Una noche oímos resonar sobre la ciudad santa el zumbido de un motor, y dos días después nos enterábamos de que cinco aviadores norteamericanos se habían lanzado en paracaídas, aterrizando cerca de Samye. Inmediatamente, el Gobierno les hizo saber que los devolvería a la India, vía Lhasa. Me imagino la sorpresa de los que acababan de escapar a la muerte, al encontrarse a unos kilómetros de la capital con los enviados del Gobierno que venían a invitarlos a tomar el té con manteca y a entregarles echarpes de seda. Los aviadores explicaron que, después de perder el rumbo, faltó muy poco para que el avión se estrellara contra una cumbre de los montes Nien-Tchen-Tgan-La. En el último instante, lograron dar la vuelta y después, al ir terminándose la gasolina, tuvieron que lanzarse en paracaídas; exceptuando algunas contusiones sin importancia, ninguno de ellos estaba herido. Después de pasar algunos días en la capital, los cinco norteamericanos se agregaron a una caravana oficial y emprendieron el camino hacia el Sikkim, encantados del recibimiento que les habían hecho.
Varios de sus compañeros no tuvieron la misma suerte: sus aparatos se estrellaron contra las montañas que limitan la alta meseta.
En el Tíbet oriental, unos nómadas encontraron los restos de dos fortalezas volantes, pero ni rastro de sus tripulaciones. Se envió una expedición al lugar de las catástrofes y el fuselaje de los aparatos fue recogido y encerrado en hangares cuyas puertas se precintaron.
Otro avión cayó al sur del Himalaya, cerca de la frontera del Assam, en una comarca habitada por tribus medio salvajes. Estos indígenas, que no practican la religión budista, viven en los bosques tropicales que pueblan aquella parte del Tíbet, su existencia está rodeada de leyendas y los tibetanos temen mucho a sus flechas envenenadas.
Algunas veces, los miembros de esas tribus apenas conocidas salen de sus guaridas para cambiar pieles y almizcle por sal y adornos de quincalla. Un día, tres de esos salvajes vinieron a ofrecer unos instrumentos y objetos que no podían provenir mas que de los restos de un avión, pero no pudieron o no quisieron dar la menor indicación del lugar donde se produjo la catástrofe.
La situación en Asia se agrava por momentos; el Gobierno de Pekín acaba de declarar que piensa «liberar» pronto al Tíbet.
En Lhasa nadie se forja ilusiones y todo el mundo sabe que, en estos asuntos, los comunistas no dejan de cumplir su palabra.
En consecuencia, se decide reorganizar y modernizar el Ejército nacional, y esa tarea es confiada a uno de los ministros. Cada pueblo tibetano debe aportar un número de soldados a proporción con sus habitantes. Aquí no existe el servicio militar obligatorio; el Gobierno tiene bajo las armas unos efectivos permanentes, pero no le importa saber de que modo son reclutados. Todo el mundo puede comprarse un sustituto, pero entonces este se convierte automáticamente en militar profesional.
Los instructores del Ejército, formados en la India, conocen el manejo de las armas modernas; las órdenes se dan en un idioma híbrido mezcla de tibetano, de urdu y de inglés. Para evitar confusiones, el ministro encargado de la reforma crea voces de mando puramente tibetanas y hace componer para el himno nacional (el God Save The King) una letra que canta la gloria del Dalai Lama y exalta la independencia del país.
De la noche a la mañana, las praderas que circundan a Lhasa se convierten en terrenos de prácticas; se crean nuevos regimientos y el Gobierno solicita de los nobles una aportación voluntaria, que permita equipar a un millar de hombres. Finalmente, unos cursos de preparación militar forman a los futuros oficiales reclutados entre los funcionarios civiles y religiosos, la mayoría de los cuales se consagran con entusiasmo a su nueva tarea.
En verano, el uniforme es de algodón caqui, y en invierno, de paño de color verdoso. Es semejante al traje usual de los tibetanos: un poncho que sirve a la vez de abrigo y de manta, el pantalón y las botas hasta la rodilla. Durante el verano, los soldados se protegen del sol con un sombrero de alas anchas, y en invierno llevan un casquete de pieles. Dejando aparte todas las comparaciones y salvadas todas las distancias, las tropas dan la impresión de disciplina y marcialidad, y la obediencia a las ordenes es absoluta; esto se explica al saber que los soldados se reclutan principalmente entre los siervos, acostumbrados a la sumisión desde la infancia. Además se dan cuenta de que son los defensores de la independencia y la religión de su país.
Hasta el momento presente, el Gobierno no tenia que preocuparse por el avituallamiento del Ejército: los soldados eran alimentados por sus pueblos de origen, de modo que no había problema. Pero ahora que hay que organizar los servicios de intendencia, la cosa se complica.
