotógrafo profesional» era una frase estupenda, casi a la altura de «soy corresponsal de guerra» o «pues mira, hago documentales».

–El periodismo es una posibilidad.

–O una empresa. ¿No ibais a montar tú y Callum una empresa?

–Nos lo estamos planteando.

–Suena un poco vago lo de «empresa», en general.

–Ya te digo que nos lo estamos planteando.

Lo cierto era que Callum, su ex compañero de piso, ya había montado la empresa sin él: algo de reciclaje de ordenadores que Dexter no había tenido fuerzas para entender. A los veinticinco serían millonarios, decía y repetía Callum, pero ¿cómo habría sonado en un bar? «Pues mira, reciclo ordenadores.» No, lo más seguro era la fotografía profesional. Resolvió decirlo en voz alta, como prueba.

–La verdad es que me estoy planteando la fotografía.

–¿La fotografía?

Su madre soltó una risa exasperante.

–¡Eh, que soy buen fotógrafo!

–… cuando te acuerdas de quitar el dedo del objetivo.

–¿No deberías darme ánimos?

–¿Fotógrafo de qué tipo? ¿De desnudos? –Una risa ronca–. ¿O piensas seguir con lo de «Textura»? –Tuvieron que pararse un buen rato en la calle, mientras ella se reía, cogida del brazo de su hijo para no caerse–. ¡Todas esas fotos de gravilla! –Cuando se le pasó, se irguió y se puso seria–. Perdona, Dexter, perdona…

–Pues resulta que ahora lo hago mucho mejor.

–Ya lo sé. Lo siento. Perdóname. –Siguieron caminando–. Si es lo que quieres, Dexter, lo tienes que hacer. –Le apretó el brazo con el codo, pero Dexter estaba resentido–. Siempre te hemos dicho que puedes ser lo que quieras, a condición de que te esfuerces.

–Sólo era una idea –dijo él, malhumorado–. Me limito a sopesar opciones.

–Eso espero, porque el oficio de profesor no tiene nada malo, pero ¿verdad que no es tu auténtica vocación? Enseñar canciones de los Beatles a nórdicas apáticas…

–Hay que trabajar mucho, mamá. Además, así tengo un colchón.

–Ya… Pues mira, a veces me pregunto si no tendrás demasiado colchón.

Lo dijo mirando el suelo, en cuyas losas pareció que rebotase el comentario. Caminaron un poco antes de que Dexter contestara.

–¿Qué quería decir eso?

–No, nada; sólo lo he dicho… –Ella suspiró, y le apoyó la cabeza en el hombro–. Sólo lo he dicho porque en algún momento te tendrás que plantear la vida en serio. Eres joven, tienes salud, y feo supongo que no eres, con luz tenue… Parece que caes bien, y eres inteligente, o lo bastante inteligente; puede que no en el sentido intelectual, pero entiendes las cosas. También has tenido suerte, Dexter, muchísima suerte, y te han protegido de muchas cosas: la responsabilidad, el dinero… Pero ahora eres adulto, y es posible que algún día no sea todo tan… –Miró a su alrededor, en alusión a la callecita pintoresca por donde la había llevado Dexter–. Tan sereno. No estaría de más que te pillase preparado. Te iría bien tener más bagaje.

Dexter frunció el ceño.

–¿Qué quieres decir? ¿Una profesión?

–En parte.

–Pareces papá.

–¡Vaya por Dios! ¿En qué sentido?

–Un trabajo como está mandado, un colchón, una razón para levantarse cada día…

–No sólo eso; no sólo un trabajo. Una dirección. Un objetivo. Un poco de impulso y de ambición. Yo, a tu edad, quería cambiar el mundo.

Dexter hizo un ruido despectivo con la nariz.

–De ahí la tienda de antigüedades.

Su madre le clavó el codo en las costillas.

–Cada cosa tiene su momento. Y conmigo no te hagas el listo. –Le cogió el brazo. Reemprendieron lentamente su camino–. Sólo quiero estar orgullosa de ti. Bueno, orgullosa ya lo estoy, de ti y de tu hermana, pero bueno… Ya me entiendes. Estoy un poco borracha. Cambiemos de tema. Quería hablarte de otra cosa.

–¿Qué otra cosa?

–Huy, demasiado tarde.

Ya tenían el hotel a la vista: tres estrellas, elegante pero sin ostentación. Al otro lado del cristal tintado, en una butaca del vestíbulo, Dexter reconoció a su padre en pleno examen de la planta de un pie, encogiendo una de sus piernas largas y delgadas, y arrugando en la otra mano el calcetín.

–¡Madre mía! ¡Se está tocando los callos en la recepción del hotel! Un poco de Swansea en Via del Corso. Encantador, realmente encantador. –Alison descolgó su brazo del de su hijo y le cogió la mano–. Mañana comemos juntos, ¿vale? Mientras tu padre se dedica a tocarse los callos en una habitación oscura, salimos tú y yo solos. En alguna plaza bonita, con mantel blanco. Algo caro. Invito yo. Puedes traerme fotos de piedras interesantes.

–Vale –dijo él de mal humor. Su madre sonreía, pero también fruncía el ceño, y le apretaba un poco demasiado la mano. Dexter se inquietó de golpe–. ¿Por qué?

