Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (41 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Extracto de una carta de Carreigh Macumail,

capitán del
Caminante en la Niebla
,

Amigo de los Elfos

15
Las Hojas de Luna, 9000 CV

La ceremonia de reivindicación de las espadas reales se fijó para el atardecer de la víspera del solsticio de verano, un día de poderosa magia. Elfos nobles procedentes de to­dos los rincones de AbeMoril se reunieron en los bosques de Cormanthyr para la ceremonia. Con ellos llegaron tres­cientos archimagos, uno para cada espada.

Cuando el sol empezó a ponerse, todos se congregaron en un ancho valle. Ethlando los esperaba de pie, rodeado por un amplio círculo formado por las espadas con las empuñaduras hacia fuera. Los magos procedieron a ocupar su lugar dentro del círculo, sin tocar las puntas de los relucientes aceros.

Un sentimiento de expectación pesaba en el aire, e in­cluso los pájaros parecieron enmudecer y escuchar la voz de Ethlando, ampliada por la magia, que describía el papel que desempeñarían las espadas mágicas.

—Hace muchos años, Corellon Larethian me dio un encantamiento —anunció con voz resonante y segura, pese a su avanzada edad, y sazonada con el pintoresco acento del desaparecido reino de Aryvandaar—. Yo he en­señado ese encantamiento a estos magos. La magia del he­chizo conferirá a las espadas dos cosas que ninguna otra arma mágica posee: la capacidad para determinar qué po­deres tendrá y para elegir quién es digno de ejercerlos.

El anciano mago examinó lentamente a los elfos con­gregados. Ninguno de ellos parecía creerse indigno de ese honor. Ethlando esperaba que no tuvieran que morir mu­chos antes de que otros cambiaran de opinión.

—Cada clan ha elegido a sus representantes y los ha en­viado aquí. Muchos de los que hoy reclamarán las espadas pertenecen a antiguos linajes y pueden enumerar con or­gullo muchos antepasados ilustres. Eso está muy bien, pero no es el rasero por el que las espadas elegirán.

Unos cuantos entrecejos se fruncieron perplejos o des­concertados al ponderar esas palabras. ¿Qué otro criterio, excepto el linaje, podía utilizarse para elegir una casa real?

Ethlando lo interpretó como una buena señal. Por fin empezaban a pensar.

—Hoy las espadas escogerán a sus primeros poseedores. Con el tiempo, elegirán un clan merecedor de ellas, y una sucesión probada. Así pues, son espadas hereditarias, que pasarán a dignos descendientes mientras el linaje perdure. Con el transcurso del tiempo será cada vez más difícil rei­vindicar una espada, ya que ésta elegirá sólo a aquellos que posean la fuerza potencial y el carácter necesario para ejer­cer todos y cada uno de sus poderes. Con cada generación que pase, será una tarea más complicada.

—¿Cómo sabremos si la espada nos elige?

—Si sigues vivo es que te ha considerado digno —con­testó Ethlando al joven elfo.

El adivino guardó silencio unos momentos para que los congregados asimilaran esas palabras.

—Sí —prosiguió—, las espadas, las hojas de luna, quitarán la vida a los que no consideren merecedores de ellas. Quizás os parezca cruel, ¡pero pensad en el poder que tendrán las armas después de diez generaciones! Es preciso asegurarse de que no caerán en malas manos y que no se les dará un mal uso. Una vez que la espada elija, sólo su legítimo poseedor podrá desenvainarla sin peligro.

Los elfos asintieron, evaluando los aspectos prácticos de esa garantía en armas potencialmente tan peligrosas. No obstante, nadie habló, pues no querían perderse ni una coma de las palabras del adivino.

—Cualquier elfo puede declinar el honor de heredarla. Nadie está obligado, ni hoy ni en el futuro. Pero sabed una cosa: los poseedores de una hoja de luna se comprometen a servir al Pueblo. Y lo harán con gran sacrificio.

»La magia que cada poseedor añada a la espada repre­senta la parte del Tejido que le corresponde. Servirán a la espada y al Pueblo después de muertos, renunciando al gozo de Arvandor. No obstante, ésta no es una sentencia definitiva —se apresuró a añadir—. Cuando la espada concluya su tarea, se adormecerá, perderá su magia y la esencia de todos los que la empuñaron viajará a Arvandor.

El adivino hizo una pausa para que todos los elfos com­prendieran la magnitud del compromiso y después pasó al asunto que los había congregado:

—Las hojas de luna seleccionarán a una familia real de dos maneras. En primer lugar, restringirán el campo. En pocos milenios, sólo un puñado de clanes continuarán en posesión de las hojas. Éstas indicarán si hay una sucesión de elfos dignos. Quizá, dentro de unos milenios, algunos clanes tengan más de una hoja al servicio del Pueblo.

»Los poderes de los que se imbuya a cada espada deter­minarán si ese clan merece gobernar. Algunas espadas se convertirán en armas formidables para diestros guerre­ros, otras serán semejantes a la vara de un mago, tendrán poder para lanzar hechizos. Y una, o quizá dos o tres, se con­vertirán en la espada adecuada para un rey.