Se movilizan todos los medios de transporte para llevar a los acantonamientos y a las guarniciones los productos alimenticios conservados en los silos de las provincias alejadas. Esos silos son grandes construcciones de piedra, inmensos túmulos sin aberturas, excepto algunos agujeros para la ventilación, y los víveres allí almacenados se conservan durante varios años, porque la sequedad del aire impide que fermenten y se descompongan. Pronto quedaron vacíos los depósitos del interior del país, por haber sido trasladado su contenido a las regiones más amenazadas.
La diferencia del trato que reciben un oficial o un soldado es muy apreciable. Cuanto más alta es la graduación de un militar, más abundantemente lleva el pecho recubierto de medallas y condecoraciones. Cada uno puede ponerse tantas como quiera, y yo mismo he conocido a un general cargado de oro de pies a cabeza y desde las espuelas hasta la gorra; el hombre se había hecho copiar las condecoraciones sacadas de revistas extranjeras, pues no existen órdenes ni medallas tibetanas. El soldado que se distingue por su valor tiene derecho al pillaje de los bienes del vencido, pero, en cambio, está obligado a entregar a las autoridades las armas que capture. Las expediciones de castigo contra los bandidos son una demostración de este sistema. Cuando una banda de khampas amenaza a los habitantes de una provincia, el gobernador envía destacamentos de tropas regulares en persecución de los malhechores, y el número de voluntarios es siempre superior a la demanda. Atraídos por la perspectiva del botín, los hombres se arriesgan de buena gana a las represalias de los bandidos. Este derecho de pillaje da lugar a múltiples incidentes; uno de ellos fue causa de la muerte de varios rusos y de un norteamericano.
Cuando la ocupación del Sinkiang por las tropas comunistas chinas, el cónsul norteamericano Machiernan, otro compatriota suyo, el estudiante Bessac y tres rusos blancos decidieron huir hacia el Tíbet.
Previamente y por mediación de la Embajada de los Estados Unidos en Nueva Delhi solicitaron autorización para atravesar el territorio tibetano, y el Gobierno se la concedió. De Lhasa partieron los mensajeros encargados de transmitir a las patrullas de los puestos fronterizos la orden de dejar pasar a los fugitivos.
La caravana había de cruzar primero los montes Kuen Lun y después las mesetas del Changtang. La mala suerte quiso que el mensajero con la orden llegase algo después que los expedicionarios cruzaran el paso fronterizo y antes de que estos se pusieran al habla con el destacamento de vigilancia los soldados tibetanos hicieron uso de sus armas. La vista de doce dromedarios pesadamente cargados había contribuido en gran manera a disipar sus escrúpulos. El cónsul norteamericano y dos de los rusos murieron en el acto, el otro ruso quedó herido y tan sólo Bessac salió indemne; una vez hecho prisionero, fue llevado ante el gobernador de la provincia, mientras los soldados se repartían el botín. Entonces llegó la orden encargando a las autoridades que considerasen a los viajeros como huéspedes del Gobierno. Inmediatamente se hizo marcha atrás, pero ¡ya era un poco tarde! Aterrado, el gobernador dirigió a Lhasa un relato circunstanciado de lo ocurrido. Deseoso de compensar la conducta de sus subordinados, el Gobierno envió al encuentro de Bessac y del herido a un enfermero educado en la India y les rogó que vinieran a declarar contra los autores del hecho. Según costumbre, un alto dignatario salió al camino a recibir a los supervivientes, y, habiéndome enterado a tiempo, me fui con el, pues tenía la esperanza de que una franca explicación aplacara el resentimiento del joven norteamericano; además, deseaba convencerle de la sinceridad del Gobierno tibetano. El encuentro tuvo lugar a unos veinte kilómetros de la ciudad santa, bajo un verdadero diluvio. Una tienda y un guardarropa completo esperaban a Bessac y en Lhasa estaba preparado un palacio para ambos viajeros, con un cocinero y varios criados a su disposición. El ruso Vassilief no estaba mas que levemente herido; pronto mejoró y pudo empezar a andar con muletas. Invitados por el Gobierno, pasaron un mes en la capital, donde a menudo tuve ocasión de hablar con ellos. Bessac no alimentaba ningún rencor contra el país que tan mal le había recibido y se limitó a exigir el castigo de los soldados que le maltrataron después de ser arrestado. El Gobierno le invito a presenciar el castigo para que pudiera convencerse por si mismo de que la condena pronunciada no era puramente formularia. Cada culpable debía recibir cien azotes. Sin embargo, a la vista de aquel suplicio inhumano, Bessac intervino, logrando la remisión de las penas impuestas. Las fotografías que hizo en aquella ocasión fueron publicadas en Life dando testimonio de la buena fe del Gobierno tibetano.
Los tres muertos fueron enterrados a la manera de Occidente; y así es como en el corazón del Changtang tres cruces de madera cobijan unas tumbas iguales a las de nuestros cementerios. La suerte de las víctimas fue tanto más trágica cuanto que cayeron en el momento de pisar un territorio neutral.
