Siempre en capilla (25 page)

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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Siempre en capilla
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«Todo cuanto la roza huele a nardo…»

Y volvía a sentir apretada sobre el pecho la revuelta cabeza de mi amigo.

De sopetón se abrió la puerta del cuarto y el gigante rubio apareció en el umbral. Nos quedamos mirándonos como si llevásemos años sin habernos visto. Lentamente se acercó esbozando una débil sonrisa. Estaba dolorido aún por su ruda caída en la servidumbre del amor. Cogió una silla y se sentó pesadamente, haciendo crujir los listones. Me miraba los labios, recelosos, temerosos de que apareciera en ellos una risita socarrona. No los despegué. Fue tranquilizándose paulatinamente. Y de pronto recordó que había venido como médico. Me tocó la frente. Su mano ardía.

—Estás frío, Len —me tentó los pies, y se volvió hacia la «Cara de luna»—. ¿No hay otra manta?

—Entregamos media docena a los desinfectadores, pero iré a ver, doctor.

Salió, presurosa.

—¿No te fastidiará, verdad, Len?

—No lo creo.

—¿No tienes ganas de levantarte hoy?

—¿Puedo?

—Naturalmente. Son las diez y media; si te parece, aguarda hasta las once. ¿Te sientes resfriado?

—No, no; estoy bien.

—El patio está caldeado… no es necesario que te pongas tantas camisetas.

—Se me caerán los pantalones.

—Te he traído unos tirantes.

—Me pondré las de franela y suprimiré la de Alexander, ¿qué te parece?

—Me parece bien.

—La lana es un poco áspera, ¿sabes?

—Pica, ¿eh?

—Es por ser nueva.

—Y ordinaria.

—Lavada se ablandará.

—Quizá.

—Veremos.

Se produjo un silencio, pesado, embarazado, horrible. Pero era mejor que el asunto de las camisetas.

De pronto resonó en el cuarto una voz extraña, desconocida, sumamente pausada y serena. Era la mía.

—¿Cómo ocurrió, Romeo? ¿Quieres contármelo ya o prefieres seguir versando sobre la calidad de las prendas interiores?

Sonrió, confuso. Pero habló inmediatamente, a borbotones, satisfecho.

—¡Es extraordinario, Len! Ni yo mismo me lo explico. Iba a diario, mientras estaba enferma. Seguí yendo en la convalecencia. Días y días. Fastidiado por tanto perfume, con enojo, con rabia. Días y días. De sopetón me pregunté por qué iba si ya estaba curada. Me irrité y no volví más. Eso fue después de la visita que te hizo. Cinco días sin verla. Y no me acordaba de ella, te lo juro. Ayer tarde me urgía ir al laboratorio de Análisis; salí apresurado, corría por el camino. Y no sé cómo fue, te lo juro: me hallé llamando en casa de los Greene. Estaba irritado. Me introdujeron en el salón. Apareció ella, altiva, enfadada. El nardo aumentó mi furor. «¿Cómo está usted?» «Perfectamente, doctor, gracias.» No recuerdo, te lo juro, no recuerdo quién se acercó el primero. De golpe y porrazo estaba en mis brazos y yo la besaba una y otra vez sin saber siquiera cómo se hacía.

Sus ojos grises, casi azules, despedían llamas.

—¿Sabes desde cuándo la amaba? ¡Santo Dios, Len! ¡Ahora me doy perfecta cuenta! ¡Desde que me pidió el suero! ¡Me dio un retruque ahí dentro!… Quisiera casarme con ella inmediatamente. Pero me da frío hablar con su padre.

—Nunca en la vida te habías acobardado ante nada.

—No me comprendes, Len. Temo dar ese paso porque sé de cierto que voy a hundirle la mandíbula de un puñetazo.

—¡No pierdas los estribos, por Dios!

—Me aborrece, me detesta.

—Aguántate. Antes de hablarle, completa tu trabajo, triunfa plenamente, sitúate. Preséntate ante él cuando puedas arrojarle un fajo de dinero a la cara.

