Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (36 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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—¿Quién está al timón? —preguntó Mariona brusca­mente.

—Chandrelle es muy capaz —respondió el mago—. Nadie hubiera podido traer el barco hasta aquí con mayor rapidez que yo, pero ahora debo emplear mis talentos en otra cosa.

—¡No necesito tu ayuda en esta batalla!

—¿Ni siquiera para vencer a eso? —El mago señalaba con la vara la furiosa tortuga dragón—. Cuando uno se enfrenta con dos enemigos, lo más prudente es volverlos el uno contra el otro.

—Pero...

—¡Silencio! —bramó Vhoori—. Haré lo que deba ha­cer. Lleva esta batalla como quieras, pero no me molestes.

Mariona retrocedió un paso, asustada por la vehemen­cia con la que el mago se había expresado y por el poder que dejaba traslucir su voz. Por una vez, no se sentía ten­tada a discutir.

El hechicero apuntó con la vara a la criatura marina y empezó a cantar. La luz de la gema fue haciéndose cada vez más intensa. Para sorpresa de Mariona, el elfo dorado en­tonó un poderoso encantamiento de llamada y someti­miento, envolviendo en magia palabras de amistad y pro­mesa. ¡Y dirigía esas tranquilizadoras palabras a la tortuga dragón!

Ahora el barco volador estaba más cerca, y Mariona pudo ver la lanza clavada en la gigantesca boca del animal. La criatura no representaba una amenaza inminente para los elfos, pero tampoco resultaría una aliada eficaz. ¿Qué pretendía Vhoori?

La elfa no tuvo tiempo para pensar en ello. Aunque el barco pirata contra el que habían disparado había sufrido graves daños y empezaba a hundirse, muchos piratas ha­bían logrado abrirse paso con sus armas a través del vela­men. El otro barco pirata estaba virando para acudir en su ayuda. Muy pronto los elfos serían aplastados.

—¡Timonel, posa la nave en el agua, tan cerca del barco elfo como sea posible! —ordenó Mariona, hablando por el tubo de comunicación.

Entonces dio media vuelta, lista para gritar sus órdenes a la tripulación. Pero los tripulantes ya habían empezado a izar las alas inferiores de las velas, a preparar picas y sogas de abordaje y a reunir armas. Mariona no pudo evitar la­mentar todas las aventuras que podría haber vivido, y que no viviría, con una tripulación como ésa en el espacio. Pero el momento pasó, sustituido por la perspectiva de la inminente batalla.

Ahora el agua cabrillaba en remolinos y se dirigía hacia ellos. La capitana separó los pies y se preparó para la sacu­dida que se produciría cuando el barco entrara en contacto con el agua, y que fue sorprendentemente suave. Rápida­mente fue a la borda. Allí cogió un cabo enrollado, hizo gi­rar un extremo en el aire unos momentos y lo lanzó. El gan­cho de tres dientes sujeto al cabo se fijó en el costado del barco en el que se libraba la batalla. Otras cuerdas fueron lanzadas del mismo modo, y la mayoría de los elfos dorados que componían la tripulación del barco tiraron con todas sus fuerzas, con lo que acercaron las dos embarcaciones.

Mariona no esperó a que los dos cascos de cristal se to­caran. En cuanto vio la oportunidad, saltó sobre el agua para intervenir en la refriega.

El mar se iluminó con los rayos dorados y rojizos del sol, que acababa de salir por el horizonte. La noche se ha­bía ido y, con ella, su última brizna de fuerza. Darthoridan ya no podía luchar. Estaba extenuado, por el dolor y el es­fuerzo físico, y también atormentado por los remordi­mientos y la pena. Arnazee le había sido fiel, mientras que él solamente pensaba en aumentar el clan Craulnober y su poder personal. Por esas razones había tomado una nueva esposa, una joven de excelente cuna y adornada con mu­chos talentos. Su belleza y maestría con el arpa la conver­tían en un ornamento para el castillo Craulnober y para la corte. Además, era joven —más que Seanchai— y contri­buiría a incrementar el clan engendrando muchos hijos. Bajo sus ajadas galas, su abdomen ya presentaba una inci­piente redondez.

