Jasper fue mi único ayudante en la operación. Miraba mi trabajo atentamente, con una semisonrisa en los labios que acentuaba el hoyo de su barbilla. Siempre que me veía operar, mantenía esa expresión. No sé si se daba cuenta. Yo sí. La notaba constantemente. Me estimulaba.
Fijé el tubo de plata en el cuello del niño, cuyo pecho, se hinchó al recibir aire en abundancia. El ruido característico de las inspiraciones atestiguó la perfecta ejecución de mi maniobra. Jasper fue colocando delante del pabellón de la cánula compresas de gasa empapadas en agua caliente, para templar el aire que absorbía el enfermito, y éste no tardó en dormirse. Mientras me lavaba las manos en un lebrillo cascado, se me acercó Howells, mugriento como el padre de Jennie.
—Doctor Barrer —susurró—, le debo la vida de mi hijo.
Y se fue rápidamente, porque no podía contener los sollozos.
A
brí la puerta. Honora trasteaba en el corredor con una pala y una escoba.
Penique
la observaba abrumado. Algún acto bochornoso le pesaba en la conciencia.
La vieja, en cuanto me oyó, se irguió y me miró a los ojos.
—Fue bien —dije.
Meneó la cabeza y reemprendió su trabajo.
—¿Hay alguien aguardando en el gabinete? —le pregunté.
—Casi no queda nadie ya, doctor.
«Poca paciencia», me dije. Era temprano, a pesar de que aún había acompañado a Jasper al número siete de la calle Oak para raspar otras dos gargantas.
Me dirigí al consultorio, dando rodeos por todas partes para evitar el paso por el gabinete. No podía resistir la visión de aquella gente amodorrada y silenciosa, con sus males que casi les complacían.
Me puse la blusa blanca en el ropero del laboratorio y a través de la puerta, oí la voz de Alexander:
—Un baño jabonoso tibio, con fricción mediante cepillo, dos veces por día. Cesará el picor.
Me quedé de una pieza. Abrí la puerta y me asomé para dar crédito a lo que escuchaban mis oídos.
Ni más, ni menos: Alexander recetaba; estaba actuando en mi lugar.
En cuanto me vio, olvidó a su paciente y exclamó:
—¿Cómo ha ido, Len?
—Bien —le dije—, muy bien. Y a ti, ¿cómo te va?
Se sonrojó vivamente.
—Bien, doctor —replicó.
Despidió al cliente casi con brusquedad y cerró la puerta antes de que entrara el siguiente.
—Les he dicho que era tu practicante, Len. Puedes irte a dormir tranquilo. He recetado pomadas a base de azufre y carbonato de potasio; he recomendado el peine fino y el uso diario de jabón de brea; he vendado dos tobillos y una rodilla. No me parece complicado. Ahora queda un joven que huele a ratones. Sé que tiene tiña. Le rasuraré el pelo y le embadurnaré el cuero cabelludo con tintura de yodo. ¿Qué te parece, Len?
Efectué una inspiración lenta y profunda que terminó en bostezo.
—Mereces un abrazo, Alexander.
P
oco más o menos sobre las ocho de la noche llegó un aviso. Se trataba de un pequeño de siete años al que le dolía fuertemente la garganta y no podía respirar, como si se hubiera tragado un tapón. Esto fue lo que me dijo su hermana. La escuálida jovencita me guió hacia una calle angosta, que ya era sombría antes de anochecer. Vivía en el piso primero de una casa ruinosa. Los peldaños de la escalera estaban gastados y la pequeña pieza adyacente aparecía atestada de paraguas estropeados, mangos sueltos y varillas. Los había a montones por todas partes, incluso colgados por las paredes. La estancia llena de humo me consternó.
—Es la estufa —explicó la muchacha—, el carbón estaba mojado.
—¡Abre la puerta en seguida! ¡Tu hermano ha de respirar aire puro!
