—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó meneando la cabeza—. Esta noche, Jasper estaba contento.
Me dio los mejunjes y me dijo que avisaría a la hermana para la cena.
—Yo me voy, Len. No necesitas nada más, ¿verdad?
—Sí —aventuré tímidamente—. ¿Te molestaría quitarme los zapatos?
A
la mañana siguiente entró la «hermana azul» con una enorme caja de cartón. Dentro había un traje nuevo.
—¿Quién lo ha pagado? —pregunté al ver a Jasper.
—Los ingresos del consultorio de esta semana. ¿Tú sabes lo que es ponerse de moda? Tendremos que empapelar y poner otra decoración; también habrá que aumentar el precio de la consulta. Los elegantes no se sienten curados pagando sólo tres chelines… ¿Quieres que te afeite?
—Ya lo haré yo.
Pero mi pulso andaba muy lejos de estar firme y el trabajo de navaja preferí confiárselo a él.
—¿De veras aumenta la clientela, Jasper?
—Por lo menos de categoría. Ayer atendimos al dignísimo señor Timmis.
¿Timmis? ¿Dignísimo señor Timmis?… ¡Ah! ¡Ya caigo! ¡El de la vena cortada!
—¿Quién es ese Timmis, Jasper? —pregunté.
—Aquel a quien sangraste.
—Ya lo sé; me refiero a quién es personalmente. Qué hace. En qué se ocupa. Qué cargo tiene en la ciudad. Qué misión desempeña en la vida.
—¡Pero, Len! ¿Es que no lo sabes?
Negué humillado.
—¿De veras, Len? ¡Qué plancha! ¡Si lo conoce todo el mundo!
—Ya lo sé, pero yo no.
—¡No!
—No.
Jasper se me acercó y bajó la voz:
—¡Qué plancha, Len! ¡Confiaba en que tú me lo dirías! ¡Yo tampoco sé nada de él y me da vergüenza preguntarlo!
Me puse el traje.
—Te sobra algo, pero en seguida lo rellenarás.
Me miré al espejo del palanganero. Ya no causaba ninguna mala impresión a pesar de que la blancura de la camisa que Honora me había almidonado dejaba mi rostro de color de azufre. Los pómulos recortados, los ojos hundidos en las cuencas, la nariz afilada y la espesa mata de pelo que casi asomaba por debajo de las orejas, me daban cierto aire de trasnochador, algo así como un hombre que está dilapidando su juventud en jolgorios.
Jasper me contempló unos instantes. Luego exclamó:
—¿Qué te parece si mañana nos fuésemos a casa?
Asentí inmediatamente. Él notó mi emoción y sonrió.
—Pero en plan de convaleciente, Len. No lo olvides.
Me acompañó al patio y se fue.
Entre los eucaliptos vagaba la monja alta y austera con su bandeja de infusiones aromáticas. Los niños amontonaban la gravilla y arrancaban lamentablemente los geranios del parterre para colocarlos sobre sus pequeños montículos; una «hermana azul» se dio cuenta y cariñosamente les hizo modificar el juego. El chicuelo flaco del día anterior seguía obsesionado ante la gorda figura infantil de la cascada. Recostados en la tapia, donde el sol daba de lleno, había dos mozos; uno de ellos se mareó y lo acompañaron arriba; mirándole estuve muy cerca de marearme yo. Hacia las doce bajaron a Loretta y la colocaron en el banco de granito; estábamos muy distantes, pero sus ojos verdes me hallaron en seguida.
Eché a andar lentamente; di la vuelta en busca de la pila de piedra y el agua de nieve. Me recosté en el brocal y contemplé por espacio de mucho tiempo las burbujitas que motivaba el delgado y transparente hilo. Era imposible vencer la tentación de acercar los labios. Con tiento, procurando no mojarme el traje nuevo, incliné la cabeza. Mientras bebía vi de refilón la silueta de la esbelta religiosa que se acercaba. Saqué la cabeza de entre la hiedra y me volví. Me hallé inesperadamente ante la señorita Greene.
