Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
—Símon y yo estábamos charlando —dijo Grímur, y volvió a poner el rostro bajo la luz, de modo que se viera la quemadura.
Los ojos de la madre aumentaron bruscamente de tamaño al ver su cara con aquella cicatriz roja como el fuego. Abrió la boca como si fuera a decir algo o a soltar un grito, pero no se oyó nada, y se quedó mirándole fijamente con gesto de incredulidad.
—¿No te parece bonito? —dijo él.
Había algo extraño en Grímur. Algo que Símon no sabía del todo lo que era. Más seguridad en sí mismo. Más vanidad. Él era quien ostentaba el poder, aquello trascendía su presencia frente a la familia; siempre lo había ostentado, pero ahora era algo más, algo más peligroso, y Símon se puso a pensar en qué podía ser, cuando Grímur se levantó despacio de la mesa.
Fue hacia la madre.
—Símon me habló del soldado que venía por aquí a traer truchas y que se llamaba Dave.
La madre calló.
—Y fue un soldado llamado Dave el mismo que me hizo esto —dijo, señalando la cicatriz—. No puedo abrir el ojo del todo porque tuvo la sana ocurrencia de echarme encima el café. Primero lo calentó en una jarra hasta que estuvo tan caliente que necesitó un paño para cogerla, y pensando en que nos iba a servir café, me lo tiró directamente a la cara.
La madre apartó los ojos de Grímur y clavó la mirada en el suelo, sin moverse.
—Le hicieron pasar al cuarto donde yo estaba esposado con las manos a la espalda. Y todos sabían ya lo que pensaba hacerme.
Se dirigió amenazante hacia Mikkelína y Tómas, que estaban en el pasillo. Símon seguía clavado en su silla junto a la mesa de la cocina. Grímur se volvió de nuevo hacia la madre y avanzó hacia ella.
—Era como sí estuvieran recompensando a aquel hombre —dijo—. ¿Tú sabes por qué?
—No —dijo la madre en voz baja.
—No —repitió Grímur—. Estabas demasiado ocupada follando con él.
Sonrió.
—No me extrañaría que le encontraran un día flotando en el lago. Como si se hubiera caído mientras pescaba sus truchas.
Grímur se pegó a ella y le puso una mano en el vientre.
—¿Crees que se habrá dejado algo por aquí? —preguntó con voz baja y amenazante—. ¿Algo de sus excursiones por el lago? ¿No crees? ¿Crees que se habrá dejado algo? Quiero que sepas que si se ha dejado algo, lo mataré. A lo mejor le quemo, igual que él me quemó la cara a mí.
—No digas esas cosas —dijo la madre.
Grímur la miró.
—¿Cómo se enteró del robo ese bestia? —preguntó—. ¿Quién le contó lo que hacíamos? ¿Sabes tú algo de eso? A lo mejor no fuimos suficientemente cuidadosos. A lo mejor nos vio. Pero a lo mejor le regaló unas truchas a alguien y vio los trastos aquí y se preguntó de dónde habría salido todo aquello y le preguntó a la putilla que vive aquí si es que ella lo sabía.
Grímur apretó la mano sobre el vientre de la madre.
—No podéis ver un uniforme sin abriros de piernas.
Símon se levantó en silencio y se puso detrás de su padre.
—¿Qué te parece si nos preparamos un café? —dijo Grímur a la madre—. ¿Qué te parece si nos preparamos un exquisito café bien caliente? Si Dave nos lo permite. ¿Crees que nos lo permitirá? —rió—. A lo mejor se toma una tacita con nosotros. ¿Le esperas? ¿Esperas que venga a salvarte?
—No hagas eso —dijo Símon a su espalda.
Grímur soltó a la madre y se volvió hacia Símon.
—No hagas eso —repitió Símon.
—¡Símon! —exclamó la madre con aspereza—. ¡Basta ya!
—Deja a mamá —dijo Símon con voz temblorosa.
