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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (19 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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I...
—dijo Dave, y se interrumpió—.
I didn’t know
—dijo—.
I'm sorry. Really I am. This is none of my business. I'm sorry.

Y luego dio media vuelta y se marchó a paso rápido y ellos se quedaron mirándole hasta que desapareció detrás de la colina.

—¿Va todo bien? —preguntó la madre, poniéndose en cuclillas al lado de los pequeños.

Se quedó más tranquila en cuanto el soldado se hubo ido, aunque no parecía tener intención de hacerles ningún daño. Levantó a Mikkelína, la metió en casa y la acostó en su cama de la cocina. Los mayores la siguieron.

—Dave no es malo —dijo Símon—. Es distinto.

—Se llama Dave —dijo su madre con la mente en otro sitio—. Dave —repitió—. ¿No es lo mismo que David, si fuera islandés? —se dijo a sí misma, más que hablando con sus hijos.

Y entonces sucedió lo que a Símon le pareció tan asombroso.

Sonrió.

Tómas siempre había sido silencioso y solitario, de carácter frágil, tímido y callado. El invierno anterior y ese mismo verano, fue como si Grímur hubiera visto en él, aunque no en Símon, algo que despertara su interés. Lo trataba como a una persona importante y se sentaba a hablar con él en la habitación, y cuando Símon preguntaba a su hermano de qué habían estado hablando, Tómas no decía nada pero Símon no se rendía y le sacaba que habían estado hablando de Mikkelína.

—¿Y de qué hablaba contigo sobre Mikkelína? —preguntó Símon.

—De nada —dijo Tómas.

—De algo hablaríais, ¿de qué? —dijo Símon.

—De nada, de verdad —dijo Tómas, pero su cara delataba que estaba intentando ocultarle algo a su hermano.

—Dímelo.

—No quiero. No quiero que hable conmigo. No quiero.

—¿No quieres que tu padre hable contigo? ¿Quieres decir que no quieres que te diga lo que te dice? ¿Eso es lo que quieres decir?

—No quiero nada —dijo Tómas—. Y deja de hablar conmigo.

Así transcurrieron semanas y meses, y Grímur demostraba de distintas formas lo contento que estaba con su hijo menor.

Símon nunca oía sus conversaciones, pero consiguió enterarse de lo que estaban tramando una tarde, ya muy avanzado el verano. Grímur se estaba preparando para ir a Reykjavik con mercancías del almacén de intendencia. Estaba esperando a un soldado llamado Mike, que le iba a ayudar. A Mike le habían prestado un jeep, que llenarían de mercancías para vender en la ciudad. La madre estaba preparando la comida, también procedente de la intendencia. Mikkelína estaba acostada en su cama.

Símon se dio cuenta de que Grímur empujaba a Tómas en dirección a Mikkelína, y que le susurraba algo al oído y sonreía, como cuando se dedicaba a fastidiar a los niños con comentarios hirientes. Su madre parecía no percatarse de lo que estaba sucediendo, hasta que Tómas se acercó a Mikkelína, se detuvo delante de ella, empujado por Grímur, y le dijo:

—Marrana.

Luego, Tómas volvió con Grímur, y Grímur rió y le dio una palmadita en el cuello.

Símon miró a su madre, que estaba en el fregadero. Tenía que haberlo oído, pero no se movió y al principio su única reacción fue aparentar que aquello no tenía demasiada importancia. Pero vio que tenía en una mano un cuchillito de pelar patatas, y que los nudillos se le ponían blancos por la fuerza con que agarraba el mango. Finalmente se dio la vuelta despacio, con el cuchillo en la mano, y miró fijamente a Grímur.

—No hagas eso —dijo con voz temblorosa.

Grímur la miró y dibujó una sonrisa de burla.

—¿Yo? —dijo Grímur—. ¿Que no haga qué? ¿Qué estás diciendo? Yo no hago nada. Ha sido el chico. Mi Tómas.

La madre dio un paso en dirección a Grímur, aún con el cuchillo levantado.

