Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
—No, pero tendrían que estar en vuestros informes policiales. Y además, él trabajaba en el almacén. Naturalmente, tiene que haber listas de los empleados islandeses que trabajaron en la colina. Aunque a lo mejor hace ya demasiado tiempo.
—¿Y qué pasó con los militares —preguntó Erlendur— que fueron juzgados por tus jueces?
—Tuvieron que pasar un tiempo en una prisión militar. El robo en intendencia era un delito común pero muy serio. Más tarde los enviaron a primera línea. Eso era una especie de condena a muerte.
—Y acabasteis con todos.
—De eso no tengo ni idea. Las mermas terminaron. El cuartel de intendencia volvió a marchar como tenía que marchar. El caso estaba solucionado.
—¿Así que no crees que nada de esto guarde relación con los huesos?
—Sobre eso no puedo decir nada.
—¿No recuerdas que hubiera desaparecido alguno de vuestros soldados, o de los ingleses?
—¿Te refieres a deserciones?
—No. Desapariciones no resueltas. Por lo de los huesos. Por saber quién puede ser. Si tal vez sea un soldado americano del almacén de intendencia.
—Pues no tengo ni la menor idea. Ni idea.
Siguieron charlando con Hunter un buen rato más. Él parecía disfrutar de su conversación con ellos. Parecía pasarlo bien rememorando aquellos tiempos lejanos, armado siempre de su valioso diario, y enseguida se pusieron a hablar de los años de la guerra en Islandia y de la influencia que tuvo la presencia del ejército, hasta que Erlendur volvió a la realidad. No podían seguir perdiendo el tiempo de aquella forma. Se puso en pie y Elinborg lo imitó, y dio sus más encarecidas gracias en nombre de los dos.
Hunter se levantó también y los acompañó a la puerta.
—¿Cómo descubristeis el robo? —preguntó Erlendur en la puerta.
—¿Que cómo lo descubrimos? —repitió Hunter.
—¿Qué os puso sobre la pista?
—Sí, te comprendo. Una llamada telefónica. Llamaron al cuartel general de la policía e informaron de un considerable robo de bienes del almacén.
—¿Quién os dio el soplo?
—Nunca llegamos a saberlo, me temo. Nunca supimos quién había sido.
Símon estaba al lado de su madre mirando pasmado al militar, que se dio la vuelta con un extraño gesto de furia y asombro, atravesó la cocina y sin previo aviso le arreó a Grímur tal bofetada que lo hizo caer al suelo.
Los tres que había en la puerta no se movieron. Símon no podía creer a sus propios ojos. Miró a Tómas, que estaba atónito ante lo que sucedía, y luego a Mikkelína, muerta de miedo y con los ojos fijos en Grímur, que yacía en el suelo. Miró entonces a su madre y vio lágrimas en sus ojos.
Habían pillado a Grímur desprevenido. Habían oído dos jeeps acercándose a la casa, y la madre huyó al pasillo para que nadie la viera. Para que nadie viera su aspecto, su ojo hinchado y su labio roto. Grímur ni siquiera se levantó de la mesa, como si no tuviera la más mínima preocupación de que pudiera descubrirse su participación en los robos. Esperaba a sus amigos con un cargamento que pensaban esconder en la casa. Por la tarde irían a la ciudad a venderlo. Grímur acumulaba dinero y había empezado a hablar de irse de la colina, de comprar una casa, incluso un coche, cuando estaba de especial buen humor.
Los militares se lo llevaron. Lo metieron en uno de los jeeps y se lo llevaron de la colina. El que estaba al mando, el hombre que le había pegado a Grímur, se despidió de su madre con un apretón de manos, y se fue en el otro jeep.
Pronto volvió el silencio a la casa. La madre seguía en la puerta del pasillo como si aún no hubiera comprendido del todo la agresión. Se pasaba la mano lentamente por los ojos y miraba con fijeza algo que tan sólo ella veía. Nunca habían visto a Grímur en el suelo, derribado por un golpe, ni a nadie gritarle a Grímur. Nunca le habían visto tan impotente. No comprendían lo que había sucedido. Cómo había sucedido. Por qué Grímur no se lanzó contra el militar para darle una paliza. Los chicos se miraban uno al otro. El silencio en la casa era asfixiante. Miraron a su madre y de repente se oyó un sonido extraño que hacía Mikkelína. Estaba medio sentada en su cama y había empezado a soltar risitas, que crecían y se convertían en auténtica risa que al principio intentó reprimir hasta que rió con todas sus fuerzas. Símon sonrió y también se echó a reír, y Tómas los imitó y al poco estaban los tres riendo con una risa incontrolable y convulsiva, cuyo eco se repetía por toda la casa y salía a la colina, bañada en el sol de primavera.
Unas dos horas más tarde llegó un camión del ejército y vació la casa de las mercancías robadas por Grímur y sus compinches. Los chicos miraron el camión cuando se iba y corrieron por la colina y lo vieron entrar en el campamento, donde lo descargaron.