—En su cuarto no hay humo, doctor —dijo asustada, sacudiendo la mano en un absurdo intento de aclarar la atmósfera.
Me guió hasta allí. Un bacín a primera vista, ropa sucia sobre las sillas y en el suelo una mecedora con el asiento roto, y un catre. Me acerqué a él. Hurgué entre el lío de mantas y apareció la cara congestionada del chico enfermo. Eché abajo toda la ropa que contribuía a asfixiarle, y se escurrieron infinidad de chinches. Busqué su pulso, miré la profunda depresión de la base del cuello y escuché unos instantes el angustioso silbido laríngeo. Se hallaba en el período de obstrucción mecánica, el último paso hacia la muerte.
Me encaré con la muchacha.
—¿Quién vive con vosotros? ¿Tienes padres?
—Nadie. Hob también se ha ido.
—¿Quién es Hob?
—El que arreglaba los paraguas. Se fue hace dos meses porque mi madre no regresaba.
La miré atentamente. Pecosa, desgreñada, lisa, escurrida, con los dientes separados unos de otros y los labios llenos de pupas. Tendría quince años, pero aparentaba doce. Así eran una parte de las chicas de la barriada de Spick. La otra parte, las que contaban quince años y aparentaban veinte, no se veían abandonadas; ningún Hob las dejaba solas para seguir a sus madres.
—Salgamos ahí fuera —le dije.
Una vez en la estancia del humo, murmuré:
—¿Cómo no me avisaste antes?
Me miró asustada y temblorosa.
—Yo sólo reuní cinco chelines, doctor. Daisy me dijo que los médicos eran caros y que ella haría venir a un herbolario. Pero no se acordó. Esta tarde, Peter ya no podía respirar y me dijo que se moría. Entonces corrí a su casa.
—En efecto —puse una mano sobre su hombro y añadí en voz baja—. Tu hermanito está grave. Pudiera ser que… Tú eres valiente, ¿verdad?… Pudiera ser que muriera dentro de muy poco. Tiene… óyeme, no llores; óyeme… Tiene difteria. ¿Sabes lo qué es? Crup. Tiene crup. ¿Cómo te llamas?
—Ada.
—Mira, Ada, en mi casa tengo un remedio que no lo ha probado nunca nadie. Es un remedio nuevo, ¿comprendes? Si tú quieres, se lo daremos a tu hermano y tal vez podamos curarle.
Sus ojos, faltos de pestañas, se agrandaron.
—Sólo tengo cinco chelines, doctor.
—No se trata de eso. Yo te haré pagar menos que un herbolario; pero entiéndelo bien: no puedo asegurarte el buen resultado del remedio.
Se quedó aturdida, sollozando, sin saber en absoluto qué era lo que tenía que contestar.
—Escucha, Ada, podemos probarlo…
—Sí, sí —susurró.
Sentí un nudo en la garganta. Busqué mi libreta de notas precipitadamente, arranqué una hoja, me acerqué a la ventana y aprovechando la débil luz del crepúsculo escribí: «Jasper, trae tu suero inmediatamente. Alexander, si Jasper no está en casa, tráelo tú. Aprisa. Len».
—Escucha, Ada, corre a mi casa, entrega esta nota a quien te abra y aguarda, que deberás acompañarle hasta aquí.
La muchacha obedeció al instante y desapareció por la escalera.
Junto a un rollo de alambre había un velón y fósforos. Lo encendí y entré en la alcoba de Peter.
El chico estaba muerto.
A
lcancé a Ada casi a la mitad del camino. La así por el brazo y la hice detenerse. Se quedó mirándome aterrada. No era inteligente, pero no fue necesaria una sola palabra para que comprendiera. Dio un grito desgarrador y rompió a llorar. De pronto, un transeúnte me echó contra la pared de un empujón.
—¡Suéltala, indecente!
