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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (20 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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—Sí, pero...

—Casi me dió un ataque cuando tu colega..., se llama Erlendur, ¿no?, empezó a insinuar que ella pudiera estar enterrada allí arriba; pero cuando pensé mejor las cosas... —Elsa se encogió de hombros para mostrar su rendición.

—Aunque el análisis de ADN fuera positivo —dijo Sigurdur Óli—, eso no tendría por qué significar que el asesino fuera Benjamín. El análisis no puede determinar eso. Si es la novia de Benjamín la que está enterrada en la colina, puede haber otros motivos que lo expliquen, no sólo que Benjamín...

Elsa le interrumpió.

—Ella, ¿cómo lo decís ahora?, acabó su relación con él. Rompió el compromiso, según decíamos antes, cuando existían los compromisos de boda. El mismo día de su desaparición. Benjamín no habló de ello hasta mucho más tarde, en una conversación con mi madre, cuando él estaba en su lecho de muerte. Ella me lo contó. Nunca se lo he dicho a nadie. Y me lo habría llevado a la tumba si no hubierais encontrado esos huesos. ¿Sabéis si son de hombre o de mujer?

—No, todavía no —dijo Sigurdur Óli—. ¿Dijo por qué rompió el compromiso? ¿Por qué lo dejó?

Notó una vacilación en Elsa. Se miraron a los ojos, y supo que ella había dicho ya demasiado para echarse atrás. Presintió que quería decir lo que sabía. Como si llevase a cuestas una pesada cruz y hubiera llegado el momento de librarse de ella. Por fin, después de tantos años.

—El hijo no era de él —dijo.

—¿El hijo no era de Benjamín?

—No.

—¿No había quedado embarazada de él?

—No.

—¿De quién, entonces?

—Tienes que entender que eran otros tiempos —dijo Elsa—. En la actualidad, las mujeres se someten a abortos como quien bebe agua. El matrimonio ya no tiene hoy en día un significado especial para quienes desean tener un hijo. Existe la convivencia. Divorciarse, unirse a otra persona. Tener más hijos. Volver a divorciarse. Entonces no era así. En aquellos tiempos, un hijo fuera del matrimonio era algo total y absolutamente impensable para las mujeres. Era una vergüenza y un estigma. Las consideraban ligeras de cascos. No había la más mínima compasión hacia ellas.

—Puedo hacerme una idea —dijo Sigurdur Óli, que había empezado a pensar en Bergthóra y que poco a poco iba comprendiendo por qué Elsa había estado curioseando en su vida privada.

—Benjamín estaba dispuesto a casarse con ella —continuó Elsa— según le dijo a mi madre. Sólveig no lo deseaba. Quería romper el compromiso de boda y se lo dijo con toda frialdad. De pronto. Sin aviso alguno.

—¿Quién era el padre?

—Cuando dejó a Benjamín le pidió que la perdonara. Le dijo que tenía que dejarle. Él no la perdonó. Necesitaba más tiempo.

—¿Y desapareció?

—No se la volvió a ver nunca más después de despedirse de él. Al ver que no volvía a casa esa noche, empezaron a buscarla, y Benjamín participó con todas sus fuerzas en la búsqueda, pero nunca la encontraron.

—¿Y qué hay del padre de su hijo? —volvió a preguntar Sigurdur Olí—. ¿Quién era?

—No se lo dijo a Benjamín. Lo abandonó sin que él supiera quién había sido, según le contó a mi madre. Si lo sabía, a ella no se lo dijo.

—¿Quién pudo haber sido?

—¿Quién pudo haber sido? —repitió Elsa—. Da exactamente igual quién pudo haber sido. Lo único que importa es quién fue.

—¿Quieres decir que ese hombre tuvo algo que ver con la desaparición de ella?

—¿Tú qué crees? —preguntó Elsa.

—Tu madre o tú, ¿sospechasteis de alguien?

—No, de nadie. Y Benjamín tampoco, que yo sepa.

—¿Pudo tratarse de una mentira de Benjamín?

—No puedo decir ni que sí ni que no. Pero creo que Benjamín no dijo una mentira en toda su vida.

—Quiero decir que quizá mintió para no atraer las sospechas sobre él.

—No lo sé, pero nunca se sospechó de él, y pasó mucho tiempo hasta que se lo contó a mi madre. Fue justo cuando estaba a punto de morir.

—Nunca dejó de pensar en ella.

—Eso era lo que decía mi madre.

Sigurdur Óli reflexionó un instante.

—¿Quizá la vergüenza la empujaría al suicidio?

—Sí, seguramente. No sólo había engañado a su novio, que la adoraba e iba a casarse con ella, sino que estaba embarazada de un niño de cuyo padre se negaba a revelar la identidad.

—Elinborg, la mujer que trabaja conmigo, habló con la hermana de ella. Le dijo que su padre se había suicidado. Ahorcándose. Que había sido muy difícil para Sólveig porque los dos se tenían mucho cariño.

—¿Difícil para Sólveig?

—Sí.

—¡Qué raro!

—¿Y eso por qué?

