Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (18 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Sharlario se acercó con cautela y clavó una incrédula mirada en el rostro del elfo dorado.

—¡Es un huevo de dragón!

—De dragón plateado —admitió Durothil—. Muy pronto saldrá del huevo, y yo seré el primer ser en el que la cría posará los ojos. Creerá que yo soy su madre, al menos durante un breve tiempo. Después, lo criaré de modo que sea consciente de su naturaleza y se comporte como lo que es. Pero también le enseñaré las artes elfas: música y danza, astronomía y el arte de la guerra. Por último, le enseñaré a que me lleve a su espalda y a trabajar conmigo en equipo.

El elfo dorado se aproximó al huevo y le dio unas palmaditas cariñosas.

—Tienes ante ti el primer jinete de dragón de Faerun, y habrá otros. Por esta razón necesito tu ayuda, Sharlario.

El elfo de la luna, que pugnaba por asimilar lo que veía, inquirió:

—¿Para qué?

—Yo tengo herederos, pero parece que tenemos poco que decirnos. En cambio, tú tienes buena mano con los elfos jóvenes y un buen número de hijos muy inquietos. Ayúdame a entrenar a este dragón y después enseña a los jóvenes. Juntos alcanzaremos el conocimiento; yo como jinete del dragón y tú como maestro de los que me seguirán. Hace muchos años que trabajo para ello —añadió Durothil muy serio—. Ésta es la mejor manera que se me ha ocurrido para vencer de una vez por todas a los dragones malvados.

La imagen de los avariels caídos pasó como una centella por la mente de Sharlario. Entonces asintió pensativo, se situó junto al mago y colocó una mano sobre el huevo, como si hiciera una promesa.

El tiempo transcurrió y el dragón de Durothil satisfizo todas las expectativas del mago, y mucho más. En una lamentable falta de originalidad, sin duda causada por la emoción que le causó el nacimiento de la hembra dragón, Durothil le impuso el nombre de Ala de Plata, y llegó a encariñarse tanto con ella que, a veces, Sharlario sospechaba que el mago amaba más a su hija plateada que a sus propios retoños dorados. Ciertamente, parecía entenderse mucho mejor con la dragona, y ambos se comunicaban telepáticamente, de una manera muy similar a como solían nacerlo los elfos.

Rápidamente, la criatura pasó de ser una simpática cría a un ser considerado e inteligente que aprendía todo lo que sus tutores le enseñaban con un placer que sobrepasaba incluso el ansia innata de los elfos por el conocimiento y la belleza, y también el arte de la guerra. Ala de Plata y Durothil aprendieron a trabajar juntos para crear hechizos y lanzar ataques que ningún elfo ni dragón solos pudieran contrarrestar. A medida que los años iban transcurriendo, los tres aprendieron que elfos y dragones podían ganar otra cosa aliándose: amistad.

La dragona hizo prácticas de vuelo durante casi veinte años dentro de los confines de una de las dimensiones mágicas de Durothil. Ala de Plata veía el mundo exterior a través de bolas de cristal que ella y su mentor creaban juntos, y trataba de ocultar la inquietud que sentía y que cada vez era más fuerte. Finalmente, llegó el día en el que Durothil proclamó que estaba lista para aventurarse en el mundo exterior.

Por petición del elfo dorado, Sharlario fue el primero en dirigirse a la cima de la montaña. Durothil había preparado un conjuro que transportaría a la dragona y a su jinete desde su hogar mágico al mundo exterior. Pero primero necesitaba información sobre los vientos, que no percibía en sus bolas de cristal adivinatorias. Sharlario iría delante y le comunicaría la información.

El elfo de la luna abandonó la aldea en el bosque antes del amanecer, pues Durothil creyó más adecuado que Ala de Plata tratara de volar al alba, cuando el aire estaba en relativa calma. Sharlario escaló la montaña con la misma seguridad que un gato en la oscuridad. Mientras andaba, trataba de no pensar en la batalla iniciada allí mismo tres siglos atrás.

