Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
En ese momento se abrió la puerta y la madre entró con Tómas a rastras, y la fría corriente de aire que entró con ellos le provocó a Símon un escalofrío por la sudorosa espalda.
Erlendur llegó a la colina quince minutos después de hablar con Skarphédinn.
No llevaba su móvil. Si lo hubiera cogido habría llamado durante el camino a Skarphédinn para pedirle que retuviera a la mujer hasta que él llegara. Tenía que tratarse de la mujer que había visto el viejo Róbert en los groselleros: una mujer torcida y vestida de verde.
Había poco tráfico en Miklubraut y subió la ladera de Ártúnsbrekka tan rápido como podía correr su coche, y fue luego al este por la carretera de Vesturland y giró a la derecha por el desvío de la colina. Dejó el coche en el solar, a poca distancia de la excavación. Skarphédinn se estaba marchando del solar en su coche, pero se detuvo. Erlendur descendió del suyo y el arqueólogo abrió la ventanilla del vehículo.
—¡Vaya, qué bien! ¿Por qué me colgaste de esa forma? ¿Pasa algo? ¡Qué cara traes!
—¿Sigue la mujer aquí? —preguntó Erlendur.
—¿La mujer?
Erlendur echó un vistazo hacia los arbustos y creyó ver un movimiento.
—¿Es ella, esa que está allí? —preguntó entornando los ojos. No veía bien a tanta distancia—. La mujer vestida de verde. ¿Sigue allí?
—Sí, allí está —dijo Skarphédinn—. ¿A qué viene todo esto?
—Luego te lo diré —dijo Erlendur, marchándose.
La imagen de los groselleros se iba haciendo más nítida según se iba acercando a ellos, y la mancha verde tomó forma. Apresuró el paso como si temiera que la mujer se le escapara. Estaba al lado de los desnudos arbustos, asía una de las ramas y miraba hacia el norte, dirección al Esja; parecía sumergida en profundas cavilaciones.
—Buenas noches —dijo Erlendur cuando llegó a una distancia que le permitía hablarle.
La mujer se volvió hacia él. No se había percatado de su presencia hasta ese momento.
—Buenas noches —dijo.
—Bonita noche —dijo Erlendur por decir algo.
—La primavera era siempre la mejor estación del año aquí en la colina —dijo la mujer, esforzándose al hablar.
La cabeza se le movía y Erlendur tuvo la sensación de que tenía que concentrarse especialmente para pronunciar cada palabra. Las palabras no salían por sí solas.
Guardaba una mano en la manga del abrigo y no se le veía. Tenía un pie zambo que asomaba por debajo del largo abrigo verde, y se inclinaba a la izquierda como si tuviera torcida la columna. Probablemente andaría ya cerca de los ochenta, aunque su aspecto era robusto, y el cabello gris, espeso y abundante le llegaba hasta los hombros. El rostro era amigable y triste. Erlendur se percató de que no sólo movía la cabeza al hablar. Sus movimientos eran finos e involuntarios, como si tuviera un fuerte tic a intervalos regulares. Nunca parecía estar del todo quieta.
—¿Eres de aquí, de la colina? —preguntó Erlendur.
—Y ahora, la ciudad ha llegado hasta aquí arriba —dijo ella sin responder a su pregunta—. Una nunca lo habría podido imaginar.
—Sí, la ciudad se está extendiendo por todas partes —dijo Erlendur.
—¿Tú estás investigando los huesos? —preguntó la mujer de forma repentina.
—Sí —dijo Erlendur.
—Te vi en las noticias. A veces subo hasta aquí, sobre todo en primavera, como ahora. Por las tardes, cuando todo está en silencio y aún tenemos esta preciosa luz vespertina de primavera.
—El paisaje es muy bonito aquí arriba —dijo Erlendur—. ¿Eres de aquí, de la colina, o de los alrededores?