Darthoridan la buscó con la mirada. Su esposa tenía la espalda apoyada contra el mástil y contemplaba con ojos enloquecidos la batalla que se libraba a su alrededor. Se ta­paba la boca con las manos, como si reprimiera gritos de horror. No era una guerrera.

El elfo percibió el repiqueteo de una espada al caer y, después, un golpe sordo y apagado, pero esos sonidos le llegaban de muy lejos. Apenas se daba cuenta de que había soltado la espada y que él mismo había caído de rodillas.

Darthoridan oyó a su esposa gritar su nombre. Penosa­mente alzó la vista y vio una espada curva que buscaba su garganta. No podía hacer nada para detenerla.

El chirrido de metal contra metal resonó por encima del ruido de la batalla. Una alta y delgada elfa de cabello platea­do había logrado parar en el último segundo la estocada mortal del pirata. La guerrera impulsó hacia arriba los ace­ros entrelazados. Antes de que el filibustero pudiera recu­perarse de la parada, la elfa embistió. Le golpeó la cara con su frente y, acto seguido, le propinó un rodillazo. La mujer se retiró ágilmente, mientras el hombre se doblaba sobre sí mismo, gimiendo una ahogada maldición.

La guerrera enarboló la espada y descargó una feroz es­tocada contra la nuca del pirata. Mientras completaba el floreo, rechazó de un puntapié el asalto de otro barbudo fi­libustero. El hombre se tambaleó y agitó los brazos como aspas de molino, tratando de recuperar el equilibrio. Pero antes de poder apoyar los pies con firmeza en el suelo y po­nerse en guardia, la elfa dibujó un estrecho y preciso círculo. Darthoridan no llegó a ver el golpe, pero sí vio al hombre caer con un tajo en la garganta.

La temible guerrera corrió en busca de otro rival, pero ya no quedaba ninguno. Los salvadores —todos ellos elfos dorados que llevaban el uniforme de la guardia de Sum­brar— arrojaban los últimos piratas al mar.

La lucha había acabado y, por fin, Darthoridan se per­mitió arrojarse en los acogedores brazos de la oscuridad. Mientras ésta lo invadía, sintió unas manos menudas y frías que le acaticiaban la cara.

—Arnazee —murmuró.

—Arnazee está muerta, mi señor —dijo su nueva es­posa, que retiró bruscamente las manos—. La tortuga dra­gón la mató. ¡Ha sido horrible!

Darthoridan lo recordó todo. La pena vendría más tar­de. Incluso la oscuridad tendría que esperar, pues debía li­brar aún otra batalla.

—Ayúdame —pidió con aspereza—. ¡Tenemos que reunir a los guerreros y acabar con el monstruo!

—Tómatelo con calma, lord Craulnober —le aconsejó una voz familiar—. El monstruo, como tú lo llamas, está sano y salvo, y ahora es un aliado de los elfos. —Para de­mostrarlo, Vhoori Durothil le tendió los pedazos del ar­pón, ahora roto, que Arnazee había clavado en el dragón a tan alto precio.

Darthoridan contempló el rostro calmado del archi-mago de Sumbrar sin dar crédito a sus oídos.

—¡Ese monstruo mató a Arnazee Flor de Luna, a tu pa­riente!

—Es una gran pérdida y me uniré a los muchos elfos que llorarán su muerte. No obstante, necesitamos aliados como la tortuga dragón y no podemos permitir que nues­tro dolor pese más que la razón. Si me perdonas, voy a consolidar nuestra alianza.

El mago se acerco a la borda y gritó:

—Aún queda una cuestión, poderoso Zhorntar, ¿qué te ofreció la diosa marina a cambio de tu ayuda? Es posible que el Pueblo pueda igualar o superar esa oferta.

—Umberlee me prometió que podría gobernar a mi an­tojo un rico territorio —contestó la tortuga dragón con voz profunda y sonora—. ¡Todos los barcos que pasaran por él me rendirían tributo y me divertiría mucho cuando decidiera ir a la caza!

