—¡Len, Len! ¡Viste morir a Jennie! ¿Acaso fue mejor aquella visión?
Se dejó caer en una silla y hundió la cabeza entre las manos. Su voz sonó cortada, desconocida:
—Debiste venir conmigo esta noche. Les aterra perder a sus hijos, pero se niegan rotundamente a que los emplee como conejillos de Indias. Preguntan… ¡Preguntan y yo no puedo responder! ¿He de decirles que mi suero tan pronto cura a las ratas como las mata, que ha sacrificado a un mico sin explicación y que a pesar de todo sigo creyendo que curará a un ser humano? ¿He de decirles esto?
Entró Alexander. Él mismo hizo aspirar el éter a Martino. Éste abrió los ojos casi instantáneamente. El estupor que acompaña al síncope dio tiempo a que Alexander preparase la situación. Le friccionó las sienes suavemente, mientras murmuraba:
—Manténgase quieto… respire hondo… así… no haga ningún esfuerzo… óigame, Martino, deseamos hablarle formalmente… ¿Está usted dispuesto a escuchar sin excitación…? No se mueva… respire, respire… así, bien…
Le indicó a Jasper por señas que se acercara y éste obedeció.
—Martino desea ponerlo todo en claro de una vez. Dile lo que sea necesario, Jasper.
—Está fatigado. No sabrá siquiera lo que le digo.
—Sí lo sabrá; ¿verdad, Martino?
El aludido asintió.
Jasper se sentó frente a él y estuvo varios minutos sin saber qué decirle. Por fin, exclamó titubeando:
—Tiene usted dos caminos… Puede escoger, Martino, el que mejor le parezca… No soy yo quien ha provocado la situación, sino una serie de hechos imprevistos… Hasta hace muy poco no me enteré de que fuera usted un perseguido de la justicia. Y como no quiero que en nada de cuanto le diga pueda ver trampa o engaño, voy a suplicar a mi amigo que le detalle sucintamente de qué modo averiguó lo que sabe de usted. ¿Quieres hacerlo, Len?
Un derrame cerebral no me hubiera producido mayor estupor.
—¿Quieres, Len? —insistió Jasper.
Pestañeé, me humedecí los labios y empecé a relatar la historia rápidamente, con precisión maquinal. De repente me di cuenta de que ya había terminado.
Martino parecía intrigado; no adivinaba el motivo que guiaba a Jasper y le miraba con sumo recelo.
—¿Por qué impidió que me denunciara? —preguntó—. ¿Qué quiere proponerme?
—Que se deje inocular una enfermedad. Necesito ensayar un suero curativo.
El silencio llenó la estancia. La incógnita de la reacción de Martino nos mantuvo a los tres sin respirar. Se quedó meditativo, quieto como una piedra. Ni siquiera se movían sus dedos teñidos de amarillo. Sólo su pensamiento debía de agitarse.
—¿Y qué, si acepto? —dijo por fin.
—Puede ocurrir que muera más lentamente y con mayor dolor que en el patíbulo. O puede ocurrir que se cure.
—¿Y si es esto último?
—Le facilitaré el modo de salir de Inglaterra.
—¿Cómo sabré que cumplirá su palabra?
—Mi propio interés en que se vaya es una garantía. Soy un encubridor entre tanto.
Los ojos oblicuos se aguzaron.
—Eso indica que me convertiré en un peligro para usted. Le sería provechoso y fácil que yo desapareciera más definitivamente, una vez obtenidos los resultados.
Jasper se puso en pie como movido por un resorte.
—Se olvida, Martino, de que aquí el asesino es usted. Persigo un fin humanitario, y para ello me valgo de medios ilegales, falto a mi deber de ciudadanía, comprometo mi integridad profesional y abrumo mi alma con el peso de gravísimas responsabilidades. Pero pienso seguir fiel a una palabra.
El asesino se enjugó la frente con el revés de la mano, se movió inquieto y preguntó:
—¿Cuál es esa enfermedad?