—En realidad pensaba ir a verte —dijo la mujer, que seguía sin responderle—. Pensaba ponerme en contacto contigo por la mañana. Pero es estupendo que seas tú quien me haya encontrado. Ya ha llegado el momento.
—¿El momento de qué?
—De que sucediera todo esto.
—¿El qué?
—Nosotros vivíamos aquí, junto a estos arbustos. La casa desapareció hace mucho tiempo. No sé lo que fue de ella. Se fue viniendo abajo con los años. Mi madre plantó los groselleros y hacía mermelada en otoño, pero no los quería sólo por la mermelada. Quería crear un lugar protegido y cultivar hierbas aromáticas y bonitas flores que se volvieran hacia el sur, siguiendo el sol; quería utilizar la casa de protección contra el viento del norte. Él no se lo permitió. Como hacía con todo.
Miró a Erlendur y su cabeza tembló al hablar.
—Me sacaban aquí a cuestas cuando hacía sol —dijo con una sonrisa—. Mis hermanos. A mí no había nada que me gustara más que sentarme fuera cuando brillaba el sol, y hasta chillaba de alegría cuando me traían al jardín. Y jugábamos. Ellos siempre estaban inventando nuevas formas de jugar conmigo, porque yo no me podía mover mucho. Por mi invalidez, que era mucho peor en aquella época. Intentaban hacerme participar en todo lo que hacían. Lo habían heredado de nuestra madre. Al principio los dos.
—¿El qué?
—La bondad.
—Un anciano nos informó de que había visto a una mujer vestida de verde que venía de vez en cuando a la colina y se pasaba un rato donde los groselleros. Su descripción encaja contigo. Pensábamos que podía ser alguien de los que vivían en las casas de veraneo de por aquí.
—Así que ya sabéis de la casa.
—Sí, y sabemos de algunos inquilinos, pero no de todos. Creemos que aquí vivió una familia de cinco miembros durante los años de la guerra, que incluso podían estar sometidos a actos de violencia por parte del cabeza de familia. Tú has mencionado a tu madre y a tus dos hermanos, y tú eres la tercera criatura de la familia, lo que concuerda con la información que tenemos.
—¿Habló de una mujer vestida de verde? —preguntó con una sonrisa.
—Sí. De la mujer verde.
—El verde es mi color. Lo ha sido siempre. No me recuerdo a mí misma con ningún otro color.
—¿No se dice que la gente que es fiel al verde está muy unida a la tierra?
—Puede ser. —La mujer sonrió—. Yo estoy totalmente ligada a la tierra.
—¿Conoces a esa familia?
—Nosotros vivíamos en la casa que había aquí.
—¿Violencia doméstica?
La mujer miró a Erlendur.
—Sí, violencia doméstica.
—Eso fue...
—¿Cómo te llamas? —interrumpió la mujer a Erlendur.
—Me llamo Erlendur —respondió él.
—¿Tienes familia, Erlendur?
—No... bueno, sí, una especie de familia, creo.
—No estás seguro. ¿Te llevas bien con esa familia?
—Creo que...
Erlendur vaciló. No estaba preparado para esas preguntas y no sabía qué decir. ¿Había sido bueno con su familia? No mucho, pensó.
—Tal vez estés divorciado —dijo la mujer, pasando la vista por las raídas ropas de Erlendur.
—Así es —dijo él—. Iba a preguntarte... Creo que te he hecho una pregunta sobre violencia doméstica.
—Una palabra muy neutra para el asesinato de almas. Una palabra suave para quienes no saben lo que se esconde detrás de ella. ¿Sabes cómo es vivir con miedo constante durante toda la vida?
Erlendur calló.
—Vivir con el odio un día tras otro, nunca se acaba, da lo mismo lo que hagas, y nunca puedes hacer nada que cambie las cosas hasta que has perdido todo asomo de voluntad propia; no haces sino aguardar, con la esperanza de que la próxima paliza no sea tan terrible como las anteriores.
Erlendur no sabía qué decir.