—Buenos días, doctor Barker.
Me quedé mirándola, sin hablar. Un suave airecillo revolvía el «Extrait de Nard» y yo lo percibía a rachas.
No sé hasta cuándo se habría prolongado mi mudez de no realizar un esfuerzo sobrehumano.
—Buenos días, señorita Greene.
Me tendió la mano sonriendo.
—¡Por fin le tengo, doctor! Incluso he mirado dentro del surtidor por si se había caído allí.
Repasó mis facciones y exclamó entusiasmada:
—¡Tiene usted un aspecto magnífico! ¡Ha perdido por completo aquella terrible palidez!
¡Dios mío, debía de estar rojo hasta las orejas!
—Es porque he paseado por el sol… Muy pronto volveré a quedarme amarillo como el azufre.
Estuvimos unos instantes sonriendo los dos sin saber qué decir. Por fin ella comentó la belleza de la fuente escondida en los colgajos de hiedra.
—Parece una pila bautismal, ¿no es cierto? Todo tiene un aire religioso aquí. ¿Quién construyó este convento?
Tuve que confesar que no lo sabía, a pesar de lo ridículo que resulta para un hombre ignorar lo que le pregunta una mujer.
Su larga mano, más fina y cérea que la de la monja, se acercó al chorrillo de agua y lo quebró.
—Basta tocarla para que entre frío —dijo estremeciéndose.
Salimos del sombreado rincón y buscamos el sol.
—Antes de utilizar este edificio como hospital, era ocupado por ancianos y huérfanos, ¿no es eso, doctor?
—En efecto.
Hablamos del convento hasta llegar a los eucaliptos. Cuando me preguntó si los dentículos de la cornisa eran jónicos, tuve que decir que no lo sabía, y cuando me preguntó qué comunidad religiosa había habitado Saint-Constantine en la antigüedad, hube de reconocer que tampoco lo sabía. De este modo conservé mucho rato el calorcillo que me había dado el sol.
Durante el paseo mantuve continuamente los ojos fijos en el suelo, mirando nuestras sombras. Aparecíamos tan alargados que movíamos a risa. Ella parecía una de aquellas lánguidas siluetas que dibujan en las revistas de modas femeninas; yo, un palo vestido. De vez en cuando, el aire arremolinaba el velo negro que ella llevaba y a mí me alzaba un penacho sobre la frente. Me daba prisa en aplastarlo; temía que, poco a poco, mi cabeza cargada de cabello fuera adquiriendo trazas de plumero.
La invité a sentarse junto a la cascada.
—Unos minutos tan sólo, doctor. Es muy tarde; mamá se habrá levantado y se preguntará adónde he ido.
—¿Se halla indispuesta su señora madre?
—No, no; se levanta siempre a esta hora. En casa yo soy la más madrugadora. A veces ya estoy en pie a las once de la mañana.
Vimos pasar a Jasper por los claustros del primer piso. Iba con la blusa blanca y llevaba el estetoscopio colgado al cuello. Conducía cuidadosamente al mozo que se había mareado y ambos desaparecieron por la galería.
La señorita Greene y yo le seguimos con los ojos y, al perderle de vista, nos quedamos sin saber adónde mirar. Ella se echó atrás el velo negro con un altivo movimiento de cabeza; pero me dio la impresión de que había intentado alejar el rubor que teñía sus mejillas. Nunca la había visto sonrojada; no formaba parte de su temperamento. Era un detalle desconcertante, como su perfume y su pañuelo de encajes.
Se alisó la falda y murmuró:
—Jasper me ha dicho que mañana podrá usted ir ya a su casa.
Oír que llamaba a mi amigo por su nombre de pila me produjo una sensación indefinible. Ella se quedó mirándome fijamente, bailoteándole la risa en los ojos, como si se hubiera revelado aquella intimidad adrede. Me quedé azorado leyendo su pensamiento con toda claridad: «¿Qué aguarda para felicitarme? ¿Acaso la presentación oficial?»
