Siempre tuyo (18 page)

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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Romántico

BOOK: Siempre tuyo
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—Perdone, ¿ha visto usted a mi hermano Ali?… No, no necesito una chaqueta, no cogeré un resfriado, sólo estoy un poco mareada y he perdido a mi hermano… ¡Eh, vosotros, ahí! Sí, ¿estáis todos sordos o qué? ¿Por qué huís? ¡Locos vosotros! ¡Locos de remate!

Estoy mareada, me siento mal.

—¿Por qué miráis así? Sólo estoy descansando un poco.

A ese hombre lo conozco.

—¿Hannes? ¿Hannes? ¿Eres tú? ¡Me has llovido del cielo!… Gracias, no tengo frío… No, Hannes, si no lloro, es que he perdido a Ali. Tienes que ayudarme… ¿Lo has encontrado? ¿Y está bien? ¿Mamá está muy enfadada conmigo?… No, no me pongo nerviosa. Es que estoy tan feliz, te lo agradezco tanto… Sí, lo prometo. Pero llévame lejos de aquí. No soporto a esta gente, cómo miran. No, no tengo miedo de que me den una inyección… ¡Sí, quédate, por favor! ¡Te necesito! Necesito que te quedes conmigo.

Fase
doce
1.

La mesilla de noche color blancuzco pertenecía al mobiliario de una clínica psiquiátrica, y en la cama de al lado, por desgracia, estaba ella… La primera noción de Judith cuando volvió a poner los pies en el suelo de caucho fue tan abrumadora que prefirió volver a dormirse en el acto, obedeciendo al principio activo administrado por vía intravenosa.

Su segundo despertar, mucho más tarde, no fue ni bueno ni malo. Era otro mundo. Pero tal vez debería ir aceptando poco a poco que las cosas de ese otro mundo eran fatales y debería familiarizarse con ellas, en lugar de defenderse continuamente… Hannes. Sí, en efecto, ahí estaba sentado Hannes, con una sonrisa radiante gracias a sus dientes de un blanco sobrenatural heredados de su abuela, y haciéndole un guiño cómplice la despertó de su hibernación anticipada por medio de medicamentos. En favor de su presencia cabía alegar lo siguiente: él la protegía de mamá, que ya ocupaba su puesto en el Muro de las Lamentaciones y tan sólo esperaba a que Judith reaccionara de una vez.

—Hola, ¿qué haces TÚ aquí? —susurró Judith, afónica, tratando de dar a su cara una expresión emparentada con la sonrisa.

—Te he encontrado —dijo él, con un inoportuno deje de orgullo y fascinación.

—Hannes te ha recogido del suelo y te ha traído al hospital.

Ésa era la versión más pedestre de su madre.

Judith: —¿Pero por qué…?

—Pura casualidad —la interrumpió él, deseoso de aclarar el asunto cuanto antes.

Explicó que el domingo por la mañana había hablado por teléfono con Gerd y que él le había dicho que estaba preocupado porque la noche anterior, después de una «cena de lo más agradable, lástima que yo no haya podido estar», de repente ella se había puesto bastante mala y que no podía localizarla. Como él, Hannes, tenía unas gestiones que hacer cerca de la casa de Judith, le había propuesto a Gerd llamar al portero automático, por si era que ella no escuchaba el móvil. En la Märzstraße, a la altura del parque Reithofer, se había encontrado con una pequeña aglomeración de gente. Y en la acera había una mujer en cuclillas, que parecía necesitar ayuda y asistencia.

—Y eras tú —dijo Hannes, más encantado que horrorizado—. Así fue como te encontré.

Madre: —Hija, ¿qué haces…?

Judith: —Mamá, por favor, de verdad que no estoy de humor…

Madre: —Hija, andas corriendo semidesnuda por la calle, podrías haber cogido un resfriado…

—Ahora mismo nos vamos, Judith, y te dejamos en paz —la tranquilizó Hannes, y le puso la mano en el hombro a su madre—. Lo único que queríamos era que no estuvieras sola cuando te despertaras, porque has de saber que siempre tendrás a alguien cuando no te encuentres bien.