Apenas había llegado a la cumbre cuando un rugido familiar resonó en el aire. La pesadilla se hacía realidad: Mahatnartorian se separó de las nubes del amanecer y se lanzó hacia él como una centella de alas color de sangre.

No tenía tiempo de huir; Sharlario ya sentía el calor que emanaba del aliento del gran wyrm. Puesto que no podía hacer otra cosa, desenvainó la espada y se dispuso a morir luchando.

Pero el dragón no iba a contentarse con un golpe rápido; interrumpió el descenso en picado y arrojó al elfo un objeto de grandes dimensiones. Sharlario cayó y rodó a un lado, al tiempo que fragmentos de cristal y de magia multicolor !XXXestallaban contra la montaña. Un disco redondo rodó hacia el elfo; un pedazo de mármol verde de excelente calidad y suficientemente pequeño para que le cupiera en la palma de la mano. Los ojos de Sharlario se abrieron desmesuradamente al reconocer la base de una de las bolas de cristal que Durothil y Ala de Plata habían creado.

La risa burlona del dragón rojo resonó por las laderas de las montañas, y Sharlario supo que había sido traicionado.

Al elfo de la luna le sorprendió que esa traición le causara un dolor tan intenso. Pese a que el antiguo príncipe nunca había ocultado que creía a los elfos dorados superiores a todos los demás, durante los años de trabajo en común habían llegado a crear un vínculo cercano a la amistad, o al menos eso creía Sharlario.

El elfo de la luna se levantó y anduvo hasta el centro de la llana cumbre. Entonces, desenvolvió la esfera que Durothil le había dado para transmitir la información que necesitaba y la colocó en el suelo, para que el traidor pudiera contemplar y saborear su triunfo. A continuación, desenvainó de nuevo la espada y se aprestó a recibir al dragón, y la muerte.

Mahatnartorian empezó a describir círculos. Sharlario había aprendido lo suficiente sobre dragones para saber qué se avecinaba; el dragón rojo estaba concentrando poder, alimentando su fuego interior para soltar un flamígero aliento de tremenda magnitud.

El elfo de la luna miró y se resignó a su fin. Había tenido una larga vida y se aproximaba el momento en el que recibiría la llamada para regresar al hogar de Arvandor. Él no hubiera elegido esta manera de presentarse ante los dioses, pero no tenía elección.

De pronto dio un respingo y contempló con ojos entrecerrados una banda plateada, apenas visible contra las nubes.

Un instante más tarde ya no hubo duda: Ala de Plata se lanzaba en picado contra el dragón rojo, disparada como una flecha contra su congénere de mucho mayor tamaño.

Los labios del elfo de la luna musitaron una angustiosa negación, mientras la magnífica criatura a la que él había entrenado y a la que tanto amaba se precipitaba sobre la espalda del dragón rojo. Pero antes de desgarrar las correosas alas de Mahatnartorian, el wyrm giró sobre sí mismo en pleno vuelo y atrapó a la joven hembra en un abrazo. Los dos dragones giraron al unísono, ambos buscando la oportunidad de hundir sus garras en el rival.

Era una lucha desigual, por lo que pronto se dirimió. La cabeza de Ala de Plata cayó hacia atrás y los colmillos del wyrm rojo casi partieron el grácil cuello de la hembra. Sus refulgentes alas se agitaron sin fuerza, mientras su cuerpo se desprendía de las garras del dragón rojo y empezaba a caer.

Pero la caída se detuvo de repente y el cuerpo de Ala de Plata pareció rebotar, como si estuviera suspendido de las garras de Mahatnartorian por una cuerda flexible. La piedra que pisaba Sharlario se estremeció con el grito de rabia que lanzó el dragón rojo al tratar, en vano, de deshacerse de su víctima.