—Deja a Tómas en paz.

Grímur se puso en pie.

—¿Piensas hacer algo con ese cuchillo?

—No le hagas eso —dijo la madre.

Pero Símon notó que ella empezaba a retroceder. Oyó el jeep detenerse delante de la casa.

—Ya está aquí —exclamó Símon—. Ya está aquí Mike.

Grímur miró por la ventana de la cocina y luego de nuevo a su esposa, y aquello alivió por un instante la tensión. La madre soltó el cuchillo. Mike apareció en la puerta. Grímur sonrió.

Cuando regresó por la noche, se abalanzó violentamente contra su esposa. Por la mañana ésta tenía un ojo amoratado y cojeaba. Los niños oyeron sordos gemidos cuando Grímur arremetía contra ella. Tómas fue a gatas hasta la cama de Símon y miró a su hermano en medio de la noche, completamente destrozado, cubriéndose la boca con la mano como queriendo borrar aquello.

—... perdona, yo no quería, perdona, perdona, perdona...

Capítulo 16

Sigurdur Óli se había peleado con Bergthóra por la mañana antes de irse a trabajar. Él no había accedido a sus incitaciones sexuales y cometió la estupidez de explicarle lo que le inquietaba, hasta que Bergthóra se irritó de verdad.

—Oye, espera —le dijo ella—. ¿Es que no nos vamos a casar nunca? ¿Eso es lo que estás diciéndome? ¿Que seguiremos viviendo así, sin más, a trancas y barrancas, sin nada firme entre nosotros, y que nuestros hijos serán unos bastardos? ¿Así para siempre?

—¿Unos bastardos?

—Sí.

—¿Estás pensando en una boda por todo lo alto?

—¿Por todo lo alto?

—¿Con cortejo por la nave de la iglesia? Con vestido de novia, ramo y...

—¿Te estás burlando de mí?

—¿Qué hijos? —preguntó Sigurdur Óli, y enseguida se arrepintió, al ver que el rostro de Bergthóra se ensombrecía aún más.

—¿Cómo que qué hijos? ¿Es que no quieres tener hijos?

—Claro que sí, no, bueno, sí, quiero decir que aún no hemos hablado de eso —dijo Sigurdur Óli—. Creo que tenemos que discutir el asunto. No puedes ser tú la única que decida si tenemos hijos o no. Eso no es justo, no es lo que yo quiero. Ahora no. No así, enseguida.

—Tendrá que llegar un momento —dijo Bergthóra—. Eso espero. Los dos tenemos treinta y cinco años. No faltan muchos para que sea demasiado tarde. Siempre que intento hablar de eso contigo te escabulles. No quieres hablar del asunto. No quieres hijos, ni quieres boda, ni quieres nada. No quieres nada de nada. Te vas a convertir en un viejo inútil, igual que Erlendur.

—¿Qué? —Sigurdur Óli se quedó confundido—. ¿Qué quieres decir?

Pero Bergthóra se había ido al trabajo dejándole una imagen espeluznante de su futuro.

Elsa lo recibió y le invitó a tomar el té. Al principio permaneció sentado en la cocina con la mirada clavada en la taza.

—¿Quieres más té? —preguntó ella.

—No —dijo Sigurdur Óli—. Gracias. Elinborg, la colega que trabaja conmigo en el caso, me pidió que te preguntara si sabes si tu tío Benjamín guardaba un mechón de pelo de su novia, a lo mejor en un pequeño guardapelo o en un frasquito o algo parecido.

Elsa reflexionó un momento.

—No —dijo—, no recuerdo ningún mechón de pelo, aunque en realidad no sé lo que guardaba mi tío ahí abajo.

—Elinborg dice que tiene que estar en algún lado; se lo contó Bára. Estuvo hablando ayer con ella. Benjamín tenía un mechón de pelo que ella le dio una vez que se marchó de viaje, creo.

—No tengo idea de que exista ningún mechón de pelo, ni ningún guardapelo. Mi familia no es demasiado romántica ni lo ha sido nunca.