Grímur se volvió de nuevo hacia la madre. Mikkelína y Tómas les observaban desde el pasillo. Él se inclinó sobre ella y le murmuró al oído:
—¡A lo mejor desapareces tú un día, igual que la chica de Benjamín!
La madre miró a Grímur, preparada para un ataque que sabía inevitable.
—¿Qué sabes tú de eso?
—La gente desaparece. Toda clase de gente. También los finos. Así que una desgraciada como tú también puede desaparecer. ¿Quién iba a preguntar por ti? A lo mejor tu mamá, la del gasómetro, que anda buscándote. ¿No crees?
—Déjala —dijo Símon, que seguía al lado de la mesa de la cocina.
—¿Símon? —dijo Grímur—. Pensaba que éramos amigos. Tómas, tú y yo.
—Déjala —repitió Símon—. Tienes que dejar de hacerle daño. Tienes que dejar de hacerle daño y marcharte. Márchate y no vuelvas más.
Grímur se había ido acercando a él y se quedó mirándole como si fuera alguien completamente desconocido.
—Ya me he ido. He estado fuera seis meses y así es como se me recibe: la vieja en estado, y ahora resulta que el pequeño Símon pretende echar a su padre. ¿Eres ya lo bastante grande para darle órdenes a tu papá, Símon? ¿Eso crees? ¿Crees que alguna vez llegarás a ser lo bastante grande para darme órdenes a mí?
—¡Símon! —exclamó la madre—. Déjalo estar. Vete a Gufunes con Tómas y Mikkelína y esperadme allí. ¿Me oyes, Símon? Haz lo que te digo.
Grímur sonrió burlón a Símon.
—Y ahora la vieja se pone a dar órdenes. ¿Quién se cree que es? Vaya, sí que habéis cambiado todos en tan poco tiempo.
Grímur miró hacia el pasillo.
—¿Y qué pasa con el bicho raro? ¿A lo mejor hasta la coja parlotea? La coja del de-de-de-de-demonio, tendría que haberla estrangulado hace muchos años. ¿Así me lo agradecéis? ¡¿Así me lo agradecéis?! —bramó hacia el pasillo.
Mikkelína desapareció del umbral y se ocultó en la oscuridad del pasillo. Tómas se quedó solo mirando a Grímur, que le sonrió.
—Pero Tómas y yo somos amigos —dijo Grímur—. Tómas nunca engañaría a su papá. Ven aquí, chiquillo. Ven con tu papá.
Tómas fue hacia él.
—Mamá llamó por teléfono —dijo.
—No creo que la intención de Tómas fuera ayudarle a él, sino a mamá, asustarle a él de alguna forma y así ayudar a mamá. Aunque creo que no sabía muy bien lo que estaba haciendo. Era tan pequeño, el buen niño.
Mikkelína calló y miró a Erlendur. Elinborg y él habían ido a su casa y escuchaban el relato de su madre y de Grímur, cómo se conocieron y cómo la golpeó la primera vez y cómo la violencia fue creciendo con el tiempo y cómo intentó ella por dos veces la huida, cómo la había amenazado con matar a los niños. Les habló de la vida en la colina, de los soldados y del campamento de intendencia y del robo, y de Dave que pescaba en el lago y del verano que su padre pasó en chirona y su madre se enamoró, de cómo sus hermanos la sacaban a tomar el sol y de la fría mañana de otoño en que regresó su padrastro.
Mikkelína se tomó todo el tiempo necesario para contarle aquellas cosas, sin pasar por alto nada que le pareciera importante en la historia de la familia. Erlendur y Elinborg estaban sentados escuchando y tomando el café y las galletas que Mikkelína les había preparado, pensando que Erlendur acudiría. Saludó a Elinborg con cariño y le preguntó si había muchas mujeres investigadoras en la policía.
—Casi ninguna —dijo Elinborg con una sonrisa.
—Pues qué pena —dijo Mikkelína, y les invitó a que se sentaran—. Las mujeres tendrían que estar en todas partes y en primera línea.