—Tendrás eso y más —le prometió el mago—. Los ma­res que rodean Siempre Unidos serán tuyos. Patrullarás por ellos y podrás cazar cualquier embarcación que no lleve runas elfas grabadas en la parte inferior del casco. To­dos los tesoros que arrebates a esos posibles invasores serán tuyos. Serás el dueño de este territorio y podrás cedérselo a tus hijos. Tendrás fama o anonimato, como prefieras. ¿Es­tás de acuerdo?

—¡Estás loco! —exclamó Darthoridan acaloradamen­te—. ¿Abrirás al zorro las puertas del gallinero? ¡El dragón actuará según su naturaleza y atacará también a los barcos elfos!

—Zhorntar dejará en paz a todas las embarcaciones el­fas —le aseguró el mago. —¿Cómo lo sabes?

En respuesta, Vhoori alargó el brazo y tomó del cintu-rón de Darthoridan una antigua daga adornada con joyas. El mago murmuró unas palabras arcanas y, acto seguido, arrojó el arma al mar.

Darthoridan escrutó las aguas. Allí chapoteaba la tor­tuga dragón. Tenía la daga incrustada en el caparazón y sólo era visible la reluciente empuñadura, con sus gemas en las que latía la magia.

—Ahora podré observar qué hace —explicó Vhoori—. No temas, incluso si mis ojos no lo ven, la hoja se hundirá hasta el corazón de Zhorntar si algún día cede a la tenta­ción de cazar elfos.

—Un bonito adorno —admitió la tortuga dragón, esti­rando el cuello para contemplar las gemas—. ¿Pero y mis herederos?

—Cuando mueras te la podrán arrancar del caparazón. Está encantada, y el sucesor que tú elijas podrá liberarla.

—De acuerdo, trato hecho —dijo la tortuga, y se su­mergió en el océano.

El mago dio media vuelta y se encaró con la furibunda

mirada de Darthoridan.

—¡Me diste esa daga como regalo de boda para poder

vigilarme!

—Y deberías alegrarte de que lo hiciera —replicó el elfo dorado—. De otro modo, ahora estarías muerto y el barco habría caído en manos humanas.

Era cierto, pero el guerrero miró receloso al mago.

—No puedo creer que me dieras ese regalo porque me

quisieras bien.

—He acudido en tu rescate, ¿no?

Darthoridan asintió.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—En primer lugar, tu silencio. Nadie tiene por qué sa­ber de la existencia de la flota Ala de Estrella —respondió

Vhoori, cabeceando hacia el mar, ahora en calma—. Y, en segundo lugar, tu apoyo. Quiero ser el próximo Alto Con­sejero.

Darthoridan lanzó una breve carcajada totalmente des­provista de humor.

—Mandas barcos voladores, posees magia suficiente para someter a uno de los monstruos marinos más pode­rosos...

—En realidad, son dos —interrumpió el mago—. Ya hay un kraken que patrulla las aguas al norte de Sumbrar.

—¿Para qué necesitas mi apoyo? —El elfo de la luna se llevó las manos a la cabeza—. ¡Simplemente podrías tomar lo que deseas!

—No —objetó Vhoori, meneando la cabeza—. No lo comprendes. No deseo conquistar, sino servir. Deseo utili­zar mis poderes en bien de Siempre Unidos.

—Naturalmente, según tu entender —replicó Dartho­ridan con sarcasmo.

—Según mi derecho. —La voz del mago, por lo general calmada,-se encendió con súbita pasión—. Él clan Duro­thil es el más antiguo y prestigioso de toda la isla. Nuestros antepasados gobernaron Aryvandaar y, antes que eso, el mismo Faerie. El tiempo dei Consejo toca a su fin. Siem­pre Unidos debe tener un solo gobernante, un gobernante digno que pertenezca a una dinastía asimismo digna, y con experiencia en el mando. ¿Y quién mejor que yo y los míos?