—Me odiará más. No resiste que salga adelante. Le aterra que el suero dé buenos resultados, porque él no lo quiso para su hijo. Ésa es la causa.

No supe qué objetar. Yo mismo hubiera deseado hundir la mandíbula del ricacho.

Entró Alexander y notificó a Jasper que abajo preguntaba por él un ayudante del profesor Todd, del laboratorio de Análisis. Al parecer, desde el día anterior le estaban aguardando con un cultivo del
Bacterium difteriae
expuesto en el microscopio.

Por el rostro de Jasper pasó una gama de colores. Se fue sin decir ni pío.

Alexander se apoyó en los pies de la cama y me enfocó sus ojos limpios. Estuvo contemplándome sin trazas de despegar los labios hasta que me puse nervioso.

Siguió callado. Sus espesas cejas negras se encogían lentamente.

—¿Qué es lo que estás pensando?

No replicó.

Poco a poco fui incorporándome, obsesionado por aquellas pupilas que mansamente socavaban, penetrando en todas partes.

—Alexander… habla… ¿Qué piensas? ¿Qué estás pensando?

Quedé arrodillado sobre la cama. Le así por el brazo. Apreté los dedos con toda la fuerza que me permitía mi estado. Debí de hacerle daño. Pero siguió imperturbable.

Le solté. Quedé rendido, con la cabeza caída sobre el pecho y los ojos bajos.

—Está bien —dije al fin—. Por lo menos, no la perdí por no ir bien afeitado y bien relamido. Te lo agradecí mucho, Alexander.

No le veía; sólo sentí que me daba palmaditas en la base del cráneo. Luego me tiró de la camisa para que me estirara. No hubo más palabras.

T
res niños, dos adolescentes, un hombre de mediana edad y yo, paseábamos por el patio como muertos ambulantes. Buscábamos alternativamente la sombra y el sol, según nos entraba calor o frío. Me senté en el banco de granito rodeado de rosales sin hojas y sin flores. Al poco rato se acercó el doctor Lee llevando en brazos a una jovencita que colocó a mi lado.

—Buenos días, amigo Barker. Tiene usted mejor aspecto, ¿eh? Dejo aquí a esta chica para que le acompañe. Es la más bonita que he hallado.

Rió campechanamente. En un tono distinto, añadió:

—En seguida bajará una hermana.

Preguntó a la jovencita si estaba bien y aguardó la respuesta durante un buen rato. Como no llegara, alzó los hombros.

—Es que tiene frío y la deslumbra el sol —dije yo, anudándole la bufanda y poniendo la mano de pantalla.

Lee sonrió.

—Tiene usted algo de nuestro anciano Garrett —dijo—. Comprende a los enfermos con sólo mirarlos.

Nos dejó en aquel macizo banco de granito que parecía una burla a nuestro peso mezquino.

La jovencita no sabía qué hacer de su cabeza de plomo. Apoyé el codo en el respaldo para que ella pudiera recostarse en mi brazo. Lo hizo así dirigiéndome una aturdida mirada de agradecimiento. Vi unas pestañas espesas como un fino cepillo y unos ojos verdes y grandes, muy desproporcionados para su carita flaca y pequeña como la mano cerrada. El pelo, de color de espliego seco, estaba cortado a tijerazos; tan corto, que se le ponía tieso y arremolinado como el de un rapazuelo. No sé quién cometió aquel desastre. Por el cogote le pendía una cinta que había rodeado la cabeza en un intento de darle aire femenino. Iba embutida en un abrigo apolillado que tuvo las solapas de piel y ahora quedaban medio peladas como un cuero cabelludo enfermo. Allí hubieran caído bien unos tijeretazos.

—¿No se te pasa el frío, pequeña?

Negó, aturdida. Tiritaba y escondía ambas manos en un solo bolsillo medio descosido, apuntado con imperdibles. Le tomé la diestra y la metí dentro de mi chaqueta, junto a mi chaleco de lana.