—Difteria, crup.
El pavor hizo presa en aquella cara demacrada.
—Prefiero la horca —murmuró.
—¡Mi suero detendrá la enfermedad!
—¡Prefiero la horca!
Jasper apretó los dientes y palideció; sus puños se enterraron en lo hondo de sus bolsillos para no descargarlos contra Martino.
Se hizo un silencio violento. Ninguno osaba romperlo por miedo a provocar un cataclismo. Lentamente, Jasper se volvió hacia mí, y en voz muy queda dijo:
—Ya, Len.
—¿Qué quieres decir?
—Que cumplas con tu deber. Avisa al inspector de policía.
Salí de la habitación arrastrando los pies, indeciso, atónito. Bajé la escalera maquinalmente. El reloj daba las tres y sus campanadas se hundían en mi cerebro. El pabilo del quinqué se había consumido y no alumbraba más que la cornucopia. A tientas busqué la puerta de la calle. Abrí y una ráfaga fría me echó atrás los cabellos.
—¡Len!
La voz de Alexander me detuvo. Le oí bajar las escaleras estrepitosamente.
—¡Len, detente!
Se plantó frente a mí, jadeando. En la penumbra veía el brillo de sus dientes, pero no pude adivinar si sonreía.
—¡Martino acepta la proposición!
No dije ni hice nada. Sentí que me cogía por el brazo, me hacía entrar y cerraba la puerta.
—Óyeme, Len: él se aviene al trato, pero Jasper quiere que tú decidas lo que hay que hacer.
—Pero, ¿y tú? —exclamé absolutamente desconcertado—. ¿Y tú, Alexander? ¿No tienes opinión propia? ¿No expones tu criterio, no dices nada? ¿Por qué obedeces sin voluntad, sin protesta, sin una objeción? ¿Por qué te callas?
—Tendrás que aceptar una sola explicación, Len: estoy en todo de acuerdo con Jasper.
—¿Y tu creencia… tu… tu religión, no te dice…?
—Sí, Len. Me dice que también hay remedios para el alma. Cada uno puede probar.
Alexander nos trajo café muy caliente, que Jasper y yo apuramos afanosamente. Martino pidió ron, pero se le sirvió agua de melisa con unas gotas de éter. Fue sometido a un minucioso reconocimiento. Jasper le hizo desnudar mientras él llevaba una muestra de sangre al laboratorio. A causa del brazo herido yo le ayudé a desprenderse de sus deslucidas ropas, que olían fuertemente a brea. A pesar de hallarnos en pleno invierno no llevaba más abrigo que una delgada prenda de tricot, agujereada. Debió de ser roja en su color primitivo y por más detalles, debió pertenecer a una mujer. No me emocionó ver tanta miseria. El atuendo de nuestra clientela era igual.
El movimiento le producía vivo dolor y tuvimos que suspender la tarea varias veces. Le abrí la camisa por las costuras para evitar el frote y, al tirar de ella, cayó al suelo una moneda del tamaño de una guinea. Nos agachamos los dos, pero yo la recogí. No tuve tiempo de verla porque me la quitó de la mano rápidamente. No era una moneda corriente; su tacto me recordó la medalla que obtuve en la Universidad por ser el mejor estudiante de clínica médica. La guardó en su mano cerrada y allí la olvidé.
Desnudo, naturalmente, parecía más escuálido que vestido. Era delgado y de piel cetrina cubierta de vello. Le miré y tuve la desgracia de pensar en
Doroteo
. Es curioso que el hombre, visto en su forma más natural, adquiera tan terrible semejanza con una bestia.