Ethlando dejó que sus palabras resonaran largo rato.

—Me gustaría pediros algo a título personal, y no por indicación de los dioses. No dejéis que en el día de hoy cai­gan más de dos elfos de un mismo clan. Si un clan lo de­sea, puede guardar en depósito una espada no reivindi­cada, para que un futuro descendiente la use al servicio del Pueblo. Pero debéis tener presente que los clanes que hoy no consigan reivindicar una espada con éxito tienen pocas probabilidades de aspirar al trono de Siempre Unidos.

«Ahora es el momento de hablar, si tenéis alguna pre­gunta. No es una elección que pueda hacerse a la ligera. No se menospreciará a ningún elfo por no reivindicar una espada, ni ahora ni nunca. Hay muchos modos de servir al Pueblo, y éste es sólo uno de ellos.

Como era previsible, no se oyó otro sonido que el ner­vioso rebullir de pies, y todos los rostros reflejaban con­fianza en el resultado e impaciencia por empezar de una vez.

—Muy bien, entonces —dijo Ethlando con una sonrisa triste—. Éstas son mis últimas palabras. Una vez lanzado el hechizo, los magos dirigirán la ceremonia de elección. El anciano elfo cerró los ojos y empezó a balancearse, al tiempo que tarareaba una inquietante melodía. Uno a uno, los magos del Círculo se fueron uniendo al extraño hechizo. Ante los asombrados ojos de los elfos, Ethlando empezó a brillar con una débil luz azul. A medida que acu­mulaba poder, su cuerpo se fue haciendo translúcido y re­luciente. Los magos, arrastrados al hechizo, empezaron a añadir palabras al encantamiento, aunque eran palabras que ningún elfo mortal había oído ni pronunciado ante­riormente. La figura de Ethlando se fue haciendo más alta y poderosa a medida que el encantamiento absorbía magia del Tejido y sabiduría de los dioses.

El conjuro concluyó con una única nota, aguda y so­nora. El cuerpo de Ethlando estalló, como cristal hecho añicos por el sonido. La luz que era Ethlando alumbró como rayos de un sol cerúleo. Flechas azules de magia y poder impactaron en las hojas de luna que, de pronto, se colmaron de magia y relucieron con una intensa luz azul.

Los elfos se taparon los ojos con las manos para resguar­darse de la súbita luminosidad. Cuando sus ojos se ajusta­ron a la luz mágica, vieron que, aunque las hojas de luna aún brillaban, Ethlando había desaparecido.

Todos comprendieron lo ocurrido. Era como Ethlando había dicho: el poder de las hojas de luna se alimentaba de la esencia de los elfos nobles que las poseyeran. El primer poder, que constituía la base de todos los que seguirían, era la capacidad de ver y juzgar. ¿Y quién mejor para ello que el venerable adivino?

Se hizo un reverente silencio antes de que uno de los ar-chimagos hablara:

—Trescientas espadas, trescientos elfos. Que den un paso al frente los clanes que aspiran al trono de Siempre Unidos.

Los primeros representantes de los clanes avanzaron. Formaron un círculo alrededor de las relucientes armas, se arrodillaron para implorar la gracia de los dioses y jurar que consagrarían su vida al Pueblo. A una señal de los ma­gos, todos extendieron el brazo para empuñar las espadas.

El valle se inundó de luz azul y se produjo un estallido que hizo temblar los antiguos árboles. En el opresivo silen­cio que siguió, menos de doscientos elfos se levantaron con una reluciente espada en la mano. Los demás yacían muertos, destrozados por el fuego mágico. ,

En los semblantes de todos los presentes se leía la incre­dulidad y el horror. ¡Entre los muertos había algunos de los guerreros más avezados y de los magos más importan­tes! Si ellos no eran dignos, ¿quién lo sería?

La respuesta estaba ante sus ojos: ciento setenta y dos el­fos deslizaron sus hojas de luna en las vainas vacías y, des­pués, se alejaron de los círculos. Sus rostros estaban ilumi­nados no por el orgullo, sino por un temor reverencial.

—Los clanes que deseen intentarlo de nuevo pueden ha­cerlo ahora —dijo el archimago—. Retirad a vuestros muer­tos y recordadlos con orgullo. Su muerte no ha sido deshon­rosa. A algunos les es dado volar, a otros nadar, y a otros cazar. No todos los elfos poseen el talento para reinar, y no todos los clanes llevan la simiente de futuros reyes y reinas.

Sin embargo, era evidente que la mayoría de los elfos presentes creían que el destino de su clan era reinar. Todas las familias que habían fallado enviaron a un segundo re­presentante. Esta vez, sólo quedaron en pie dos.

—Elfos de la luna —murmuró Claire Durothil, una jo­ven maga que ocupaba el cuarto lugar en la lista para tener el honor de demostrar el derecho al trono de su clan—. Todos los elfos que llevan hojas de luna son plateados. ¿Por qué?

Su pregunta se fue repitiendo por la multitud y levantó murmullos que adquirieron rápidamente la furia de una tempestad. Finalmente, el Primer Consejero de Corman-thyr trató de apaciguar a los enojados elfos.