Sharlario contempló perplejo cómo el vuelo del gran wyrm se hacía cada vez más lento hasta que las alas carmesíes dejaron de moverse y ambos dragones, entrelazados, cayeron en picado hacia las montañas.

En concreto, hacia la montaña donde estaba Sharlario.

El elfo de la luna giró sobre sus talones y huyó, medio corriendo medio deslizándose por la ladera. Al llegar al primero de los árboles, se agarró y se dispuso a luchar para salvar la vida. El impacto hizo que se estremeciera la montaña, y el elfo a punto estuvo de salir despedido.

Cuando de nuevo reinó la calma y el silencio, Sharlario escaló la montaña para dar su último adiós a su querida amiga. Al llegar a la cumbre, contempló asombrado la extraña sustancia verde y viscosa que unía los tres cuerpos que se habían estrellado contra la roca.

Mahatnartorian había sido el primero en chocar contra la montaña y Ala de Plata lo había aplastado bajo su peso. Durothil aún la montaba. El elfo dorado se movió levemente y su mirada moribunda se posó en el rostro de Sharlario.

—No —advirtió al elfo de la luna cuando éste hizo ademán de acercarse para ayudarlo—. Las cadenas de Ghaunadar no son para los que son como tú. Espera... pronto se desvanecerán.

Y era cierto, la sustancia pegajosa desaparecía rápidamente. Tan pronto como el mago quedó libre, Sharlario se acercó a él para ver qué podía hacer. Al desgarrar la túnica del elfo dorado, destrozada y empapada de sangre, supo que no había remedio. Durothil tenía aplastados todos y cada uno de los huesos del pecho, y moverlo sólo aceleraría el final.

De la comisura de los labios empezaba a manar una espuma roja.

—Enseña a los demás —murmuró—. Júralo!

—Lo juro —dijo el elfo de la luna, sintiéndose culpable por haber sospechado del mago—. Amigo mío, lo siento. Creí que...

—Lo sé. —Durothil sonrió apenas, burlándose de sí mismo—. No te preocupes. Todo está bien, amigo mío. Ya ves, Ghaunadar ha tenido su sacrificio.

Tuvieron que pasar muchos años antes de que Sharlario entendiera qué había querido decir Durothil. El elfo de la luna nunca habló a los demás elfos del pacto entre el mago y el pérfido dios Ghaunadar, ni de sus sospechas de que Durothil había estado a punto de dar un final muy distinto a las cosas.

Pero no había ninguna necesidad de empañar la fama de alguien a quien todos consideraban un héroe, ni tampoco enfriar el entusiasmo de los elfos más jóvenes, que vieron cómo incluso un dragón apenas salido del nido, si estaba bien entrenado, podía abatir a un wyrm grande y malvado. Finalmente, se dijo Sharlario, no sólo importaba que uno tomara decisiones honorables, sino también las tentaciones que debía vencer para llegar a tomarlas.

Según esto, el príncipe Durothil era un héroe.

8
Desde el abismo

En el fango gris que cubría el Abismo se formó de re­pente una gran burbuja, que estalló, vomitando vapor y hedionda mugre al aire frío y húmedo. El ser que en otro tiempo fue la diosa Araushnee esquivó instintivamente las salpicaduras e hizo caso omiso de la erupción. Ya estaba más que acostumbrada a tales cosas, pues moraba en el Abismo desde hacía mucho tiempo.

Como la mayoría de
tañar'ris
, Araushnee había adop­tado un nuevo nombre. Ahora era Lloth, la Reina Demo­níaca del Abismo o, para ser más precisos, había conquis­tado una porción considerable del Abismo y era una de los
tanar'ris
más poderosos de ese mundo gris. Las aterradoras criaturas que temblaban ante ella y cumplían sus órdenes sin rechistar eran legión.