Fue tan inesperado que me quedé sin habla. La sangre se me acumuló en la cara. El hombre se acercó a la desconsolada criatura y le dijo:
—¡Vete en seguida a tu casa y no vuelvas por aquí al anochecer, imbécil!
En aquel instante le reconocí.
—¿Es usted miope? —grité—. ¡Soy el doctor Barker! ¡Le extirpé una fístula hace un par de meses! ¿No hay bastante con ser médico de este puerco barrio, para que encima me confunda con uno de sus asquerosos habitantes?
Mi ex paciente se sorprendió y enrojeció.
—Perdone, doctor… se ha ofendido usted con mucha razón, pero… pero de todas maneras, debería admirarle que en este barrio que dice, pues… quedaran miopes con mis intenciones.
Tuve que aceptar lo razonable de la excusa. Me fui con Ada hacia su casa otra vez.
—¿Quién es Daisy? —le pregunté por el camino.
—La mujer del segundo piso.
—Será amiga tuya, ¿verdad?
Reflexionó un instante. Luego afirmó con la cabeza.
Llegamos de nuevo a la ruinosa escalera, pero impedí que Ada entrara en su departamento. Pasé de largo cogiéndola de la mano; me detuve ante la primera puerta del segundo piso y le pregunté si era allí donde habitaba Daisy, a lo que asintió. Llamé con los nudillos. Se oyeron los ridículos ladridos de un pekinés. Abrió una mujer enorme envuelta en una echarpe de muselina con mariposas bordadas cuyas alas azules se habían vuelto cenicientas. Era Daisy. Acogió a Ada con una especie de sonrisa. Le hablé seriamente. De momento no nos entendimos a causa de los horrendos gritos del perro. Después, ella lanzó un chillido todavía más penetrante, por virtud del cual se produjo el silencio. Le pedí los nombres del niño fallecido y si sabía la dirección de su madre. Ella misma se encargaría de escribirle. En cuanto al entierro, por cariño a la familia, si es que alguien se comprometía a anticiparle el dinero, también lo concertaría. Muchas gracias, pero ya lo concertaría yo. Le dije que hiciera bañar a Ada en una solución que le prepararía el farmacéutico James Coote; le di la receta y las instrucciones; luego ordené severamente que se abstuvieran de entrar en la habitación del difunto, y me marché. Me dirigí a toda prisa al Establecimiento de Desinfección. Ya estaba cerrado, pero me atendió el conserje. Después fui a ver a Alfie, empresario de pompas fúnebres. El cadáver debía ser enterrado antes de las veinticuatro horas; el féretro tenía que ser rellenado de serrín impregnado en una solución de sublimado.
—Ya sé —me dijo impasible—, pero no es ése el verdadero camino, querido doctor. En el arrabal de Spick no basta ni el sublimado, ni el cresol, ni el ácido fénico. Sólo sería eficaz rociarlo todo con petróleo y ponerle una mecha encendida.
Meditando sobre tan acertada teoría, me dispuse a regresar a casa. Andando, al menos emplearía treinta minutos; me hallaba en el centro de la ciudad. El frío era duro, pero casi me complació. A veces, un tiempo inclemente y un anochecer agrisado sin rastro de azul en el cielo y con espesas nubes en el horizonte, se amoldaba bien a mi estado de ánimo. Volví la esquina y apareció ante mí el paseo, alumbrado por dos rectas hileras de reverberos. Sentado en un banco vi a Ptolemy Dean. Había dejado a un lado el acordeón y estaba atareado comiendo chufas. Su cabeza se bamboleaba y sus ojos de alcohólico miraban de un lado para otro. Le oí hablar, pero no le entendí. Lo hacía en danés. Pasé por su lado y murmuré:
—Vete a casa, Ptolemy. Te pillará otra pulmonía y esta vez no responderé por ti.
Alzó la cabeza y se quitó la mugrienta gorra para saludarme.
—Obedéceme, Ptolemy.