—Es cierto que Ethlando sugirió que únicamente elfos de la luna se sometieran a la prueba —admitió—. Según él, por su carácter e inclinación, en general están mejor preparados para tratar con otras razas. Los elfos nos hemos convertido en una minoría. Ethlando temía que si los go­bernantes cerraban los ojos a la realidad de un mundo en cambio, les faltaría la perspicacia y el conocimiento nece­sarios para asegurar la pervivencia de Siempre Unidos.

—¿Y, sabiendo esto, has permitido que todos probára­mos? —le recriminó Claire Durothil.

El Primer Consejero suspiró.

—¿Habríais desistido de saberlo? Y ahora, ¿hay alguno entre vosotros que quiera intentarlo por tercera vez?

Se hizo un silencio largo y embarazoso, y diez elfos dora­dos se adelantaron para reivindicar el honor de su clan.

Con el corazón en un puño, los espectadores contem­plaron cómo los diez eran reducidos a cenizas y huesos car­bonizados.

Después de que sus parientes retiraran sus restos, Claire Durothil se adelantó y dijo:

—Reivindico una hoja de luna en nombre del clan Du­rothil. Según Ethlando, estoy en mi derecho. Aunque no pretendo comprender todo lo que ha ocurrido hoy, es po­sible que el destino de los elfos dorados no sea reinar en Siempre Unidos. No obstante, estoy segura de que en mi familia ha habido elfos dignos y de gran valía, y que habrá muchos más. Dame una espada, para que un elfo de mi clan pueda reivindicarla cuando llegue el momento.

El archimago introdujo un arma en una funda y tendió la hoja de luna, ahora apagada, a la elfa dorada. Claire la tomó sin vacilaciones ni temores y regresó junto a sus sombríos parientes.

Varios elfos dorados siguieron su ejemplo: los Nimesin, Ni'Tessine y Starym se llevaron a casa espadas sin dueño legítimo.

Sin palabras, todos los elfos admitieron que eso tam­bién era un honor, porque sin duda llegaría el momento en el que la espada elegiría a su digno poseedor. Además, Ethlando no había dicho que fuese imposible que un elfo dorado ganara el trono, sólo que era improbable.

La ceremonia de las espadas se prolongó hasta bien en­trada la noche. Algunos clanes de elfos plateados reclama­ron varias hojas, e incluso unos pocos plebeyos ganaron esa noche una espada mágica y, con ella, el derecho a fundar una casa noble. No hubo protestas ni discusiones sobre los resultados, pues nadie podía negar el poder que los había dictado. La mayoría de los elfos dorados estaban dispuestos a aguardar y esperar el proceso de sucesión, del cual pocos creían que estuvieran completamente excluidos.

El alba no encontró en el valle ningún signo de magia ni de muerte ni de elfos. Todos habían regresado a sus hoga­res para reflexionar sobre lo ocurrido. Tendrían que pasar muchos años antes de que los gobernantes de Siempre Unidos fueran elegidos, pero todos y cada uno de los elfos dueños de una hoja de luna estaban convencidos de que, fuera cual fuese el proceso de selección, el trono sería suyo.

16
La espada de un rey, 715 CV

Una débil nevada caía sobre los bosques de Siempre Unidos. Los copos, grandes y aterciopelados, revoloteaban y giraban mientras caían entre las ramas desnudas de los árboles. Algunos quedaron adheridos al cabello de Zaor Flor de Luna y centellearon como estrellas de hielo, resal­tando contra el lustre que poseían los abundantes rizos del elfo, de un color azul oscuro.

Pero Zaor era ajeno a la belleza del bosque y de la mag­nífica estampa que él mismo presentaba. Era un elfo en la flor de la vida y en sus dos siglos de existencia había visto y hecho mucho. Pese a que el paso del tiempo apenas le ha­bía dejado marca, nadie que lo viera pensaría que se tra­taba de un joven bisoño.

Para empezar, Zaor era extremadamente alto —superaba en más de un palmo el metro ochenta de estatura— y casi tan fornido como un guerrero humano, todo lo cual lo convertía casi en un gigante entre los suyos. El color de su pelo también era de lo más insólito entre los elfos de la luna: un azul bri­llante y profundo, que evocaba zafiros o mares tempestuosos.

Los ojos de Zaor tampoco eran los de un joven. Eran azules con motitas doradas, pero una honda y profunda tristeza atenuaba su brillo natural. Esos ojos habían pre­senciado más batallas, más muerte y más horror que la ma­yoría de elfos en toda su vida.

Zaor no llevaba mucho tiempo en Siempre Unidos. Era uno de los pocos supervivientes de Myth Drannor que ha­bían buscado refugio en la isla.

Pero en Siempre Unidos no había hallado la paz. Ya ha­bía pasado un año desde el cerco final, pero en sus oídos aún resonaban los gritos de la moribunda Myth Drannor y todavía sentía como un dolor físico el vacío que dejó la destrucción del Mythal que protegía la espléndida ciudad.

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