Lloth no sólo dominaba a los moradores del Abismo, sino también a algunos de los dioses que habían termi­nado allí, ya fuera por voluntad propia o por la fuerza. Su lucha con Ghaunadar había sido larga y encarnizada.

El Mal Elemental no fue uno de los dioses que Araushnee reclutó para tratar de derrocar a Corellon. El mal que ani­daba en el corazón de la diosa franqueó a Ghaunadar la en­trada al Olimpo, adonde acudió de motu proprio, movido por las ambiciones y el orgullo de la diosa. La expulsión de ésta de Arvandor lo llenó de alegría, ya que codiciaba la agi­tada energía que era Araushnee y deseaba asimilarla.

El dios ancestral la siguió desde el Olimpo y, una vez en el Abismo, trató de atraerla y conquistarla. Pero no consiguió ni una cosa ni la otra. Presa de rabia, Ghaunadar acabó con muchos de sus más poderosos adoradores y a otros les arre­bató el ser. De este modo exterminó a especies enteras y re­dujo a otras a lastimosas criaturas rastreras, sin capacidad de raciocinio ni voluntad. Pero, haciéndolo, Ghaunadar sacri­ficó asimismo gran parte de su poder.

De eso culpaba a Lloth. Ahora era su enemigo y rival en todo. Pese a que él era uno de los dioses ancestrales, tenía que reconocer que Lloth era más poderosa. Y no era el único, incluso la pavorosa Kiaranselee rendía homenaje a la Reina Demoníaca.

Lloth lanzó una mirada de aversión hacia el rincón del Abismo donde reinaba la diosa de los no muertos. Kia­ranselee era también una elfa oscura, aunque ella gustaba de llamarse «drow». Sus seguidores no eran más que la­mentables sombras de lo que en otro tiempo habían sido; perversos elfos procedentes de un antiguo mundo, a los que Kiaranselee mató y convirtió en autómatas que la ser­vían. Cuando no estaba en remotos mundos hostigando a sus hijos drows, la diosa de los no muertos se contentaba con reinar en su gélido rincón del Abismo. Kiaranselee se sometía a Lloth, porque no le quedaba otro remedio. En ese lugar mandaba la que fuera diosa del destino de los elfos oscuros.

Y así, acaeció que la que había sido Araushnee poseía todo lo que en otro tiempo codiciaba: poder inimaginable, un reino propio, dioses que se arrodillaban ante ella, pode­rosas criaturas que temblaban ante sus antojos.

Lloth reprimió un bostezo.

Todo era tan predecible en el Abismo. Reinaba por de­recho de conquista, pero se aburría tanto que en una o dos ocasiones había estado tentada de tratar de entablar con­versación con algunos de los sicarios no muertos de Kia­ranselee. Lloth tenía poder, pero se sentía insatisfecha.

—Te maldigo, Corellon, a ti y a los tuyos —murmuró Lloth por enésima vez en los muchos siglos que habían transcurrido desde que fuera expulsada.

La
tanar'ri
de misteriosa belleza se dejó caer en un trono que sus servidores habían tallado en un hongo seco. Apoyó el mentón en las manos y, una vez más, reflexionó sobre su destino.

Todo el poder que había adquirido en el Abismo no la compensaba por su pérdida de posición. Ya no era una diosa, sino una
tañar'ri
. Ahora tenía un aspecto más se­ductor y gozaba de más poder que la mayoría de las criatu­ras que poblaban el Abismo, pero ya no era lo que había sido. Por grande que fuera su poder en ese plano gris e in­festado de hongos, aún tenía una cuenta pendiente con Corellon.

De pronto, Lloth se irguió en el trono y sus ojos carme­síes centellearon. ¡Pues claro! Ahora que tenía poder rei­vindicaría su condición divina. El mismo Ghaunadar le había mostrado la manera de conseguirlo; el Prístino bus­caba nuevos adoradores para reconstruir su poder. ¿Por qué no hacía ella lo mismo?

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