Sin ver a su madre, Judith sabía cómo era su mirada. Ya sólo por eso jamás habría podido amar a Hannes.

—Eres muy amable —dijo.

Él ya se había puesto de pie, había cogido del brazo a su madre y saludó con la mano izquierda como sólo él lo hacía: nunca parecía una despedida, siempre era como si dijera «bienvenido de nuevo».

A pesar de que se sentía como una mosca aturdida, estampada en la sábana por la luz blanca de neón, Judith quería comenzar de inmediato la ardua labor de reconstruir y ordenar los acontecimientos de las últimas horas, ¿o días?, ¿o semanas? Entonces apareció de improviso una grácil enfermera de gafillas redondas, verificó las cifras de medición de algunos valores internos y luego preparó una jeringa, cuyo contenido a Judith le era indiferente (y que probablemente tenía la capacidad de volverla más indiferente todavía).

—¿De dónde es usted? —susurró la paciente.

—De Filipinas —dijo la delicada mujer.

—Lástima que no podamos estar allí —murmuró Judith.

—¡Bah!, hace demasiado calor —replicó la enfermera—, aquí es mejor.

2.

—Y yo que habría jurado que nunca más volvería a verla —dijo Jessica Reimann, en lugar de tenderle la mano.

—Sí, lo sé, lo siento, no sé cómo, pero todo se ha fastidiado —repuso Judith.

Era su primera entrevista en cuatro días, y el principio ya la agotaba y la debilitaba. No había recibido a ninguno de sus amigos, tanto se avergonzaba de su estrepitosa caída, tan insoportable era la idea de tener que disputar con ellos una nueva ronda del juego «Pronto volveremos a la normalidad», cuando acababan de pillarla haciendo trampa y la habían hecho retroceder sin miramientos a la casilla de salida.

—¿Sabe usted al menos por qué está aquí? —preguntó Reimann con grata severidad, como se habla con alguien mayor de edad que ha hecho tonterías.

Judith: —La verdad sea dicha, no exactamente.

Reimann: —Yo sí —tomó papel y lápiz—. Es una simple cuenta de la lechera.

Judith: —¡Uf!, nunca se me han dado bien las cuentas.

Reimann: —No tenga miedo, usted cante que yo hago números.

La psiquiatra quiso saber qué cantidad aproximada de alcohol había ingerido Judith aquel sábado, en qué espacio de tiempo y en forma de qué bebidas, qué, cuánto y cuándo había comido y, además, cuándo había dejado de tomar cada una de las tres pastillas, cuándo y en qué dosis había vuelto a tomarlas, y con cuáles y cuántos analgésicos para el dolor de cabeza las había mezclado. Reimann trazó una gruesa línea por debajo de la lista y recapituló (eran cálculos groseros, en cuanto al alcohol, Judith por si acaso sólo había indicado la mitad de la cantidad probable):

—Si se añaden las interacciones y se toman en consideración los tiempos de efecto, se llega al siguiente resultado, representado gráficamente —a continuación, dibujó en la hoja una elegante calavera, de la que salían unas bonitas nubes de humo—. Con semejante cóctel, una pequeña odisea por el parque es lo más pacífico que puede hacer una persona —opinó Reimann.

—Ya ve usted qué persona tan pacífica soy —dijo Judith.

Después, tuvo que entregar el segundo juego de fragmentos de sus recuerdos. Relató el eufórico comienzo de la noche con sus amigos, el brusco desánimo, el periodo tranquilo en el sofá y sus estados de angustia en la cama.

—¿Provocados por qué cosa? —preguntó Reimann.

—Por voces y ruidos que eran tan reales que…

Reimann: —¿Qué clase de ruidos?

—El tintineo de una lámpara de araña, cuando los cristales chocan entre sí. Era mi araña favorita de la tienda, y ese sonido es único.

—Ya, ya… interesante… ningún paciente antes de usted ha oído una araña que tintinea —dijo Reimann—. ¿Y qué voces eran?