Elinborg miró a Erlendur, que sonrió débilmente. Había ido al despacho después del almuerzo, había estado en el hospital, y le pareció encontrarlo más abatido que de costumbre. Le preguntó por el estado de Eva Lind, pues pensó que debía de haber empeorado, pero no había cambios, y cuando le preguntó qué tal estaba él y si podía hacer algo, sacudió la cabeza y le dijo que lo único que se podía hacer era esperar. Elinborg pensó que la espera estaría resultando una prueba muy dura, pero no siguió insistiendo. Erlendur no solía hablar de sí mismo con los demás.
Mikkelína vivía en la planta baja de un pequeño bloque de pisos en Breidholt, un barrio del sur de la capital. Su hogar era pequeño pero acogedor y, mientras ella preparaba el café en la cocina, Erlendur paseó por el salón mirando fotos de su familia, o de personas que supuso podrían ser su familia. No eran muchas, y pensó que ninguna de las fotos podía estar hecha en la colina.
Empezó a hablarles un poco sobre sí misma mientras trasteaba en la cocina; su voz llegaba sin problemas al salón. Empezó tarde a ir al colegio, casi a los veinte años, e igualmente comenzó tarde la fisioterapia para su invalidez, pero enseguida empezó a hacer grandes progresos. Erlendur tuvo la sensación de que pasaba relativamente deprisa por la historia al hablar de sí misma, pero no hizo ningún comentario al respecto. Mikkelína consiguió terminar el bachillerato en los cursos para adultos, entró en la universidad y se licenció en Psicología. Por entonces tenía ya más de cuarenta años. Ahora, ya había dejado de trabajar.
Había adoptado al niño, al que dio el nombre de Símon, antes de empezar sus estudios universitarios. Formar una familia natural habría sido muy difícil, por circunstancias que quizá no necesitaba explicarles con mayor detalle. En sus labios se dibujó una sonrisa irónica.
Dijo que visitaba regularmente la colina en primavera y en verano, echaba un vistazo a los groselleros y en otoño recogía las bayas, y hacía mermelada. Aún le quedaba un poquito del otoño pasado, y les dio para que la probaran. Elinborg, que entendía de cocina, la alabó. Mikkelína se la regaló excusándose por la poca cantidad que quedaba.
Había visto crecer la ciudad a lo largo de los años, extendiéndose primero hacia Breidholt y luego por Grafarvogur a la velocidad del rayo, y luego a Mosfellsdalur y finalmente por la colina de Grafarholt, donde ella había vivido en tiempos y de donde procedían algunos de sus recuerdos más dolorosos.
—En realidad, de ese lugar sólo tengo recuerdos dolorosos —dijo—. Excepto por ese breve verano.
—¿Naciste con esta discapacidad? —preguntó Elinborg.
Había intentado formular la pregunta con la máxima delicadeza, pero llegó a la conclusión de que en un tema de aquella índole no había delicadeza posible.
—No —dijo Mikkelína—. Enfermé a los tres años de edad. Me llevaron a un hospital. Entonces se prohibía a las madres permanecer con sus hijos en las salas de hospitalización. Mamá nunca consiguió comprender aquella norma odiosa y despiadada que le impedía estar junto a su hija, que se encontraba muy enferma y habría podido morir en el hospital. Más tarde pensó que yo podría llegar a recuperar lo que había perdido, pero mi padrastro no le permitió ocuparse de mí, ni llevarme al médico, ni que me trataran. Tengo algunos recuerdos anteriores a la enfermedad, aunque no sé si son sueño o realidad, pero brilla el sol y estoy en el patio de la casa, probablemente donde mi madre trabajaba de sirvienta, corriendo y chillando como si ella anduviera detrás de mí. Y no recuerdo nada más. Sólo que era capaz de correr.
Mikkelína sonrió.
