Siete años en el Tíbet (37 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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El, por su parle, me cuenta la historia de su país y me explica la doctrina budista; en este terreno es invencible, y sospecho incluso que desearía convertirme. El Dalai me da cuenta de sus lecturas y me explica que le interesan extraordinariamente los métodos que permiten a los santos disociar su personalidad. Las narraciones que tratan de los fenómenos de levitación le impresionan en gran manera, y esta firmemente convencido de que, por la fe y con la observancia de ciertas reglas, el hombre puede trasladarse con el pensamiento a un lugar distinto de aquel en que reside su envoltura carnal.

Su más caro deseo es llegar a conseguirlo.

Un día le contesto riéndome:

—¡Si alguna vez lo consigues, Kundun, te juro que me hago budista!

TERCERA PARTE

Los últimos días del Tíbet

La amenaza china

Mi amistad con el Dalai Lama había de ser de corta duración. El tono empleado por los locutores de Radio Pekín era cada vez más fuerte: Chang Kai Chek ya se había replegado a Formosa, abandonando China en manos de su rival comunista. En Lhasa, el Gobierno se mantenía reunido en sesión permanente y sin cesar se formaban nuevos regimientos. Al pie del Potala, los soldados se ejercitaban en el manejo de las armas modernas y, con motivo de las revistas militares, las diversas unidades recibían sus banderas bendecidas por el Dalai.

Fox, el ex operador de la misión comercial inglesa, había sido nombrado instructor del Ejército y se dedicaba a crear la radio tibetana; a cada regimiento se le dotó de una estación emisora-receptora que permitía a su comandante mantenerse en contacto con el Estado Mayor.

En aquella época, la Asamblea Nacional se reunía constantemente; constituida por cincuenta altos funcionarios civiles y religiosos, su presidencia esta formada por los priores de los monasterios de Drebung, Sera y Ganden, a los cuales se agregan cuatro secretarios. Sin embargo los ministros se reúnen en un local contiguo a aquel en que tiene su sede la asamblea, y todas las decisiones de esta se ponen en su conocimiento. Si bien los ministros no tienen mas que el derecho de observadores, el Dalai Lama y, durante su ausencia, el regente son quienes deciden en última instancia y, desde luego, nadie se atrevería a discutir una orden emanada de estas cumbres de la jerarquía.

Ante la inminencia del peligro, el Gobierno consulta a cada paso al oráculo del Estado pidiéndole consejo; pero sus profecías, extraordinariamente sombrías, no contribuyen ni mucho menos a levantar la moral del país, y por más que los monjes procuren acallar los rumores, las noticias se extienden rápidamente. Se dice que el adivino ha pronunciado estas palabras: «Un poderoso enemigo amenaza al Tíbet por el Norte y por el Este conjuntamente». O bien: «La religión está en peligro».

Los adivinos están más solicitados que nunca, pues todo el mundo quiere saber la suerte que le aguarda; los timoratos se apresuran a tomar precauciones y trasladan sus bienes al sur del Tíbet, en la proximidad de la frontera india, o bien a sus más lejanas posesiones del Oeste. Pero la inmensa mayoría de la población, confiando en sus dioses, continúa esperando un milagro que libre al país de la guerra y la invasión.

Los miembros de la Asamblea Nacional son infinitamente más realistas; los funcionarios y altos dignatarios, al ver acumularse los negros nubarrones, comprenden que la política de aislamiento del Tíbet es algo totalmente caducado. A manera de protesta contra las reivindicaciones chinas, el Gobierno decide dar pública muestra de autoridad, proclamando ante el mundo la voluntad de independencia del país. Para empezar, una emisora creada con este fin, Radio Lhasa, difunde cada día en tibetano, en inglés y en chino un boletín explicando el punto de vista del Gobierno, y además varias misiones de propaganda se dirigen a Pekín, Delhi, Washington y Londres, donde deben ponerse en contacto con los dirigentes de cada nación.

Estas delegaciones están formadas por monjes y por nobles educados en la India y que hablan inglés. Desgraciadamente, todas acaban por quedarse en la India, víctimas de la conducta irresoluta del Gobierno tibetano y de las maniobras de las grandes potencias, que por todos los medios procuran retrasar su marcha.

El joven Dalai Lama sigue de cerca el desarrollo de la situación, y aunque no abriga grandes esperanzas, sigue confiando en que las negociaciones logren resolver de una vez para siempre las diferencias que enfrentan al Tíbet con la China de Mao Tse Tung.

El dios-rey y yo nos reunimos a menudo en la sala de proyecciones, y por ciertos detalles comprendo que nuestras conversaciones le satisfacen. Con frecuencia, lo veo paseándose por el «jardín de las piedras preciosas»; inmediatamente, se dirige a mi encuentro y me tiende la mano, pero a pesar de su amabilidad y de la amistad que me demuestra, yo no olvido nunca que se trata del soberano del Tíbet.