Judith: —Mmm… más bien de nuevo como… un barullo de voces.

No conseguía hablar de su manía con Hannes, no podía decirle algo tan descabellado a una persona tan inteligente.

—Un barullo de voces, ya —dijo Reimann sin inmutarse—. ¿Y luego?

—Luego entré en pánico y me tomé sus pastillas.

—Disculpe, pero no son MIS pastillas. Aunque por desgracia yo tampoco puedo prescindir de ellas, las necesito. Por cierto, es algo que me une a la mayoría de mis pacientes. ¿Y qué le hicieron las pastillas?

—Surtieron efecto.

—Eso está claro. ¿Y qué efecto exactamente?

—Se me nubló la mente y tenía visiones. De repente, las fotos familiares de la pared empezaron a cobrar vida. Estaba mi hermano Ali, como si fuera de verdad. Recordé una situación de mi infancia. Era como un sueño del pasado, pero muy real.

—¿Dónde transcurría ese sueño?

—En mi cabeza.

—Entre otras cosas. Por desgracia, también en plena calle, donde lo compartió con numerosos transeúntes.

—De eso no me acuerdo, mi memoria se interrumpe al atravesar el portal.

—¿Dónde se restablece?

—En la clínica.

—¡Es tarde!

—Justo a tiempo, diría yo.

—Eso también es cierto. ¡Me lo paso muy bien con usted! —concluyó Reimann.

—Yo también con usted —replicó Judith.

Y lo cierto es que ambas hablaban en serio.

Después la doctora se puso de pie, tomó a Judith por los hombros, respiró hondo, como una gimnasta antes del ejercicio de paralelas asimétricas e inició la última declaración de principios:

—Usted es una paciente atípica, ya que en la situación en que se encuentra es capaz de ser irónica consigo misma, cosa que no encaja en el cuadro clínico. Y es una paciente testaruda, no se deja ayudar. Tiene un complicado nudo en la cabeza, pero por lo visto nadie más puede entrar allí. Por lo menos quiero darle un sencillo consejo para desatarlo: ¡busque el principio! Regrese a donde comenzó el problema. Mis estimados colegas psicoterapeutas estarán encantados de ayudarla. Es que no volveré a dejarla salir sin ayuda.

A Judith no se le ocurrió nada mejor que decir que nada, de modo que asintió con la cabeza.

—Y por favor —le gritó Reinman cuando ella ya estaba en el pasillo—, tome las pastillas después del alta, no las mías, las SUYAS, tómelas cada día y en la dosis exacta que se le indica. De lo contrario, pronto vendrá la tercera parte de sus aventuras teledirigidas.

3.

Desde que Hannes había velado su cama de enferma junto con su madre, ella ya no tenía miedo de él… sino de sí misma, lo cual no era mucho más agradable. Hannes sólo servía de pantalla de proyección de sus pensamientos enfermos, y si algún día él desaparecía definitivamente, es probable que ya acechara un digno sucesor a la vuelta de la esquina. Al parecer, lo que «fallaba» en su cabeza se había convertido en un nudo grande como un puño, que noche tras noche se hacía más apretado. ¿Cómo iba a volver al origen de su mal, al extremo del hilo que se había enredado, al comienzo del camino donde se había perdido?

Cuando mejor se sentía era siempre cuando la resignación ante su estado se transformaba en apatía, para lo cual, por fortuna, el personal sanitario disponía de todos los medios necesarios. Cuanto más se preocupaban los médicos y las enfermeras por la desfavorable evolución de su enfermedad, más se tranquilizaba ella. Pues eso significaba que podría permanecer más tiempo en la clínica. No conocía otra forma mejor de protegerse de sí misma.

Al cabo de unos días, volvió a recibir visitas en su pequeño apartamento blanco individual, cuyo austero interior era supervisado por un famélico filodendro: Gerd y todos los demás, que se empeñaban con inquebrantable voluntad en resucitar a la vieja Judith. Al menos cada vez representaban ese papel con más profesionalidad, y la paciente lo agradecía con una sonrisa que ojalá pareciera menos forzada de lo que se sentía.