—¿Hay algo que fuera propiedad de su novia en el sótano?

—¿Para qué queréis un mechón de pelo suyo? —preguntó Elsa en lugar de responder, mirándolo con ojos interrogantes.

Sigurdur Óli titubeó. No sabía lo que le había podido decir Erlendur. Ella misma le solucionó el problema.

—Así podréis comprobar si es ella la que está enterrada en la colina —dijo—. Necesitáis algo suyo. Así podríais hacer pruebas de ADN y comprobar si es ella la que está allí enterrada y, si es ella, entonces pensaréis que fue mi tío quien la metió allí, y que él fue su asesino. ¿No es eso?

—Estamos comprobando todas las posibilidades —dijo Sigurdur Óli, que bajo ninguna circunstancia quería hacer enfadar a Elsa, como había hecho con Bergthóra apenas media hora antes. Aquel día no empezaba bien. Nada bien.

—El otro día vino por aquí el otro policía, ese tan triste, y dio a entender que Benjamín podía ser culpable de la muerte de su novia. Y ahora queréis comprobarlo con un mechón de pelo. No entiendo que se os ocurra pensar que Benjamín pudiera matar a esa mujer. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué motivos tenía para una cosa así? Ninguno. Ninguno en absoluto.

—No, claro que no —dijo Sigurdur Óli para calmarla—. Pero tenemos que averiguar de quién son los huesos y por qué están allí enterrados, y hasta el momento disponemos de muy pocas pistas, aparte de que Benjamín tenía una casa allí y de que su novia desapareció. Tú misma debes de sentir curiosidad. Tú misma tienes que desear saber de quién son los huesos.

—Yo no estoy tan segura —dijo Elsa, que parecía haberse tranquilizado.

—Pero tengo que seguir buscando en el sótano —dijo Sigurdur Óli.

—Sí, sí, naturalmente. No tengo ninguna intención de impedirlo.

Sigurdur Óli terminó su té y descendió al sótano pensando en Bergthóra. Él no tenía guardado ningún mechón de pelo suyo en un guardapelo, porque estaba convencido de que no necesitaba nada para recordarla. Ni siquiera llevaba una foto suya en la cartera, como otros hombres que conocía, que iban siempre con fotos de la esposa y los hijos. No se sentía bien. Tenía que hablar calmadamente con Bergthóra. Aclarar las cosas.

No quería acabar como Erlendur.

Sigurdur Óli estuvo buscando entre las pertenencias de Benjamín Knudsen hasta avanzado el día, y luego se pasó un momento por un local de comida rápida, compró una hamburguesa y se la comió mientras leía los periódicos y se tomaba un café. Regresó al sótano hacia las dos y maldijo la obcecación de Erlendur. No había encontrado ni la más mínima cosa que pudiera explicar la desaparición de la novia de Benjamín, ni quiénes más habían alquilado su casa durante los años de la guerra. No había encontrado el mechón de pelo de cuya existencia estaba Elinborg tan segura, merced a su lectura de novelas rosas. Era el segundo día que Sigurdur Óli se pasaba en el sótano, y estaba decidido a negarse a continuar con aquella estupidez.

Elsa le esperaba y le invitó a sentarse. Él buscó rápidamente alguna excusa, pero no fue suficientemente hábil para rechazar la invitación sin mostrarse desconsiderado, así que la acompañó al salón.

—¿Encontraste algo ahí abajo? —preguntó ella.

Sigurdur Óli sabía que en realidad no era simple amabilidad, como intentaba aparentar la mujer, sino que pretendía sonsacarle información. Pensó por un instante que podía sentirse sola, según la sensación que había tenido a los pocos minutos de poner el pie en aquella tétrica casa.

—No he encontrado el mechón —dijo Sigurdur Óli dando un sorbo de té, que estaba ya frío.

Le había estado esperando. La miró e intentó imaginar qué estaba pasando.