Me ha pedido que le explique los acontecimientos mundiales y los últimos descubrimientos de la ciencia occidental y, además, le doy lecciones de inglés y de geografía.

Me deja asombrado la rapidez con que asimila las materias más diversas; su inteligencia, su aplicación y su capacidad de trabajo son sencillamente prodigiosas. Si le doy diez frases para traducir al inglés, el me traduce, de
motu propio
, el doble. Como muchos tibetanos, tiene gran facilidad para los idiomas; en Lhasa, muchísimos nobles y comerciantes hablan corrientemente el chino, el mongol, el hindi o el nepal, por más que, al revés de lo que podría suponerse, estos idiomas no tienen entre sí la menor semejanza. Como ejemplo diré que en el tibetano no existe la F, mientras que la R se repite constantemente, y en el alfabeto chino sucede exactamente a la inversa. Mi discípulo tiene gran dificultad en pronunciar las efes cuando deletrea las palabras inglesas. Para completar mis lecciones, escuchamos cada día las noticias difundidas por Radio Delhi, en especial las que se dan para que los oyentes puedan tomarlas al dictado.

Un día me entero por casualidad de que en un ministerio se encuentran varias cajas con manuales en inglés. Una simple palabra de mi alumno basta para que una hora después nos los traigan, y con ellos organizamos una pequeña biblioteca escolar en la sala de proyecciones. Estos libros pertenecen al decimotercer Dalai Lama.

Y de su impecable estado parece desprenderse que no han sido apenas leídos, ni siquiera hojeados.

El antecesor de Kundun había adquirido sus conocimientos en lo que atañe al mundo occidental durante su estancia en la India y en China. En aquella época, tuvo por amigo y consejero a sir Charles Bell, ardiente defensor de la libertad del Tíbet, el cual era oficial de enlace inglés en el Bhutan, en el Sikkim y en el Techo del Mundo.

El nombre de aquel inglés, el primer europeo que mantuvo relaciones directas con un soberano del Tíbet, no me era desconocido, e incluso había leído algunos de sus libros durante mi cautiverio.

Aún cuando no salió nunca de su capital, mi discípulo siente gran interés por el estudio de esos países extranjeros; la geografía le apasiona y dedica la máxima atención a los mapas que para el dibujo representando el Asia Central y el Tíbet. Valiéndome de una estera, le explico porque el horario de Lhasa lleva un adelanto de once horas sobre el de Nueva York, lo cual implica esa desproporción entre la hora de las emisiones norteamericanas y las hindúes. Al cabo de pocos meses, la corteza terrestre ya no guarda para el ningún secreto, y los Alpes o el Cáucaso le son tan familiares como el nombre de las principales cimas del Himalaya. El hecho de que la cumbre más alta del mundo se encuentre en su país lo enorgullece, y no puede ocultar su sorpresa al enterarse de que el Tíbet es, por su extensión, uno de los más grandes Estados del Globo.

Terremotos y malos presagios

A mitad del verano, un inesperado acontecimiento vino a interrumpir nuestras acostumbradas reuniones de sociedad: el 15 de agosto, un terremoto conmovió los edificios de la ciudad santa.

El año anterior, por aquella misma época, sobre el cielo de Lhasa había aparecido un cometa que fue visible durante varias noches consecutivas, y entonces los ancianos recordaron que la aparición de un meteoro había precedido también a la primera invasión del Tíbet por las tropas chinas.

El temblor de tierra no vino precedido por ningún signo precursor; el seísmo se inició con una sacudida seguida de sordas detonaciones, que se repitieron hasta cuarenta veces; en el cielo, hacia el Este, apareció un resplandor rojo, y luego, durante una semana, se produjeron nuevos temblores, cada vez de menor amplitud.

Simultáneamente, la radio india anunció que la configuración del Assam había quedado transformada por aquel mismo terremoto. Algunas montañas se hundieron, rellenando los valles; se abrieron enormes grietas, y, finalmente, los deslizamientos de tierras, al obstruir el curso del Brahmaputra formaron una gigantesca bolsa de agua que al reventar había asolado el valle inferior. Se necesitaron tres semanas para calcular la importancia de los daños en el Tíbet, donde el seísmo había tenido su epicentro. Entre los ocupantes de los conventos y ermitas excavados en las rocas, las víctimas se contaban por millares. En muchos sitios, la catástrofe había sido tan repentina, que nadie tuvo tiempo de ponerse a salvo. Varios castillos se derrumbaron y en algunas regiones las gentes fueron tragadas vivas por las enormes grietas que se abrían bajo sus pies.

A medida que pasan las semanas, los malos presagios se multiplican: los animales dan a luz algunos monstruos, el capitel de una columna que se alza al pie del Potala cae y se rompe, y, en fin, una mañana, a pesar de que el cielo está despejado, el agua chorrea gota a gota por una gárgola del Tsug Lha Kang. Por supuesto, esos fenómenos son producidos por causas naturales, pero refutar los argumentos de los tibetanos y convencerlos de lo contrario es algo que está por encima de mis fuerzas. Por otra parte, del mismo modo que una señal nefasta los abate, también al menor indicio favorable sus ánimos se levantan.