Las noches en la clínica eran poco espectaculares. Al despertar, a Judith el sueño profundo siempre le parecía un poco artificial, pero al menos por ese medio se les había prescrito a las voces un silencio clínico general. Sólo la araña de cristal de Barcelona le vino a la memoria varias veces. Y en algún momento también recordó cómo se llamaba la cliente que parecía haberse hecho con aquel tesoro: Isabella Permason. ¿Por qué tenía la impresión de que ya había oído o leído antes ese nombre? Como de momento aquél era su último enigma, le agradaba pensar en él. Después siempre se alegraba un poco de seguir sin resolverlo. Porque en los breves momentos en que pensaba en Isabella Permason sentía que por lo menos aún seguía funcionando algo en su cabeza. Todo el resto era una paralización mental a un nivel bajo, no más alto que el colchón de su cama de enferma, la que habría preferido no abandonar nunca más.

4.

El primer rayo deslumbrante de esperanza en la natural opacidad de su existencia de paciente fue Bianca.

—Irradias vida, chica —elogió Judith con el tono de una bisabuela en su lecho de muerte.

—La verdad que usted no, jefa —repuso Bianca—. Parece hecha polvo. Me parece que debería tomar aire fresco superurgente. Y luego ir a la peluquería.

A pesar de todo, Judith no envidiaba en absoluto a su aprendiza, porque mamá se ocupaba de la tienda durante su ausencia.

—¿Lo tienes muy difícil con ella? —preguntó Judith.

—Qué va, para nada —dijo Bianca—. Si su madre es muy parecida a usted en muchas cosas.

—Otro cumplido como ése y puedes irte de aquí ahora mismo.

Más tarde salió el tema de Hannes.

—Es que al Basti y a mí nos ha llamado la atención una cosa —dijo Bianca.

—No, Bianca —replicó Judith—, no quiero seguir con eso. Dejad ya de vigilarlo, por favor, es muy injusto.

Judith le contó que había sido Hannes quien la había encontrado y la había llevado a la clínica, y que al fin y al cabo, de todos sus amigos, él era el que estaba velando su cama de enferma cuando ella despertó.

—Sí, lo sé por su madre —dijo Bianca—. No vea cómo lo adora, creo que hasta está un poco enamorada, jo, ¿y por qué no?, por la diferencia de edad es raro, pero da igual, porque Madonna, por ejemplo, o Demi Moore…

—Sea como sea, ya no le tengo miedo, y en mi estado, eso es lo más importante.

—¿Me deja contarle de todos modos lo que le llamó la atención a Basti? —preguntó Bianca—. Estoy muy orgullosa de él, algún día llegará a ser un auténtico detective, y a lo mejor luego será el protagonista de una saga de películas.

Después vino la minuciosa disquisición de Bianca sobre los cubos iluminados:

—Cada vez que alguien entra por la noche, cuando ya está oscuro, en el edificio donde vive su Hannes, o sea su ex, se iluminan cinco cubos uno encima del otro (son las luces de las escaleras, dice el Basti). Entonces hay que esperar un poco. Y luego se ilumina un cubo en alguna otra parte. Si hay que esperar mucho, el cubo se ilumina muy arriba, digamos, en el quinto piso. Si hay que esperar poco, se ilumina, digamos, en la planta baja, o a lo sumo en el primer piso, dice el Basti. Porque todos los que viven allí tienen una ventana que da a la calle. Algunos cubos brillan mucho, entonces es la luz que enciende alguien cuando entra por la puerta, que está muy cerca de la ventana. Y algunos cubos brillan poco, entonces la ventana está lejos de la entrada. Pero todos se iluminan. Y luego por lo general se iluminan también otros cubos que están al lado, entonces quizá sea en la cocina, el salón o el dormitorio donde alguien ha encendido la luz. Pero siempre tiene que iluminarse algún cubo cuando alguien vuelve a casa, dice el Basti. A no ser que esté iluminado de antes, entonces ya había otra persona en el piso. Es lógico, ¿verdad?

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