—¿Estás casado? Perdona, naturalmente eso no es asunto mío.

—No, o sea, sí, no, casado no, pero vivo con una persona —dijo Sigurdur Óli con cierta inseguridad.

—¿Y tienes hijos?

—No, no tengo hijos —dijo Sigurdur Óli—. Todavía no.

—¿Por qué no?

—¿Cómo?

—¿Por qué no habéis tenido hijos todavía?

«¿Qué está pasando aquí?», pensó Sigurdur Óli, y dio un sorbo de té frío para ganar tiempo.

—El estrés, supongo. Siempre con montones de cosas que hacer. Los dos tenemos trabajos muy exigentes, no tenemos tiempo.

—¿No tenéis tiempo para tener hijos? ¿Tenéis algo mejor que hacer? ¿A qué se dedica tu compañera?

—Es copropietaria de una empresa de informática —dijo Sigurdur Óli, con intención de darle las gracias por el té y decir que tenía que ponerse a trabajar.

No estaba dispuesto a seguir allí sentado por más tiempo para ser sometido a un interrogatorio sobre su vida privada por una solterona de Vesturbaer a la que seguramente la soledad debía de haber vuelto un poco rara, como a todas, que acababan metiendo las narices en la vida de cualquiera que se les pusiera a tiro.

—¿Es una buena mujer? —preguntó ella.

—Se llama Bergthóra —dijo Sigurdur Óli, esforzándose por comportarse con cortesía—. Es una mujer estupenda —sonrió—. ¿Por qué me...?

—Yo nunca he tenido familia —dijo Elsa—. Nunca he tenido hijos. Ni tampoco un esposo. Eso no me importa mucho, pero sí que me habría gustado tener hijos. Ahora quizá tendrían treinta años. Se irían acercando a los cuarenta. A veces lo pienso. Adultos. Con sus propios hijos. En realidad, no sé lo que pasó. De pronto, una se encuentra en la mediana edad. Soy médico. Cuando empecé la carrera no había tantas mujeres estudiando medicina. Yo era igual que tú, no tenía tiempo. No tenía tiempo para mi propia vida. Lo que haces tú ahora no es tu vida. Tu propia vida. No es más que tu trabajo.

—Sí, bueno, creo que debería ponerme a...

—Benjamín tampoco tuvo su propia familia —continuó Elsa—. Una familia era lo único que quería. Con esa mujer.

Elsa se levantó, y Sigurdur Óli la imitó. Pensó que iban a despedirse, pero ella se dirigió a un gran armario de madera de roble con preciosas puertas de cristal y cajones tallados, abrió uno de ellos, sacó una cajita china y la abrió, y de ella extrajo un guardapelo de plata sujeto a una fina cadenita.

—Él tenía guardado esto de su novia —dijo—. En el guardapelo también hay una foto suya. Se llamaba Sólveig —Elsa dibujó una débil sonrisa—. La flor de Benjamín. No creo que ella sea la persona enterrada en la colina. La simple idea me resulta insoportable. Eso querría decir que Benjamín le hizo daño. Él no fue. No podría haber hecho una cosa así. Estoy convencida. Este mechón lo demostrará.

Entregó el guardapelo a Sigurdur Óli. Él volvió a sentarse, lo abrió con cuidado y vio un pequeño mechón de pelo negro encima de una fotografía de su dueña. Sin tocar el mechón, lo dejó caer sobre la tapa para ver la foto. Era de un rostro pequeño, una muchacha de unos veinte años de edad, de cabello oscuro con lindas cejas arqueadas sobre unos grandes ojos que miraban directamente a la cámara. El gesto de la boca, decidido, el cuello, descubierto, delgado y hermoso. La novia de Benjamín. Sólveig.

—Perdona mis dudas —dijo Elsa—. He reflexionado sobre el asunto y le he dado muchas vueltas, y no me sentí capaz de destruir ese mechón. Sea cual sea el resultado de la investigación.

—¿Por qué lo ocultaste?

—Tenía que reflexionar.

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