—Él se ahorcó, pero Sólveig difícilmente habría podido sentir pena por ello.

—¿Qué quieres decir?

—Fue precisamente la pena de él lo que le llevó a tomar esa decisión.

—¿La pena?

—Sí.

—¿Qué...?

—Eso es lo que siempre he creído.

—¿Qué pena?

—La que le causó la desaparición de su hija —dijo Elsa—. Él se ahorcó después de que ella desapareciera.

Capítulo 17

Erlendur tenía por fin algo de lo que hablarle a su hija. Había estado husmeando un buen rato en la Biblioteca Nacional y buscando noticias de los periódicos y revistas que se publicaban en Reykjavik en 1910, cuando el cometa Halley pasó cerca de la Tierra con su cola a cuestas, llena de letal ácido cianhídrico. Le habían concedido un permiso especial para hojear los periódicos directamente en vez de examinarlos en microfilm. Le encantaba mirar viejas publicaciones, oír el crujido de sus páginas y sentir el olor del papel amarillento, y percibir el tiempo que atesoraban entre sus quebradizas páginas, entonces, ahora y para la eternidad.

Ya había atardecido cuando se sentó junto a la cama de Eva Lind y empezó a hablarle de los huesos encontrados en Grafarholt. Le habló de los arqueólogos que habían creado pequeñas cuadrículas en la parte superior del lugar donde estaban los huesos, y de Skarphédinn, que tenía unos caninos tan enormes que no podía cerrar la boca del todo. Le habló de los groselleros y de lo que les había contado Róbert sobre una mujer verde y torcida. Le habló de Benjamín Knudsen y de su novia, que desapareció un día, y del efecto que tuvo la desaparición de la muchacha en el joven Benjamín, y le habló de Höskuldur, que había alquilado la casa durante la guerra, y de lo que había dicho Benjamín sobre una mujer que vivía en la colina y que había sido engendrada en el gasómetro durante la noche en que la gente creía que el mundo se iba a acabar.

—Fue el año de la muerte de Mark Twain —dijo Erlendur.

El cometa Halley se dirigía hacia la Tierra a una velocidad tremenda, y su cola estaba repleta de gases tóxicos. Si el cometa no chocaba contra la Tierra y la hacía pedazos, nuestro planeta sería atravesado por la cola, que aniquilaría toda forma de vida; los que temían lo peor se veían perecer entre el fuego y el ácido. El miedo al cometa se extendió entre el pueblo llano, no en Islandia sólo sino en el mundo entero. En Austria, en las regiones de Trieste y Dalmacia, la gente malvendió sus propiedades para conseguir dinero con el que vivir en lujo y desenfreno el breve tiempo que creían que les quedaba. En Suiza, las principales escuelas de señoritas se quedaron prácticamente vacías porque las familias pensaron que lo más conveniente era estar todos juntos cuando el cometa arrasara la Tierra. Se ordenó a los sacerdotes que dieran conferencias públicas sobre astronomía a fin de quitar el miedo a la gente.

En Reykjavik se dijo que muchas mujeres ni siquiera se levantaron de la cama por miedo al fin del mundo, y muchas estaban convencidas, con total seriedad, como contaba uno de los periódicos, de que el frío clima de aquella primavera se debía al cometa. Los ancianos recordaron que la última vez que pasó el cometa también había hecho un tiempo horrible durante todo el año.

En Reykjavik se pensaba en esos años que el futuro radicaba en el gas. Había lámparas de gas por toda la ciudad, aunque no servían para proporcionar una iluminación callejera decente, y la gente indicaba la dirección de sus casas haciendo referencia a las lámparas. Ahora se había decidido hacer mejor las cosas y construir una estación de gas moderna en las afueras de la ciudad, que serviría a las necesidades de los habitantes por un futuro indeterminado. La municipalidad decidió firmar un contrato con una empresa alemana de gas, el ingeniero Carl Francke, de Bremen, y fue al país acompañado de unos técnicos, para construir el gasómetro, que fue puesto en servicio en el otoño de 1910.

El depósito de gas tenía una enorme capacidad, 1.500 metros cúbicos, y lo llamaban «reloj de gas» porque flotaba en agua, y subía o bajaba según la cantidad de fluido que contuviera. Reykjavik nunca había visto una maravilla semejante y la gente iba hasta aquella parte de la ciudad para ver cómo lo construían.

Estaba casi completamente terminado cuando algunos habitantes de la ciudad se reunieron allí la víspera del 18 de mayo. Pensaban que el depósito era el único lugar del país, que se supiera, capaz de proporcionar protección ante los gases tóxicos del cometa. Cuando se corrió la voz de que la alegría y la diversión reinaban en las proximidades del depósito esa noche, la gente acudió en gran número a gozar de la fiesta del fin del mundo.

Las noticias de lo sucedido en el gasómetro esa noche se extendieron como un reguero de pólvora por toda la ciudad en los días sucesivos. Decían que la gente se había emborrachado por completo y que habían estado practicando toda clase de actos sexuales hasta la mañana siguiente, o hasta que quedó claro que el mundo no se acababa, ni como consecuencia del cometa Halley ni por las infernales llamaradas de su cola.