—He tenido muchas veces sueños como ése. En los que estoy sana y me muevo libremente y no meneo la cabeza al hablar y soy capaz de controlar los músculos del cuello, sin que se mueva de acá para allá todo el tiempo.
Erlendur dejó la taza en la mesa.
—Ayer me dijiste que le habías puesto a tu hijo el nombre de tu hermano, Símon.
—Símon era un chico estupendo. Era medio hermano mío. No se parecía nada a su padre. O yo no lo descubrí nunca. Era igual que mamá. Alegre y comprensivo y siempre dispuesto a ayudar. No aguantaba que otros lo pasaran mal, el pobre niño. Odiaba a su padre, y ese odio tuvo malas consecuencias para él. No debería haber tenido que odiar a nadie. Pero le pasaba lo que a todos nosotros: pasamos la niñez muertos de miedo. Se quedaba destrozado cuando a su padre le entraba la furia. Le veía golpear a su madre hasta dejarla medio muerta. Yo me tapaba la cabeza con la manta pero él veía todo lo que pasaba, era como si se estuviera armando para el futuro, para cuando fuera suficientemente grande y fuerte para oponerse a su padre, para pelear con él.
»A veces intentaba interceder. Se ponía de parte de nuestra madre y le llevaba la contraria a él. Mamá le tenía más miedo a aquello que a las palizas. No podía ni imaginarse que les pasara nada a sus hijos.
»Un chico tan extraordinario, mi querido Símon.
—Hablas de él como si siguiera siendo un niño —dijo Elinborg—. ¿Ha muerto?
Mikkelína calló y sonrió.
—¿Y Tómas? —dijo Erlendur—. Erais tres hermanos.
—Sí, Tómas —dijo Mikkelína—. Era distinto a Símon. Su padre lo sabía.
Mikkelína calló.
—¿A quién llamó tu madre? —preguntó Erlendur.
Mikkelína no le respondió, sino que se levantó y entró en su dormitorio. Elinborg y Erlendur se miraron. Poco después volvió Mikkelína con un papel doblado en la mano. Desplegó el papel, leyó lo que estaba escrito en él y se lo pasó a Erlendur.
—Mamá me dio esta nota —dijo—. Recuerdo el momento en que Dave se la pasó por encima de la mesa, pero no supimos lo que ponía. Mamá no me la enseñó hasta mucho después. Muchos años después.
Erlendur leyó el mensaje.
—La nota estaba escrita en islandés; seguramente alguien que supiera el idioma ayudara a Dave. Mamá la tuvo escondida todo el tiempo y naturalmente yo me la llevaré conmigo a la tumba.
Erlendur miró la nota. Las palabras estaban escritas en letras de imprenta bastante torpes pero muy claras.
SÉ QUE TE MALTRATA.
—Mamá y Dave pensaban ponerse en contacto en cuanto soltaran a mi padrastro. No sé exactamente qué pensaban hacer.
—¿No pudo buscar ayuda en Gufunes? —preguntó Elinborg—. Allí tenía que trabajar un montón de gente.
Míkkelína la miró.
—Mi madre había tenido que soportar la violencia de su marido durante quince años. La violencia era física, le golpeaba, a menudo con tanta saña que tenía que pasarse muchos días en cama. Y era también psicológica, y esa violencia era aún más terrible porque, como le dije ayer a Erlendur, mi madre se convertía en nada. Había empezado a despreciarse a sí misma tanto como la despreciaba su marido; durante mucho tiempo pensó en el suicidio, pero sobre todo por nosotros, sus hijos, no llevó a cabo la idea. Dave cambió el panorama durante el tiempo que estuvo con ella, y ella jamás habría pedido ayuda a nadie que no fuera él. No le había contado nunca a nadie lo que había tenido que padecer durante todos esos años, y estaba convencida de que las palizas seguirían, en cualquier caso, y que todo volvería a ser como antes.
Mikkelína miró a Erlendur.
—Dave no volvió.
Miró a Elinborg.
—Y nada fue como antes.
—¿Llamó?