—Abrígala ahí.

Subieron las pesadas pestañas y recibí otra mirada de agradecimiento.

—¿Cómo te llamas, pequeña?

—Loretta.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintidós

Me quedé de una pieza. Su cabeza sobre mi brazo y su mano junto a mi chaleco me hicieron sonrojar; me moví inquieto tratando de apartarme un poco, pero ella, aturdida y creyendo que quería acogerla más, pasó la cabeza por debajo de mi brazo y sé me recostó en el pecho apretujándose, estremecida. ¡Pobrecilla Loretta!

Temí que llegara la hermana y echara a volar el pensamiento. Mantuve el brazo tieso para no abrazarla y alcé la barbilla a fin de no rozarle la frente. Su pelo corto me cosquilleaba el cuello. Se arrimó más. Hurgó dentro de mi chaqueta y, ¡madre mía!, sentí sus brazos rodeándome la cintura. Luego vino la tercera mirada de agradecimiento. Los ojos verdes semivelados chisporrotearon. Me quedé atontado. Pobrecillo Len.

Desenrollé los flacos brazos que ceñían mi flaco cuerpo y devolví aquellas manos al bolsillo de los imperdibles; amontoné sobre el banco de granito el conjunto de huesos embutidos en el abrigo pelado y me alejé vigilando con el rabillo del ojo que la débil cabeza de rapazuelo no se viniera abajo antes de que la «hermana azul» llegara para prestarle apoyo.

Busqué la sombra de un eucalipto, junto a la pequeña gruta artificial donde un rollizo niño de piedra, con las mejillas hinchadas y los labios en bocina, escupía un hilo de agua transparente como el vidrio.

Vi que en los botones de la bocamanga se me había quedado prendida la cinta de Loretta. Mientras la desenredaba, el anciano doctor Garrett me palmoteó la espalda.

—¿Qué es eso, Barker? ¿Una cinta de mujer? ¡Malo!

Sonreí. El viejecillo era capaz de gastar una broma tras otra sin que su pensamiento dudara nunca de nadie. Se sentó a mi lado con el blanco cabello alborotado, como un halo, y recogió un botón de mi bocamanga, que acababa de salir disparado.

—¿Cómo se lió tan bien, Barker?

Reí.

—La tuve abrazada.

—Vi desde arriba cómo te asustabas.

Se me heló la risa.

—Haces bien en guardarte de esa lagartija, muchacho. ¡Ya la verás cuando tenga veinte años!

—Me dijo que tenía veintidós.

—Se añadió seis. Es un caso de coquetería precoz. Cuando acababan de operarla pidió un espejo y un lazo para adornarse. Hoy le han lavado la cara y han salido polvos, colorete y demás mejunjes. Nadie sabe de dónde los saca.

Seguimos hablando durante un rato. De pronto me notificó que se iba de Saint-Constantine.

—Aquí la epidemia toca a su fin, y a mí me queda mucho que hacer todavía.

—¿Sigue en su clínica de Londres?

—Seguía. No volveré allí.

Hurgó en el bolsillo y sacó un
The Times
doblado. Me lo alargó con la uña del pulgar clavada en un encabezamiento.

Fiebre amarilla en Bogotá. Más de mil casos diarios. El doctor Fichte, víctima de la enfermedad, fallece en su hospital de Girardot, rodeado de ciento quince atacados.

Alcé los ojos impresionado. La arrugada cara del anciano resplandecía; el halo de su cabello y de su barba le llenaba de claridad.

Contaba setenta y ocho años y se iba a Colombia, al otro lado del mundo, a través de aquel mar de las Antillas que había transmitido el veneno de sus costas hasta Bogotá y hasta las venas del malogrado doctor Fichte.

—¡Logró morir entre ellos! —susurraron los viejos labios.