Clareaba cuando Jasper dio por terminada su tarea. Martino estaba sano. Era el prototipo de los que se entregan a toda clase de vicios y mueren viejos en plena juventud, pero la larga permanencia en la cárcel le había preservado. Ahora poseía un corazón capaz como para resistir los veinticinco años de condena que todavía le faltaban. Sufría, no obstante, una terrible alteración nerviosa. La pérdida de sangre en su falso intento de suicidio, las malas comidas y los frecuentes vasos de ron, habían contribuido a dejarle en un estado crítico, pero él aseguraba que se encontraba bien. Trataba por todos los medios de aparentar fortaleza. Creo que se había encariñado ya con la idea de contraer la difteria y temía que su decaimiento físico fuera un impedimento. A pesar de todo, vacilaba y buscaba en torno suyo un punto de apoyo cada vez que se veía precisado a ponerse en pie.
Era totalmente imposible inocularle la enfermedad en aquel estado. Pero Jasper ya lo había previsto. Le hizo sentar, le rozó la piel con la lanceta, le aplicó una gasa humedecida en pura y simple agua destilada, y exclamó:
—A partir de este momento no puede moverse de mi lado.
La mirada de Martino se desvió frenéticamente hacia la pared. Sentí una súbita piedad por él, al verle tan asustado. Alexander salió de la estancia. Incluso Jasper se revolvió inquieto y susurró:
—De todas maneras, la incubación será larga y no experimentará molestia alguna hasta transcurridos varios días; quince como mínimo. Luego será todo breve y a mi juicio fácil.
É
sta fue nuestra primera noche pasada en blanco.
Despuntó el sol y penetró por todas las rendijas de los postigos.
El asesino se había dormido profundamente en la cama de Jasper, que pasaba a ser la suya a partir de aquel momento.
El «trío milagroso» se aguantaba en pie aún. Habíamos probado de echarnos y cerrar los ojos para saber si en esa posición transcurrían más fáciles las horas, pero no. Los nervios dominaban la situación; como agravante a eso, cada uno se había impuesto la obligación de disimularlo ante el otro. A las seis de la mañana, Jasper dijo:
—Cuando venga Honora, yo le hablaré.
A partir de esta frase, se produjo un silencio de tumba que duró dos horas.
A los tres nos había atacado un deseo irreprimible de trabajar. Jasper se había arrojado sobre un montón de fichas desordenadas y las ponía en riguroso orden alfabético. Alexander averiguaba las bacterias contenidas en el aire, tierra y agua, tostando cantidades exorbitantes de microbios a la lámpara de Bunsen. Yo me había enfrascado en un tomo científico y sacaba nutridos y urgentes apuntes. Los guardo aún. Llevan treinta años de reposo en mi cajón.
Se oyó abrirse la puerta de la calle. «¡La policía!», pensé. Era Honora, pero comprendí que a partir de entonces, cada vez que se oyera la puerta, mi primer pensamiento sería para la policía. No podían ser tan estúpidos que no olieran la presencia del criminal.
—Óigame, Honora —le dijo Jasper hablando metódicamente, como si recetara—, puede hacer la limpieza acostumbrada, pero a partir de hoy será mejor que se abstenga de intervenir en mi habitación. Me he visto en la necesidad de alojar en ella a un paciente y pudiera resultar contagioso.
El pavor se pintó en el rostro de la vieja. Con voz aterrada preguntó:
—¿Crup, doctor?
Jasper comprendió que si contestaba afirmativamente, Honora no se acercaría a la casa en lo que le restaba de vida. Y nos era útil. Si se iba perderíamos automáticamente ama de llaves, portera, criada, cocinera, planchadora, costurera y lavandera.
—Nada de crup, Honora. Se trata de una urticaria. Muy molesta, mucho; pero si usted no entra en mi cuarto para nada, no correrá ningún peligro.
A las nueve y media salimos Jasper y yo para efectuar las visitas matutinas. Nos repartimos el trabajo: él se encargó de todos los casos de difteria y yo me quedé con un tifus, una bronconeumonía, un caso de alcoholismo, varios resfriados y un sinfín de tonterías que para fomentar mi espíritu de sacrificio, se repartían entre las calles más intrincadas de la ciudad.
Jasper y yo dividimos nuestros caminos inmediatamente. Él se fue hacia abajo y yo hacia arriba.