Después de ser recibido por el Dalai Lama, Bessac marchó en dirección al Sikkim, donde le esperaban los representantes de la Embajada norteamericana en la India.
El malestar del momento llevó al Tíbet a muchos otros fugitivos.
Una caravana de camellos atravesó el Changtang de un extremo al otro; era la de un príncipe mongol que iba acompañado de sus dos esposas, la una polaca y la otra mongola, y de sus dos hijitos.
Los viajeros permanecieron seis meses en Lhasa y luego se trasladaron a la India.
Recuerdo también un terrible drama, que pone en evidencia la espantosa crueldad de nuestra época. Huyendo del régimen comunista, ciento cincuenta rusos habían abandonado su país y, dejando numerosos muertos por el camino, atravesaron una parte de la Siberia, el Turquestán y el Tíbet. Tras cinco años de peregrinajes, cuando llegaron a Lhasa, los desgraciados no eran ya mas que veinte. El Gobierno hizo todo lo que pudo para darles albergue y comida, pero, una vez más, el destino vino a perseguirlos. Hacia tres semanas que los fugitivos se hallaban en la capital, cuando los chinos invadieron el Tíbet de nuevo se pusieron en marcha, en dirección a la India.
Algún tiempo después le en un periódico que los veinte fugitivos acababan de llegar a Hamburgo, desde donde esperaban trasladarse a los Estados Unidos.
Estos incidentes empiezan a preocupar seriamente a los tibetanos, y el Gobierno moviliza todas las fuerzas vivas de la nación y procura fortalecer su moral reavivando los sentimientos religiosos de la población. Se nombran nuevos funcionarios encargados de organizar la propaganda, y los monjes reciben orden de dar lectura en público a algunos pasajes del Kangyur. Por todo el territorio se alzan mástiles de plegarias para atraer la benevolencia del cielo sobre la patria amenazada. El pueblo tiene la confianza de que la intervención divina bastará para preservar la independencia nacional.
Entre tanto. La radio de Pekín lanza a las ondas esta declaración: «La liberación del Tíbet está próxima; la China de Mao Tse Tung cumplirá muy pronto sus promesas…»
Jamás se vio en los templos tanta afluencia de gente, y las ceremonias que se celebran en el curso de los primeros meses de 1950 sobrepasan en pompa y en solemnidad todo cuanto se había visto hasta entonces. Enardecida de fervor, la multitud se agolpa en las calles de Lhasa y eleva al cielo plegarias y suplicas.
No obstante, los negros nubarrones siguen amontonándose en el horizonte Y, falta de ayuda exterior, la independencia tibetana pronto no será mas que un recuerdo.
En esta época, y por mediación de Lobsang Samten, el Dalai Lama me hace filmar las ceremonias con que se inicia el nuevo año; las fiestas no duran mas que diez días, y en Lhasa empiezan ya a notarse las primeras señales precursoras de la primavera.
Esta vez, los festejos no se celebran en el Parkhor o en el Lingkhor, sino en el barrio de Cho. Sobre el Potala ondea la mayor bandera del mundo; sesenta monjes trasladan la enorme tapicería y la desenrollan para colgarla sobre el gran muro de la fortaleza. El resto del año, este símbolo se guarda en un cobertizo construido al pie del palacio. En esta tonka gigantesca, especie de tapiz multicolor todo el tejido en seda, se ven las efigies de los dioses destacándose sobre un fondo adornado con arabescos. Durante su exposición, se dirige al barrio de Cho una comitiva de la que forman parte las autoridades civiles y eclesiásticas. Los monjes, con el rostro cubierto por máscaras y luciendo collares y otros adornos de hueso, ejecutan las danzas rituales, mientras el público, en profundo silencio, contempla el espectáculo; de vez en cuando se alza un murmullo, cuando algún espectador cree adivinar, cien metros más arriba, la delgada figura del Dalai Lama en pie sobre los tejados del Potala. Sobre las gradas de la escalinata que conduce al palacio, los peregrinos y los fieles en general, se prosternan ante el magnífico tapiz, que el viento hace ondular. Apenas han terminado las ceremonias, el grupo de religiosos que ha colgado la tanka vuelve a enrollarla y a guardarla de nuevo en su cobertizo hasta el siguiente año.
El edificio más grandioso del barrio de Cho es la imprenta del Estado. Ni el menor ruido se escapa jamás de ese austero cuadrilátero de paredes grises que muy bien podrá confundirse con una cárcel. Los monjes son los que mandan en su interior. Sobre unos encañizados están puestos a secar grandes pedazos de madera que se utilizan para fabricar las planchas de impresión. Unos monjes graban en ellos las letras que han de servir para componer los libros encargados por el Gobierno; esas tablillas se colocan después en estanterías, una sobre otra, siguiendo el orden de las páginas.