Símon no sabía exactamente lo que había sucedido, y no estaba seguro de que su madre lo supiera tampoco; pero a Grímur le cayó una pena de prisión y no volvió a casa. Al principio, nada cambió en la colina. Era como si no se dieran cuenta cabal de que Grímur no estaba ni estaría por un tiempo. Su madre seguía con sus labores como siempre había hecho y no dudaba en utilizar el dinero ilícitamente ganado para su manutención. Luego buscó trabajo en la granja de Gufunes, que estaba a media hora a pie de la casa.
Los niños sacaban a Mikkelína al sol siempre que había ocasión. A veces se la llevaban con ellos hasta Reynisvatn a pescar truchas. Si pescaban algo, su madre freía las truchas en la sartén convirtiéndolas en un manjar exquisito. Así transcurrieron varias semanas. Poco a poco se fueron soltando las ataduras que Grímur mantenía sobre ellos incluso en los ratos que no estaba en casa. Era más fácil despertar por la mañana, el día pasaba veloz sin problemas y las noches transcurrían en paz y tranquilidad, algo que les resultaba desconocido pero tan agradable que se quedaban despiertos hasta muy tarde, charlando y jugando hasta caerse de sueño.
Pero la ausencia de Grímur dejaba su huella, sobre todo en la madre. Un día, cuando ya se había dado cuenta plenamente de que Grímur no volvería de inmediato, lavó la cama de matrimonio por arriba y por abajo. Siguió con el desván, lo aireó y le quitó el polvo y la suciedad. También sacó al aire libre las camas y las sacudió, les puso sábanas nuevas, lavó a sus chicos uno tras otro con jabón verde y agua caliente de una gran tinaja que puso en el suelo de la cocina, y finalmente se lavó ella misma el pelo y la cara, en la que aún se veían las señales de las palizas de Grímur, y todo el cuerpo, de modo minucioso y cuidadoso. Titubeante, cogió el espejo y se miró en él. Se pasó la mano por el ojo y el labio. Había adelgazado y su gesto era áspero, los dientes algo inclinados hacia delante, los ojos hundidos y la nariz, que se había roto una vez, tenía una curva invisible.
Cuando se acercaba la medianoche metía a los niños en su cama hasta que los cuatro se quedaban dormidos. Los niños dormían muy pegaditos a su madre, Mikkelína al lado derecho y los dos niños al izquierdo, felices y contentos.
No fue a ver a Grímur a la prisión. Ni mencionaron su nombre durante todo el tiempo que estuvo fuera.
Una mañana, poco después de que se llevaran a Grímur, apareció en la colina Dave, el soldado, con su caña de pescar, pasó por delante de la casa, saludó a Símon y continuó hasta el Hafravatn. Símon le siguió disimuladamente y se tumbó a una distancia prudencial para observarle. Dave pasó todo el día en el lago con la misma tranquilidad que la otra vez, sin que pareciera importarle lo más mínimo cobrar una pieza o no. Tres truchas picaron su anzuelo.
Más tarde regresó por la colina, al atardecer, y se detuvo al lado de la casa con sus tres truchas. Estaba como titubeante, pensó Símon observándolo desde la ventana de la cocina, procurando que no le viera. Finalmente el soldado pareció decidirse y llamó.
Su madre se miró en el espejo y se arregló el pelo. Era como si supiera que les visitaría de nuevo. Estaba dispuesta a recibirle cuando lo hiciera.
Abrió la puerta y Dave sonrió, dijo algo incomprensible y le ofreció el pescado. Ella lo cogió y le pidió que entrara. Él avanzó con vacilación y al encontrarse en la cocina pareció un poco perdido. Saludó con un movimiento de la cabeza a los niños y a Mikkelína, que se estiró y echó atrás la cabeza para observar a aquel soldado que había llegado nada menos que hasta el interior de su casa, vestido con su uniforme y una extraña gorra en la cabeza que parecía más bien una barca boca abajo; el soldado recordó de pronto que no se había quitado la gorra y se la arrancó rápidamente de la cabeza, nervioso. No era especialmente alto pero tampoco bajo, probablemente ya había cumplido los treinta, era delgado, con manos bonitas que daban vueltas a la barca volcada como si la estuviera retorciendo después de lavarla.
Ella le indicó que tomara asiento y él se sentó, con los chicos a su lado, mientras la madre servía café, café de verdad, del almacén de intendencia, café robado que los militares no habían encontrado. Dave ya conocía a Símon y supo que el segundo se llamaba Tómas; eran nombres que no le costaba ningún esfuerzo pronunciar. Mikkelína le pareció un nombre curioso y lo repitió una vez tras otra de una forma tan extraña que les hizo reír. Dijo que se llamaba David Welch y que era de Estados Unidos, de la ciudad de Brooklyn. Era soldado raso. Los otros no lo entendieron.
—
A private
—dijo él, y ellos se limitaron a mirarle.
Bebió un sorbito de café y pareció gustarle mucho. La madre se sentó a un extremo de la mesa, enfrente de él.
—
I understand your husband is in jail
—dijo él—.
For stealing.
No obtuvo reacción alguna.