Pero me fue imposible articular una sola palabra.
La señorita Greene bajó los ojos defraudada y en un tono casi seco exclamó:
—Jasper me habla siempre de usted. ¿No le ha hablado de mí alguna vez?
Su velo negro ondeó ante mis ojos y creí que me hundía en la oscuridad de una pesadilla.
—Sí; me habló de usted… pero no era necesario… El nardo se prendió en su ropa y supe que la había abrazado.
La señorita Greene se puso en pie rígida. Automáticamente, también me levanté. Estuvimos mirándonos por espacio de mucho tiempo. Sus oscuras pupilas se hundían en las mías y sus finas cejas se arqueaban.
Lentamente, muy lentamente, dije:
—Ahora adivina, ¿no es eso? Ahora ve la verdad reflejada en mi rostro, como aquella tarde en que fui a visitarla…
Sentí una opresión dolorosa en el pecho. Los eucaliptos empezaron a girar a mi alrededor.
—En mi expresión, en mi mirada, en cada uno de mis rasgos lo llevo dibujado…
Conturbada, perpleja, asintió.
—¡Señorita Greene! Tal vez no debería decírselo en estas circunstancias… pero no puedo ocultarlo… —apreté los dientes—. No puedo ocultar que me siento muy mal… que estoy al borde de un colapso cardíaco, que hago inauditos esfuerzos para atenderla, pero no puedo… Ni siquiera sé lo que digo… No puedo más. Perdóneme.
Huí hacia la escalera tambaleándome. La señorita Greene, desconcertada, corrió a mi lado y me cogió del brazo para ayudarme a subir.
—¡Jasper! —gritó—. ¡Jasper!
Estridentes silbidos me ensordecieron. La escalera dio una vuelta y perdí pie. Me agarré a la balaustrada, encerrando, sin querer, a la señorita Greene entre mis brazos. Su corazón palpitó tumultuosamente junto al mío y su velo negro me envolvió el rostro.
El intenso perfume de nardo me quitó las últimas fuerzas que me quedaban.
A
brí los ojos casi instantáneamente. Sólo vi la bóveda claustral sobre mí. Los fuertes brazos de Jasper me sostenían y el traqueteo de sus firmes pisadas sacudían mis miembros desfallecidos. Una mano fría y suave me sujetaba la cabeza para que no me colgara.
Se abrieron puertas y se percibieron pisadas rápidas y crujidos de hábitos.
Me dejaron sobre el lecho de mi cuarto. Quedé inmóvil, jadeando como si hubiera corrido, mirándoles a todos y sin poder decir palabra.
La hermana «Cara de luna» cargaba una jeringuilla apresuradamente. Jasper me desabrochaba la ropa y me aflojaba el cinturón. La señorita Greene me echaba atrás el penacho de cabellos.
—¿Se te pasa ya, Len? —dijo Jasper. Me hizo incorporar cuidadosamente y añadió—. Echa atrás el brazo. Voy a quitarte la chaqueta.
—¿Te ayudo, Jasper? —murmuró quedamente la señorita Greene.
—Tira de la manga.
Las céreas manos manipularon con delicadeza. Luego Jasper me arremangó la camisa y me puso la inyección en el brazo.
—Descansa un poco ahora.
Me quitó los zapatos, me echó una manta a los pies y entornó los postigos. Cogió del brazo a la señorita Greene y le dijo:
—Vámonos, Deborah.
«Se llama Deborah… se llama Deborah… se llama Deborah… »
A
lexander entró de puntillas.
—No te apures, estoy despierto.
—¿Qué ha sido, Len?
—Nada. Me mareé. Abre los postigos.
Me senté en la cama y me abroché el cinturón.
—Acércame la chaqueta. ¿Qué te ha dicho Jasper? ¿No me dejará ir a casa?
Me puse los zapatos y me acerqué al espejo.
—¿Tú me ves de muy mal aspecto? ¿No dices nada, Alexander?