—Quieres ser rey —afirmó Darthoridan estupefacto. Vhoori no lo negó.

—He gobernado bien Sumbrar y me merezco Siempre Unidos. Pero hay más —añadió, cortando la protesta del elfo de la luna—. Con mi magia, puedo ver más allá de las estrellas, bajo los mares y asimismo los Círculos que se reúnen en cualquier rincón del mundo. A veces alcanzo a ver fugazmente el futuro y puedo asegurarte que Siempre Unidos tendrá un rey.

—¿Y también has visto que ese rey serás tú?

El mago se encogió de hombros.

—Quizá soy demasiado engreído al intentar alcanzar el trono de Siempre Unidos. Pero, probablemente, lo único que hago es acelerar mi propio destino. Te digo esto por­que eres una voz poderosa en el Consejo y a ti te escucha­rán. Júrame fidelidad y, a cambio, administrarás tus terri­torios en el norte en nombre de la Corona. Poseerás más poder y honores de lo que ningún clan de elfos plateados

pueda imaginar.

Antes de tener oportunidad de responder, Darthoridan notó una suave presión en el hombro. Bajó la mirada y en­contró las hermosas facciones de su esposa. La elfa asintió decidida.

—Si hacer ese juramento supone para nuestra casa ho­nores y una buena posición, entonces hazlo enseguida, mi señor.

El elfo de la luna estaba demasiado cansado para discu­tir. No se sentía con fuerzas para cuestionar la visión de Vhoori, ni el deseo de su esposa de ocupar un lugar de po­der en la corte. ¿Acaso él no deseaba lo mismo? ¿No era lo que había deseado toda su vida?

—De acuerdo —accedió lacónico—. Pero pobre de ti si no eres un buen gobernante.

—No creo que eso suceda —replicó Vhoori con una sonrisa pagada de sí misma—. Siempre Unidos se está convirtiendo en lo que debía ser. Éste es el amanecer de una nueva era. Si se me permite la expresión, el amanecer de una era dorada.

14
El vuelo de los dragones

Los árboles del bosque temblaron cuando Malar, el Se­ñor de las Bestias, descargó su cólera contra el cielo noc­turno. El dios recorrió el bosque gruñendo y renegando, haciendo que las montañas de Faerun se estremecieran con los ecos de su cólera.

Ahora esas tierras boscosas del interior eran su coto de caza. Las islas remotas y las furiosas olas del mar no eran para él. Había acabado con Umberlee, y ella con él.

La diosa del mar le había fallado en dos ocasiones. No era que Umberlee no tuviera el suficiente poder, sino que, simplemente, era demasiado caprichosa. A diferencia de Malar, era incapaz de concentrarse en una sola cosa. Ella se divertía tanto atormentando a los marineros frente a las soleadas costas de Chult como azuzando a piratas huma­nos para que atacaran Siempre Unidos. Si una empresa no tenía éxito, simplemente encogía sus hombros coronados de espuma blanca y pasaba a otra cosa. Los mares de Aber-toril eran vastos, y una única isla de elfos no podía acapa­rar la atención de la diosa por mucho tiempo.

Pero Malar se preguntaba si, algún día, él sería capaz de pensar en otra cosa. El transcurso de los siglos no había he­cho nada para aplacar el odio que sentía por los elfos, ni por atemperar su deseo de vencer a Corellon Larethian. No obstante, cada vez veía con mayor claridad que invadir Siempre Unidos era una ardua tarea.

Cuando se cansó de echar pestes, el Señor de las Bestias se arrojó al suelo. Se sentó, apoyó su cabeza de pelaje negro

contra el tronco de un roble venerable y contempló con una malévola mirada carmesí la negrura de una noche sin estrellas. Era la noche más oscura que había visto. Una del­gada capa de nubes tapaba los astros. Malar se alegró, pues la luz de las estrellas era una fuente de gozo y magia para los condenados elfos. En el humor en el que se encon­traba, lo último que necesitaba era algo que le recordara a sus escurridizos enemigos.

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