Lentamente, se puso en pie. Arrastrando los pies empezó a andar hacia atrás como si tuviera ante sí a Su Majestad. De esta manera fue alejándose con su acordeón y su puñado de chufas. Hubiera sido inútil decirle que variara de actitud.
Nadie sabía nada de él. En realidad, nadie se preocupaba. Tocaba canciones escandinavas por las calles y bebía en todas las tabernas. Hablaba con melancolía de los pastos de Dinamarca y decía que estaba reuniendo dinero para ir allá. Era joven, podía hacerlo. En ese viaje cifraba él sus esperanzas y en esas esperanzas cifraba yo su resurrección.
Cuando llegué a casa, Jasper me notificó que toda la calle de St. Gudule estaba contaminada.
Avivé el fuego de la chimenea. Cuando se tenía leña y, además, la precaución de mantener unas ascuas durante el día, se conseguía hacer confortable el comedor. La cena fue frugal. Sabrosísima la ternera que habíamos comprado para Martino. En el transcurso del ágape no se habló mucho. Oí que Alexander, mi nuevo practicante, se quejaba de no poder hallar una receta que le habían reclamado de parte del suizo.
Jasper fue el primero en levantarse de la mesa. Se metió en la cocina y al instante notamos un derrumbamiento de cacharros. Reapareció con la bandeja, cruzó el comedor y se fue escaleras arriba.
Alexander comprobó su reloj, recogió la corteza del queso y se dirigió al cuarto de los animales.
Me levanté para irme a dormir. Solíamos dejar siempre la mesa a la buena de Dios, con los platos sucios, hasta la mañana siguiente, en que Honora nos sacaba del paso.
En el rellano de la escalera, debajo del macetero que sostenía flores de papel, había una manzana. Se habría caído de la bandeja. La recogí y, ante la puerta del cuarto de Martino, me detuve con la intención de entrar a devolverla; pero ni siquiera llegué a asir el tirador; me quedé paralizado, escuchando un forcejeo y un jadeo desesperado.
—¡Basta! —se oyó de repente—. ¡Basta ya!
Era la voz de Jasper. Parecía trastornado, casi asustado.
Resonaron con toda claridad dos golpes dados contra un rostro. Luego, silencio. Silencio intenso. La puerta estaba entornada y en el interior temblaba la luz del quinqué. No se oía ni mi respiración. Abajo se cerró una puerta de golpe y acusé una sacudida. Los pasos de Alexander resonaron en la escalera, me vio como una estaca, pasó sin decir nada y entró en nuestro dormitorio. Trascurrieron unos minutos. Percibí el ruido de un tenedor sobre un plato. En seguida se abrió la puerta y el corpachón de Jasper me impidió ver nada más. Estaba sumamente pálido.
—¿Qué ha sucedido? —murmuré con la boca seca.
—Nada.
Le clavé los dedos en el brazo.
—¿Por qué le has pegado, Jasper?
Sus ojos azul-gris se desmesuraron.
—¡No le he pegado, Len!… Le he despertado. Estaba soñando en voz alta.
Se fue abajo aprisa, como si huyera de su sombra.
Vi cómo el gas se apagaba en el comedor; quedó a oscuras, y así fueron invistiéndose con el hábito de la noche todas las habitaciones de la casa.
Las tinieblas me dieron miedo, como si fuera un chiquillo de cinco años. Me escurrí hacia mi cuarto.
Una vez allí, me hallé con la manzana en la mano. La dejé en el antepecho de la ventana y empecé a desnudarme.
Me desperté pensando en la calle de St. Gudule.
Salimos Jasper y yo una hora más temprano que de ordinario, para dirigirnos allá. Atravesamos el puentecillo de Cragget, cuyos pilares se bañaban en las aguas de los turbiones y avenidas y que, en época no muy lejana, había proporcionado al arrabal un tifus que agotó los recursos de la ciencia y se llevó entre sus garras al doctor Parson, primer afortunado que habitó nuestro domicilio actual.