El Dalai Lama está al corriente de los acontecimientos y, aunque es tan supersticioso como todos sus súbditos, no obstante, me pide mi parecer. Nuestras conversaciones se prolongan durante horas enteras y a ellas dedica todos sus momentos libres. De vez en cuando mira la hora en su reloj, pues su tiempo está calculado al minuto y sabe que sus maestros le esperan.

La casualidad me permite calibrar la importancia que concede a nuestras conversaciones. Un día, sabiendo que está ocupado en largas ceremonias y audiencias, y suponiendo que su sobrecargado horario no le permitirá recibirme, aprovecho la ocasión para escalar con un amigo una montaña cercana a Lhasa. Con mi criado Nyima hemos convenido que me hará una señal si el joven dios me manda llamar. Y, en efecto, a la hora de costumbre, veo alzarse una columna de humo por encima de mi casa. Echando a correr como un loco, desciendo en dirección al Norbulingka; mi criado me espera a mitad de camino con un caballo y, saltando sobre el, me lanzo al galope hacia el palacio de verano. Al llegar sin aliento, Kundun me estrecha la mano y me pregunta:

—¿Por qué llegas con retraso, si sabías que te esperaba?

Esta vez, su madre y su hermano menor asisten a la lección, y al final proyecto una de las ochenta películas que posee el Dalai Lama.

Por fin voy a saber cuál es la actitud que con el adoptan los suyos. A partir del momento en que el niño es reconocido como encarnación de Buda, yo se que su familia le considera como un dios y también lo prueba el hecho de que, para visitarle, su madre se haya puesto el traje de ceremonia. Al despedirse de Kundun, se prosterna ante el y recibe su bendición por imposición de la mano derecha y no de ambas manos, como es costumbre cuando se trata de monjes o de personajes de importancia.

Cuando nos quedamos a solas, el joven rey me enseña su cuaderno de cuentas. Hasta ahora habíamos dejado voluntariamente de lado esta asignatura; para contar, el muchacho se sirve del tablero de bolas que emplean generalmente sus compatriotas, que son verdaderos maestros en el manejo de este aparato. Son ya incontables las apuestas que he perdido tratando de rivalizar en rapidez con los tibetanos al hacer una operación. En las escuelas se emplean también pedazos de loza, alubias y huesos de frutas, pero en la vida corriente se valen de sus rosarios para operaciones sencillas como las sumas y las restas.

A mi discípulo y a mi casi nunca se nos molesta durante las lecciones. Una vez, se presenta un guardia que trae una carta; al ver al Buda Viviente, se prosterna tres veces, le entrega la misiva y luego, sin levantarse ni volverse de espaldas, va arrastrándose hacia la puerta hasta que desaparece. En tales ocasiones me doy cuenta de hasta que punto mi actitud es contraria a la etiqueta.

La carta es de Tagchel Rimpoche, hermano mayor del Dalai y prior del monasterio de Kumbum, en la provincia china de Tsinghai, sometida a los comunistas. Por su mediación, el Gobierno de Pekín espera ejercer alguna influencia sobre el joven soberano e inducirle a una avenencia con el régimen. Tagchel Rimpoche anuncia su próxima llegada a Lhasa.

Aquel mismo día voy a hacer una visita a la familia del Buda Viviente. Su madre me recibe reprendiéndome amistosamente.

También ella se ha dado cuenta de lo mucho que el Dalai se ha aficionado a mí, y por ello me reprocha mi retraso de la víspera.

En Lhasa, todo el mundo sabe ya adónde voy cada día al dar las doce.

Como era de esperar, los monjes han querido oponerse a estas visitas, que consideran contrarias al protocolo, pero la madre y los hermanos del Dalai Lama se han puesto resueltamente de mi parte.

Otra vez, al entrar en el «jardín de las piedras preciosas», me parece descubrir tras la ventana de la sala de fiestas la silueta de Kundun; al acercarme, compruebo que lleva puestos unos lentes, cosa que no le había visto usar nunca. Con toda sencillez me explica que tiene que usarlos porque sufre de la vista, y Lobsang Samten se los ha procurado por mediación de la Misión comercial hindú.

Aquello es una consecuencia de la oscuridad que reina en el interior del Potala, donde resulta casi imposible poder leer. Otra innovación: sobre sus vestiduras de monje, Kundun lleva una chaqueta; la idea ha sido cosa suya, y se muestra muy orgulloso de los bolsillos, que son algo desconocido en el Tíbet. El Dalai me explica que se ha inspirado en los míos, pues le parecen de gran utilidad. En ellos guarda un cuchillo, bombones, lápices de colores, y también los utiliza para sujetar su estilográfica. Su gran distracción la constituye la colección de relojes heredada de su antecesor; pero el que más le gusta es un reloj con calendario perpetuo que se ha comprado con su dinero.

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