—Poco a poco, las palizas se van convirtiendo en sadismo porque el único poder que tiene el violento en este mundo es el poder sobre aquella mujer, y sólo sobre ella, porque es su mujer, y es un poder absoluto porque ella está a su merced, porque no sólo la amenaza, sino que también la atormenta con el odio a sus hijos y le hace ver con toda claridad que les hará daño si intenta librarse de su poder. Pero la violencia física, el dolor y los golpes, los huesos rotos, las heridas, los moretones, los ojos hinchados, los labios rotos, todo eso no es nada comparado con la tortura del alma. Un miedo constante, permanente, que nunca se calma. Los primeros años, cuando en ella aún queda vida, intenta buscar ayuda y escapar, pero él la caza y le dice en un susurro que matará a su hija y la enterrará en la montaña. Y ella sabe que lo hará, y se rinde. Se rinde y se pone en sus manos.
La mujer miró hacia el Esja y hacia el oeste, donde podía reconocerse el Snaefellsjókull a lo lejos.
—Y la vida de ella se convierte en una simple sombra de la de él —continuó—. Desaparece toda resistencia, y con la resistencia desaparece el deseo de vivir y deja de ser un ser vivo, es sólo una muerta, un ser de las tinieblas en constante búsqueda de alguna escapatoria. De alguna escapatoria de las palizas y las torturas psicológicas y de la vida de él, porque ella ya no vive su propia vida, y no existe mas que en el odio de él.
»Al final ha triunfado él.
»Porque ella está muerta. Muerta en vida.
La mujer calló y pasó la mano por las desnudas ramas del arbusto.
—Hasta esa primavera. Durante la guerra.
Erlendur calló.
—¿Quién condena a un hombre por asesinar un alma? —continuó—. ¿Puedes decírmelo tú? ¿Cómo se puede acusar a un hombre de matar almas, y llevarlo ante los tribunales y hacer que le condenen?
—No lo sé —dijo Erlendur, que no comprendía cabalmente de lo que estaba hablando la mujer.
—¿Habéis llegado a los huesos? —preguntó ella, cambiando de tema.
—Mañana —respondió Erlendur—. ¿Tienes idea de quién fue enterrado ahí?
—Resultó al final que ella era como estos arbustos —dijo la mujer suavemente.
—¿Quién?
—Como los groselleros. No necesitan que los cuiden. Son especialmente recios, aguantan toda clase de inclemencias, incluso los inviernos más duros, pero se renuevan de verde al verano siguiente, y las grosellas que nos dan son siempre igual de rojas y llenas de zumo, como si no hubiera pasado nada. Como si nunca hubiera sido invierno.
—Perdona, pero ¿cómo te llamas? —preguntó Erlendur.
—El soldado la despertó de nuevo a la vida.
La mujer calló y miró fijamente los arbustos, como si hubiera volado en un instante a otro lugar y otro tiempo.
—¿Quién eres? —preguntó Erlendur.
—A mamá le encantaba el color verde. Decía que el verde era el color de la esperanza. —Volvió en sí—. Me llamo Mikkelína —dijo. Entonces pareció vacilar—. Él era un monstruo —añadió—. Una bestia de odio y furia.
Iban a dar las diez y había empezado a refrescar en la colina, y Erlendur preguntó a Mikkelína si no deberían sentarse en su coche, o si prefería charlar por la mañana. Ya se había hecho tarde y...
—Vamos a sentarnos en el coche —dijo ella, y echó a andar.
Caminaba despacio y se inclinaba a la izquierda cada vez que pisaba sobre el pie deforme. Erlendur iba delante y la sostuvo para que llegara, abrió la puerta y la ayudó a sentarse. Luego se sentó él también, dando la vuelta por delante. No comprendía cómo había llegado Mikkelína a la colina. No parecía que tuviera coche.
—¿Has venido en taxi? —le preguntó cuando estuvo sentado al volante.
Puso el motor en marcha. Éste estaba aún caliente y enseguida entraron en calor.