—Es al otro lado del ladrillal, ¿verdad, Len? —me gritó desde lejos.
Le contesté afirmativamente.
Se dirigía a casa del niñito aquel que vivía en las afueras y tenía una madre que todo lo lavaba bien. Por cierto, su hermanito ya se había contagiado. Debieron olvidarse de sacudirle los microbios con el plumero.
La ciudad estaba completamente despierta. Por la mañana, el ir y venir de la gente y el tráfico de los pequeños comercios animaban la barriada. Las mismas calles que por la noche eran escenario de toda suerte de turbulencias, aparecían ahora sonrientes. Pero yo no estaba en condiciones de apreciar nada de ello. Andaba sobrecargado de café, con un zumbido de oídos y una modorra alarmantes. Al cruzar el puente de Cragget me pareció que la hilera de casas de enfrente cambiaba de lugar y que el mismo puente se movía hacia la derecha, de tal suerte, que me cogí a la baranda para no perder el equilibrio. Conocedor del efecto que podía producirme la altura en estas circunstancias, tuve la atrevida ocurrencia de mirar abajo. El pálido sol brillaba en el agua y me llenó los ojos de visiones centelleantes. Me falló el suelo bajo los pies. Debía llamar la atención, puesto que se me acercó un transeúnte.
—¿Se siente enfermo, doctor Barker?
Me quedé frío. Era el inspector de policía en persona. Me erguí todo lo que pude y balbucí algo acerca del vértigo. Sus ojos me inspeccionaban con una insistencia paralizadora.
—Trabaja usted con exceso, doctor. ¿No se soluciona esa mala asistencia médica del Este? Usted y el doctor Jasper Sidney realizan un esfuerzo sobrehumano. Yo no entiendo cómo problemas tan importantes son mirados con esa cachaza. ¡Vamos! ¡Lindo estado de cosas! ¡Y encima la difteria! ¿No es cierto que hay más de treinta casos?
—No, no; trece.
El inspector se decepcionó.
—De todas formas, doctor Barker, veremos dónde acaba esto. Recuerdo el año 1869, cuando la gente se caía en redondo por las calles… No, no; me confundía: aquello fue el cólera. En fin, sin ir tan lejos, hace cinco años, la mortalidad infantil alcanzó un ochenta por ciento de los atacados. ¡Monstruoso! Ya entonces se descuidaba el socorro. ¡Si fuera asunto de mi incumbencia! Usted ya me conoce, doctor Barker. No puedo aceptar que la Sanidad…
Siguió hablando vertiginosamente mientras íbamos andando los dos hacia el solar de las latas de conserva. Resolvió varios problemas de Sanidad, nos impuso condecoraciones a Jasper y a mí, volvió a confundir el cólera con la difteria, consiguió que yo también me equivocara, y por fin nos despedimos en el cruce de la calle Worth.
No había hecho mención alguna del crimen de la noche anterior. ¡Dios, qué alivio! Pero… ¿por qué ni siquiera una leve alusión? ¿No era muy raro? ¡Rarísimo! De todas formas, ¿qué podía sospechar? Yo había procurado no dar muestra alguna de tener al asesino en casa. Entonces… ¿entonces, qué?
Por fortuna llegué pronto al número once. El tifus de John me absorbió por completo y olvidé al inspector.
E
ra cerca del mediodía cuando salí de la casa de la señorita Lorre. Se había empeñado en hacerme probar canutillos de crema de almendras, y aún los sentía corretear por mi tubo digestivo. Me aflojé el cinturón y anduve despacio; el aire me reanimó. La señorita Lorre contaba noventa y dos años. Vivía en una calle céntrica. Era la única cliente acomodada que teníamos, pero no nos duraría mucho; a lo más, dos meses. Poseía un genio de mil diablos. Ningún médico, incluidos nosotros, conseguía aliviarla. Todos eran tan estúpidos, incluidos nosotros, que sólo paraban su atención en los platos que comía, cuando su desgracia residía en las pulpas de los dedos de los pies. ¡Imbéciles!