–Porque quiero hablar con este hijo tan guapo que tengo, y creo que ahora mismo estoy un poco demasiado borracha.

–¿Qué pasa? ¡Dímelo ahora mismo!

–Nada, nada.

–¡No os iréis a divorciar!

Se rio en voz baja.

–No digas tonterías. Pues claro que no. –Su padre los había visto desde la recepción, y se estaba levantando para tirar de la puerta donde ponía «empujar»–. ¿Cómo voy a separarme de un hombre que se mete la camisa por dentro de los calzoncillos?

–Pues entonces dime qué pasa.

–Nada malo, cariño, nada malo. –Con una sonrisa de consuelo, y una mano en el corto pelo de la nuca de Dexter, le hizo agacharse hasta que sus frentes se tocaron–. Tú no te preocupes por nada. Mañana. Ya hablaremos mañana como Dios manda.

Capítulo 3

El Taj Mahal

DOMINGO 15 DE JULIO DE 1990

Bombay y Camden Town

ATENCIÓN, POR FAVOR! ¿Podéis estar atentos? Un poco de atención, si no es mucho pedir. ¿Me podéis escuchar? Por favor. Sin tirar nada. Atentos, por favor. ¿ATENCIÓN? ¿POR FAVOR? Gracias.

Scott McKenzie se sentó en su taburete y miró a sus ocho subordinados: todos menores de veinticinco años, todos con vaqueros blancos y gorras de béisbol de la empresa, y todos muertos de ganas de estar en cualquier sitio menos donde estaban, un domingo, en el turno del almuerzo de Loco Caliente, un restaurante tex-mex de Kentish Town Road donde todo hacía honor a su nombre, la comida y la climatización.

–Bueno, a ver: antes de que abramos las puertas para el
brunch
, me gustaría repasar los llamados «platos del día», si no os importa. ¡De sopa tenemos una reincidente, la de maíz, y de segundo, un delicioso y suculento burrito de pescado!

Scott expulsó aire por la boca y esperó a que se apagaran los gemidos y las falsas arcadas. Era un hombre bajo, pálido, de ojos rojizos, licenciado en Dirección de Empresas por Loughborough, y con aspiraciones, en sus tiempos, de magnate de la industria. Él, que había llegado a imaginarse jugando al golf durante los congresos o subiendo decidido a un
jet
privado, esa mañana había sacado del desagüe de la cocina un tapón de grasa de cerdo amarilla del tamaño de una cabeza humana. Con sus propias manos. Todavía notaba la grasa entre los dedos. Tenía treinta y nueve años, y no estaban saliendo las cosas como tenían que salir.

–Viene a ser el típico burrito de ternera barra pollo barra cerdo, pero (cito) con «deliciosos y jugosos trozos de bacalao y salmón». Hasta puede que les caiga alguna gamba.

–Pues… qué horror –se rio al otro lado de la barra Paddy, mientras cortaba gajos de lima para los cuellos de las botellas de cerveza.

–Un toquecito del norte del Atlántico a la gastronomía latinoamericana –dijo Emma Morley, anudándose su delantal de camarera, y viendo aparecer a alguien por detrás de Scott: un hombre alto y corpulento, con el pelo bastante rizado y la cabeza grande, cilíndrica.

El nuevo. Los demás le miraron con recelo, sometiéndole a un repaso digno del módulo de presos peligrosos.

–Pasando a temas más agradables –dijo Scott–, os presento a Ian Whitehead, que se incorpora a nuestro feliz equipo de personal altamente cualificado.

Ian se puso la gorra reglamentaria en la cabeza, muy echada hacia atrás, y levantó un brazo para saludar, haciendo un choca al aire.

–¡Qué pasa, tíos! –dijo, con un acento que podía pasar por americano.

–¿«Qué pasa, tíos»? ¿De dónde saca Scott a esta gente? –se burló Paddy detrás de la barra, con el volumen justo para que le oyera el nuevo.

Scott sobresaltó a Ian con una palmada en el hombro.

–¡Bueno, te dejo en manos de Emma, que es nuestra empleada más antigua!

Estremecida por el elogio, Emma sonrió al nuevo como si se justificara. Él también le sonrió, apretando los labios: sonrisa de Stan Laurel.

–… y que te enseñará lo básico. Bueno, chicos, nada más. ¡Acordaos! ¡Burritos de pescado! ¡Música, por favor!

Paddy encendió el casete aceitoso de detrás de la barra. Empezó a sonar la música, tres cuartos de hora de mariachi sintético que se repetía exasperantemente, y cuyo principio no podía ser más oportuno:
La cucaracha
, doce veces cada turno de ocho horas. Doce veces por turno, veinticuatro turnos al mes, desde hacía ya siete meses. Emma miró la gorra que tenía en la mano. El logo del restaurante, un burro de dibujos animados, la miraba desde debajo de un sombrero mexicano, con cara de borracho, o de loco. Se ajustó la gorra en la cabeza y se deslizó del taburete como quien se mete en agua helada. El nuevo la esperaba sonriendo mucho, con el gesto cohibido de meter los pulgares en los bolsillos de sus blanquísimos vaqueros. Emma se preguntó una vez más qué estaba haciendo exactamente con su vida.

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