—Me trajo Símon —dijo ella—. Dentro de un ratito volverá a buscarme.
—Hemos intentado obtener información sobre las personas que vivieron aquí en la colina. Calculo que se trata de tu familia, y hemos oído de labios de ancianos unos relatos extraños, como aquel del gasómetro.
—Él se burlaba de ella por ese motivo —dijo Mikkelína—, pero yo no creo que la engendraran en la orgía del fin del mundo, tal y como él aseguraba. También podría haber sido engendrado allí él mismo. Creo que hubo un tiempo en que se lo restregaban por la nariz, y que se burlaban de él por eso, quizá cuando era más joven, o más tarde, y acabó endilgándoselo a ella.
—¿De modo que crees que tu padre fue engendrado en el gasómetro?
—Él no era mi padre —dijo Mikkelína—. Mi padre falleció. Trabajaba de marinero en una barca de pesca y mi madre le quería. Aquél era mi único consuelo en la vida cuando era pequeña. Que él no fuera mi padre. Me odiaba de forma muy especial. La inválida. Por lo que me había pasado. Enfermé a los tres años de edad, me quedé inválida y perdí el habla. Él pensaba que era retrasada mental. Me llamaba idiota. Pero yo no era una retrasada. Nunca lo fui. No me proporcionaron la terapia conveniente. Y yo nunca dije nada porque vivía en permanente terror ante aquel hombre. No es ninguna novedad que los niños que se encuentran con experiencias muy negativas se vuelvan callados e incluso pierdan el habla. Supongo que es lo que me pasó a mí. Sólo mucho más tarde aprendí a caminar y empecé a hablar y a aprender. Tengo un título universitario. En Psicología.
Calló.
—Nunca pude averiguar quiénes eran los padres de él —continuó luego—. He procurado comprender lo que sucedió y por qué. Intenté escarbar algo en su infancia. Fue bracero en granjas de la comarca, aquí y allá, y finalmente en Kjós, al norte de aquí, cuando se conocieron mamá y él. Pero en un principio vivió en el distrito de Mýrar, en un pequeño pegujal llamado Melur. Ya no existe. El matrimonio que vivía allí tenía tres hijos y acogieron a otros niños, y recibían ayuda de las autoridades. Los trataban con mucha dureza. La gente de las granjas vecinas se hacía lenguas de ello. Uno de los niños murió a su cargo por desnutrición y malos tratos. Tenía ocho años. Se hizo la autopsia allí mismo, en la granja, en circunstancias primitivas, incluso para esos años. Sacaron una puerta de sus goznes e hicieron la autopsia en ella. Lavaron las vísceras en el arroyo. Se comprobó que le habían sometido a un trato innecesariamente duro, como se decía entonces, pero no se podía asegurar que ésa fuera la causa de la muerte. Él lo vio todo. A lo mejor eran amigos. Estaba acogido en Melur en esa misma época. Se le menciona en las actas del juicio, desnutrido y con heridas en la espalda y en las piernas.
Calló.
—No estoy buscando una justificación de lo que hizo ni del modo en que se comportó con nosotros —dijo luego—. Eso carece de toda posible justificación. Pero quería saber quién era.
Volvió a callar.
—¿Y tu madre? —preguntó Erlendur.
Tenía la sensación de que Mikkelína estaba dispuesta a decirle todo lo que a ella le parecía importante, y además a su modo. Por ello no quería presionarla. Necesitaba su tiempo para hablar.
—Era muy desdichada —continuó Mikkelína bruscamente, como si fuera una conclusión razonable a la que se pudiera llegar con facilidad—. Tuvo la desgracia de caer en manos de ese hombre. Así de sencillo. No tenía a nadie, pero en Reykjavik había recibido una educación relativamente buena y trabajaba de sirvienta en una casa cuando sus caminos se encontraron. Nunca he podido saber tampoco quiénes eran sus padres. Si se anotó en algún registro, el papel ha desaparecido.