Me volví, extrañado de su silencio. Estaba inmóvil en medio del cuarto; cogía mi chaqueta y la acercaba paulatinamente a su nariz. El color iba desapareciendo de su cara, resaltándose las fruncidas cejas negras.
Sonreí.
—¿Huele a nardo, Alexander?
Me alargó la chaqueta rápidamente, envuelto en la mayor confusión. Me acerqué a él y le puse ambas manos sobre los hombros.
—¿Qué sospechas? ¿Que le quito la novia a Jasper?
Toda la sangre le afluyó al rostro.
—Ya sé que no —dijo. Volvióse y exclamó—. ¿Sabes que el doctor Garrett nos deja?
Me puse delante de él.
—Iba a caerme en la escalera y ella me sostuvo hasta que llegó Jasper.
Esbozó una avergonzada sonrisa y siguió hablando del doctor Garrett.
Fuimos al encuentro de Jasper para suplicarle que no modificara el plan de llevarme a casa al día siguiente. Por el camino le dije a Alexander:
—¿Sabes quién es ese dignísimo señor Timmis que ayer fue a nuestro consultorio?
—No le hagas esa pregunta a nadie, Len. Te tomarán por un ser rústico.
—Ya, ya; pero, ¿quién es?
—Lo siento; yo soy un ser rústico.
En adelante no nos preocuparemos más del señor Timmis, lector. Haríamos el ridículo.
Preguntamos por Jasper a la hermana portera después de haberle buscado por todos los departamentos de la casa.
—Está en el despacho —nos dijo—. Unos señores han preguntado por él.
A través de la puerta del despacho se percibía la enérgica conversación que sostenían, mas no podía entenderse una sola palabra. Me picó la curiosidad y, casi al oído, le pregunté a la portera qué nombre habían dado los señores. La vieja hermana me miró por encima de las gafas y, con voz de trompeta, de modo que incluso debieron de oírla los visitantes, exclamó
—La señora Massey, del asilo Massey, y su señor hermano.
—Vendrán a por Loretta —dijo Alexander—. Jasper les escribió.
En aquel instante, la lánguida figura de la chicuela de ojos verdes apareció por la escalera, acompañada de la monja que ya nunca la desamparaba. Bajó con pie inseguro, vacilante. Pasó con la cabeza gacha, abrumada como si la llevaran al cadalso. La monja la empujó hacia el despacho.
Cuando se hubo cerrado la puerta tras ellas, me di cuenta de que a Alexander se lo había tragado la tierra. Di una vuelta, desconcertado.
—Estoy aquí, Len.
La voz provenía de detrás de una pilastra. No supe si se escondía por Loretta o por la monja, pero no pregunté nada.
—¿Tú crees que ya se la llevarán, Len?
—Dejarán que se restablezca; será sólo para identificarla.
En aquel momento, dentro del despacho se desencadenó un llanto convulso, desesperado.
El rostro de Alexander se relajó como si todos los músculos hubieran perdido la vitalidad. Entreabrió los labios, pero no emitió palabra alguna. Lentamente traspuso el desnudo vestíbulo y salió por la galería. Le seguí. Vi que se recostaba en la balaustrada. Unía las manos y miraba por encima de las copas de los eucaliptos… Guardaba la misma actitud que cuando se arrodillaba ante el San Roque de su cabecera.
Lo dejé solo.
E
l día siguiente llegó. Me desperté temprano, aguijoneado por la idea de la marcha.
Jasper no estaba en el convento, pero había dejado órdenes concretas al doctor Lee y a la «Cara de luna». Entre ambos, y con no poco ruido, introdujeron un enorme barreño en el cuarto. Lo llenaron de agua hirviente y me indicaron que me metiera en él, según las reglas de desinfección prescritas por mí en unos folletos repartidos entre los ciudadanos, donde constaba que todo convaleciente de enfermedad transmisible debía darse un baño jabonoso antes de abandonar el hospital.