Miró a los chicos y sacó un papelito del bolsillo del pecho y lo movió entre los dedos como si no estuviera seguro de lo que tenía que hacer. Luego pasó la nota a la madre por encima de la mesa de la cocina. Ella cogió la nota, la abrió y leyó lo que ponía. Miró al hombre con gesto de asombro y luego otra vez la nota, como si no supiera del todo lo que tenía que hacer con ella. Luego la plegó y se la metió en el bolsillo del delantal.
Tómas le pidió a David que volviera a pronunciar el nombre de Mikkelína, y cuando lo hizo rompieron a reír todos de nuevo, y las carcajadas de Mikkelína superaban las de los demás en su fresca alegría.
David Welch convirtió en costumbre sus visitas a la casa de la colina durante todo aquel verano, y se hizo amigo de los niños y de su madre. Pescaba en los dos lagos y les regalaba lo que pescaba, y les llevaba igualmente algunas cosillas del almacén, que les resultaban de mucha utilidad. Jugaba con los niños, que le tenían especial aprecio, y siempre llevaba consigo el librito de bolsillo para hacerse comprender en islandés. Les resultaba de lo más divertido oírle pronunciar las palabras islandesas de una manera incorrecta. Su seriedad no guardaba relación con lo que decía ni con la forma en que lo hacía; su islandés era como el de un niño de tres años.
Pero aprendía con rapidez y cada vez les resultaba más fácil comprenderle, y cada vez le era más fácil a él entender lo que le decían. Los chicos le enseñaron dónde estaban los mejores sitios para pescar, y le acompañaban a pasear por la colina y a dar la vuelta al lago, orgullosos, y aprendían de él palabras inglesas y letras de canciones populares norteamericanas que conocían de haberlas oído cuando sonaban en el campamento.
Desarrolló una relación muy especial con Mikkelína. No tardó mucho en ganársela por completo, y empezó a sacarla cuando hacía buen tiempo y a intentar que adquiriese más fuerza. Repetía lo que le hacía su madre: la ponía a hacer ejercicios de brazos y piernas, la sostenía para que caminara y la ayudaba a realizar toda clase de ejercicios físicos. Un día apareció acompañado de un médico del ejército para ver a Mikkelína. El médico la examinó detenidamente y le hizo realizar varios ejercicios. Le iluminó los ojos y la garganta con una linterna, le giró la cabeza y le tocó el cuello y fue bajando por la columna. Luego extendió unos bloques de formas diversas, y le mandó que los metiera en los agujeros correspondientes. Le llevó sólo un instante. Le informaron de que había enfermado cuando tenía tres años de edad y que oía todo lo que le decían, aunque apenas hablaba. Le contaron que sabía leer y que su madre le estaba enseñando a escribir. El médico movió la cabeza para indicar que comprendía. Habló largo rato con Dave después del examen, y cuando se hubo marchado Dave les explicó que Mikkelína no tenía ningún retraso mental. Para ellos no se trataba de ninguna novedad. Añadió que con tiempo, los ejercicios adecuados y mucho esfuerzo, Mikkelína podría llegar a caminar sin ayuda.
—¡Caminar! —La madre se dejó caer lentamente sobre la silla de la cocina.
—E incluso a hablar perfectamente —añadió Dave—. ¿Nunca la ha visto un médico?
—No lo comprendo —suspiró ella.
—
She is okay
—dijo Dave—.
Just give her time.
Ella no le escuchaba.
—Es un hombre horrible —dijo de repente, y sus hijos prestaron toda su atención, pues nunca la habían oído hablar de Grímur como en ese momento—. Un hombre horrible —prosiguió—. Un alma mezquina y maldita que no merece vivir. No sé por qué se les deja vivir a los hombres como él. No sé por qué existen hombres como él. No lo comprendo. ¿Por qué se les deja que hagan su voluntad? ¿Cómo puede haber hombres así? ¿Qué es lo que los convierte en monstruos? ¿Por qué se les permite comportarse como bestias año tras año y agredir a sus hijos y humillarlos y agredirme a mí y golpearme hasta que llego a desear la muerte y pienso en la forma de...?
Dejó escapar un profundo suspiro y se sentó al lado de Mikkelína.
—Una se avergüenza de ser la víctima de un hombre así y se abandona a una total soledad e impide a todos que se acerquen, incluso a sus propios hijos, porque una no quiere que nadie mueva un dedo, y menos que nadie ellos. Y allí se queda esperando el próximo ataque, que llegará sin aviso alguno, y está llena de odio hacia algo que no comprende, y la vida entera se convierte en la espera del siguiente ataque, ¿cuándo llegará, cuánto daño le hará, cuál será el motivo, cómo evitarlo? Porque cuanto más satisfago sus caprichos, tanto más asco siente él por mí. Cuanta más sumisión y temor le muestro, tanto más odio descarga él sobre mí. Y si me muestro indócil, entonces ya tiene un motivo para matarme a golpes. No hay forma de hacerlo bien. No hay forma. Hasta que lo único en que piensa una es en que todo acabe, da igual cómo. Sólo en que acabe.