Muchos estaban convencidos de que algunos niños fueron engendrados en el gasómetro aquella noche, y Erlendur pensó que a lo mejor era uno de ellos el que había podido llegar al fin de sus días en Grafarholt muchos años después, y estaba enterrado allí.

—La casa del director del gasómetro sigue en pie —le dijo a Eva Lind, sin saber si le oía o no—. Pero todos los demás recuerdos del gasómetro han desaparecido. A la hora de la verdad, el futuro no estaba en el gas, sino en la electricidad. El gasómetro estaba en Raudarárstígur, donde ahora se encuentra la estación de autobuses de Hlemmur, y cumplió más o menos su función aunque estuviera condenado por los tiempos; cuando había fuertes heladas o tormentas, la gente sin techo buscaba la protección del gas encendido, sobre todo en las noches largas de invierno, y muchas veces, cuando llegaba el día más corto del año, la zona estaba de lo más animada.

Eva Lind no se movió mientras Erlendur contaba su relato.

Tampoco es que él creyera que fuera a suceder otra cosa. No esperaba milagros.

—El depósito se construyó en un lugar que se llamaba Elsumýrarblettur —continuó, sonriendo por los caprichos del destino—. Elsumýrarblettur quedó convertido en un solar vacío durante muchos años, una vez que se derribó la construcción y se retiró el depósito. Luego construyeron en el solar un gran edificio, que es el que ahora alberga a la policía de Reykjavik. Allí está mi despacho. Exactamente donde en otros tiempos se encontraba el depósito.

Erlendur calló.

—Siempre estamos esperando el fin del mundo —apostilló entonces—. Adopte la forma de cometa o de cualquier otra cosa. Todos tenemos nuestro fin del mundo. Algunos lo conjuran, lo ansían. Otros lo rehúyen. La mayor parte de la gente lo teme. Le muestra respeto. Tú no. Tú no podrías mostrar respeto a nada. Y tú no temes a tu propio pequeño fin del mundo.

Erlendur estaba en silencio mirando a su hija y pensando si tenía algún sentido hablarle de aquel modo cuando ella no parecía oír nada de lo que le decía. Su mente le devolvió las palabras del médico, y se sintió un poco más aliviado al hablar con su hija de aquella forma. Casi nunca había mantenido una conversación con ella en paz y tranquilidad. Las discusiones habían teñido toda su relación, y no habían tenido muchas ocasiones de sentarse a charlar tranquilamente.

Pero lo que estaban haciendo ahora no era charlar. Erlendur sonrió débilmente. Él hablaba y ella no oía.

En ese sentido, nada había cambiado entre ellos.

Quizá no era eso lo que ella quería oír. Huesos y gasómetro, cometa y orgías. Quizá quería oírle hablar de algo completamente diferente. De ella misma. De ellos.

Se puso en pie, se inclinó sobre Eva Lind, la besó en la frente y salió de la habitación. Estaba sumido en negros pensamientos y en lugar de torcer a la derecha y salir al pasillo para abandonar la planta, fue en dirección contraria sin darse cuenta de por dónde iba, y entró en otra ala de cuidados intensivos, pasó por delante de habitaciones en penumbra, en las que había otros enfermos al borde de la muerte, conectados a los aparatos más modernos. No se percató de lo que hacía hasta que llegó al final del corredor. Iba a dar media vuelta cuando una mujer de pequeña estatura salió de la habitación del fondo del pasillo y avanzó directamente hacia él.

—Perdona —dijo con una voz un poco chillona.

—No, disculpa tú —dijo él confuso, mientras miraba a su alrededor—. No quería venir aquí. Mi intención era salir de la planta.

—A mí me han llamado aquí —dijo la mujer bajita.

Tenía el cabello exageradamente fino y era un tanto gruesa, con un pecho muy grande que destacaba bajo una camiseta sin mangas, de color azul claro, y un rostro redondeado y amistoso. Erlendur percibió el vello fino y oscuro de un bigote. Miró de reojo la habitación de la que había salido, y vio en la cama del enfermo a un hombre de edad avanzada cubierto por las sábanas, con rostro delgado y una palidez extrema. A su lado había una mujer sentada en una silla; llevaba puesto un carísimo abrigo de piel, y con una mano enguantada se sostenía un pañuelo sobre la boca.

—Aún hay personas que creen en los médiums —dijo la mujer en voz baja, como hablando consigo misma.

—Perdón, no he oído...

—Me pidieron que viniera —dijo ella, alejando a Erlendur prudentemente de la habitación—. Se está muriendo. No pueden hacer nada. Es su mujer la que está sentada a su lado. Ella me pidió que le dijera cómo establecer contacto con él. Su marido está en coma y dicen que no se puede hacer nada, pero él se niega a morir. Como si no quisiera despedirse. Ella me pidió que le buscase, pero no le encuentro por ningún sitio.

—¿Que no le encuentras? —dijo Erlendur.

—En la otra vida.

—La otra... ¿Eres médium?

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