Y entonces comprendí con qué esperanza perseguía las epidemias. Y comprendí que alguna vez se cumpliría su afán. Con paso inseguro se acercó un chiquillo convaleciente y se quedó subyugado mirando al gordinflón de piedra que echaba agua por la boca, en el surtidor. Debió de darle vértigo tanta lozanía. Se tambaleó; sus piernas de palo se doblaron por el prominente nudo de la rodilla y se cayó. Se echó a llorar desconsolado, mirándose las palmas de las manos raspadas por la gravilla. Traté de acudir en su ayuda, pero el anciano, mucho más ágil que yo, le cogió en brazos y se lo llevó susurrándole festivas palabras y soplándole la piel mortificada. Seguí sentado en el mismo rincón. La mañana se deslizaba lentamente. Se me acercó una joven religiosa francesa llevando una bandeja; me ofreció una infusión de olorosas hierbas. Cogí una taza y le di las gracias. Se alejó con su toca de paloma y su hábito negro. Era una figura alta y austera.

Cogí un guijarro redondo y lo arrojé al surtidor para oír el «gloc» del agua. No oí el «gloc» porque erré la puntería. Volvió a mi mente la figura alta y austera, pero ya no llevaba la toca de paloma, sino un sombrero de terciopelo negro en forma de plato; pendía un velo a su espalda… ¿Es que iba a recordármela cualquier forma de mujer?

Me pasé la mano por la frente una y otra vez.

—¿No se borra el pensamiento, Leonard?

La voz de Alexander había sonado casi en mi oído. Me volví y le vi detrás de mí, recostado en el eucalipto.

—¿Estás espiándome?

Afirmó sonriendo. Luego, se sonrojó. Tomó asiento a mi lado y empezó a buscarse algo en los bolsillos.

—¡Es curioso! El inspector Wyatt me ha dado un cigarro puro para ti, y lo he perdido.

—¡Tanto mejor!

—Se interesa por tu estado mucha gente, Len… El otro día, precisamente, fui por una micrografía a la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger, y me salió al paso una enfermera blanca y almidonada, con unos ojos muy azules. Me preguntó ansiosamente si ya habías salido de peligro. Bonita, Len.

Capté su buena intención y guardé silencio.

Jugueteé con el botón que se me había caído de la bocamanga y exclamé

—Deberías traerme la otra chaqueta. Ésta se cae de vieja.

Bajó la cabeza con un bochorno inexplicable.

Cogió un guijarro y lo echó al agua nerviosamente: «¡Gloc!»

—Verás, Len… la otra chaqueta… en resumen: ya no tienes otra chaqueta.

Le miré sin comprender.

—¿Y la que me desinfectaron?

—Ni chaqueta, ni pantalones, ni chaleco, ni camisa, ni ropa interior, ni zapatos, ni calcetines, ni capa, ni sombrero. Sólo abrigo. Te queda el abrigo y lo que llevas puesto. Lo demás… hazte cargo, Len… Martino no podía irse desnudo.

Pestañeé atónito.

—Pero ¿y lo vuestro, Alexander?

—Yo le di unos puños y Jasper una corbata.

—Ya entiendo. Estabais convencidos de que no me sería posible reclamarlo, ¿eh?

—¡Calla!

Su mano me tapó la boca rudamente. Tan rudamente que mis labios dieron contra los dientes y noté sabor de sangre. Alexander no se dio cuenta de que me había hecho daño.

—No pude darle lo mío —dijo a media voz— porque sólo tengo lo que llevo puesto. En cuanto a lo de Jasper, le venía grande de un modo ridículo.

—¿Os fue posible proporcionarle algún dinero?

—Muy poco. Óyeme, Len: Honora vendrá a verte esta tarde. Quiere traerte una torta de anís. No vino antes porque…

—Porque están sus nietos aquí y la vuelven loca. Me lo dijiste. Dime: ¿tienes reparo en seguir hablando de Martino?

Sus negras cejas se encaramaron en su centro.

—Quisiera, Len, que los tres nos olvidáramos completamente de él. En realidad, Martino ha dejado de existir… Para nosotros sólo debe tener vida Ptolemy Dean.

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